Las tertulias de la orquesta. Hector Berlioz
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Son estos, Alfonso, sufrimientos terribles y persecuciones difíciles de soportar. No pienses que el daño causado en tu amor propio pudiera darte una idea aproximada de ellos. Por otra parte, aunque la injuria dirigida a la obra y al genio de un artista te parece más dolorosa que un ultraje cometido sobre su propia persona, dime si acaso crees que no tuve que padecer este último en la corte de nuestro excelentísimo Gran Duque, con motivo de mi Perseo. Supongo que no habrás olvidado los apodos grotescos que me dedicaba, ni los insolentes sonetos que colgaba cada noche en mi puerta, ni las cábalas mediante las cuales supo persuadir a Côme de que era una locura confiarme una cantidad de metal, porque mi nuevo procedimiento de fundición no habría de tener éxito. Incluso aquí mismo, en esta brillante corte de Francia, donde conseguí hacer fortuna, donde soy poderoso y admirado, debo soportar una batalla constante, si no con mis rivales (están todos fuera de combate), sí en cambio con la favorita del rey, madame d’Étampes, que me odia, aunque ignoro el motivo. Esta perra malvada difama mis obras en cuanto tiene ocasión[5] y busca por todos los medios posibles crearme mala fama a los ojos de Su Majestad. En verdad, comienzo a estar tan cansado de oír sus ladridos en mis talones que, si no fuera porque acabo de comenzar una gran obra con la que espero alcanzar más honores que con todos mis trabajos precedentes, ya me encontraría camino de Italia.
Te digo que he conocido todos los tipos de mal que el destino puede infligir a un artista. Y, sin embargo, sigo vivo. Y tal como esperaba, mi gloria es el tormento de mis enemigos. Ahora puedo enterrarlos con mi desprecio. Esta venganza marcha a paso lento, ciertamente, pero para un hombre inspirado, seguro de sí mismo, paciente y fuerte, es una realidad. Date cuenta, Alfonso, de que he sido insultado más de mil veces, pero no he matado más que a siete u ocho hombres. Sólo de pensar en ellos entro en cólera. La venganza directa y personal es un fruto raro que no todo el mundo puede probar. No he dado su merecido a Clemente VII, ni a Pablo III, ni a Cornaro, ni a Côme, ni a madame d’Étampes, ni a cientos de cobardes poderosos. ¿Cómo, pues, vas a vengarte tú de este mismo Côme, de este Gran Duque, de este ridículo mecenas que no comprende tu música mejor que mi escultura y que con tal bajeza nos ha ofendido a ambos? No pienses, al menos, en matarlo. Sería una insigne locura de indudables consecuencias. Continúa con tu carrera y conviértete en un gran compositor. Que tu nombre sea ilustre y si algún día su estulta vanidad le lleva a ofrecerte sus favores, recházalos, jamás aceptes ni hagas nada por él. Éste es mi consejo; es la promesa que te exijo y, créeme, pues te hablo desde mi experiencia, es la única venganza que está a tu alcance.
Te acabo de contar que me hice rico gracias al rey de Francia, más generoso y noble que nuestros soberanos italianos. Me corresponde, como artista que te comprende, te ama y te admira, tomar la iniciativa de ese príncipe sin talento y sin corazón que te ignora. Te envío diez mil coronas. Creo que con esta suma podrás montar dignamente tu drama en música. No pierdas un instante. Que sea en Roma, Nápoles, Milán, Ferrara, en cualquier ciudad, excepto en Florencia. Es fundamental que ni un solo rayo de tu gloria pueda iluminar al Gran Duque. Adiós, querido muchacho. La venganza es bella; por ella podemos estar tentados a morir. Pero el arte es aún más bello. No olvides jamás que, a pesar de todo, es preciso vivir para él.
Tu amigo,
Benvenuto Cellini
***
París, 10 de junio de 1557
Benvenuto Cellini a Alfonso della Viola
¡Miserable! ¡Bufón! ¡Saltimbanqui! ¡Pedante! ¡Castrado! ¡Flautista![6][7]... ¿Merecía la pena lanzar tantos gritos, estallar en llamas, hablar tanto de ofensa y de venganza, de cólera y de ultraje, de invocar al cielo y al infierno, para llegar a una conclusión tan vulgar? ¡Hombre sin alma ni vísceras! ¿Acaso era necesario proferir tales amenazas, siendo tu resentimiento de naturaleza tan frágil que, apenas dos años después de haber sido insultado a la cara, te arrodillas cobardemente para besar la mano que te humilló?
¡Por Dios Santo! Ni tu promesa, ni las miradas de toda Europa fijas en ti, ni tu dignidad como hombre y como artista, han podido mantenerte firme ante el canto seductor de esta corte en la que reinan la intriga, la avaricia y la mala fe; de esta corte en la que fuiste vilipendiado, despreciado y tratado como un siervo infiel. ¡Es cierto, entonces! ¡Estás componiendo para el Gran Duque! Según dicen, se trata de una obra más importante incluso, y más audaz, que cualquiera de las que hayas compuesto hasta ahora. Toda la Italia musical tomará parte en el festival. Se han dispuesto los jardines del palacio Pitti; quinientos músicos virtuosos, reunidos en un hermoso pabellón decorado por Miguel Ángel, derramarán sus armonías sobre una multitud enfervorizada y entusiasmada[8]. ¡Admirable! Y todo por el Gran Duque, por Florencia, por el hombre y la ciudad que te trataron con tal indignidad. ¡Oh, qué ridícula bondad la mía cuando traté de calmar tu pueril cólera de un solo día! Maravillosa simplicidad la que me hizo predicar la castidad a un eunuco, la lentitud a un caracol. No soy más que un necio.
¿En virtud de qué poderosa pasión has llegado a rebajarte de este modo? ¿La sed de oro? En la actualidad eres más rico que yo. ¿Amor a la fama? Nadie fue nunca tan popular como Alfonso, desde el éxito prodigioso de la tragedia sobre Francesca y el no menos importante de los otros tres dramas líricos que la siguieron. ¿Qué te impidió, además, elegir otra capital para el estreno de tu nuevo triunfo? Ningún soberano te hubiera negado lo que el gran Côme te ha ofrecido. Tus obras son, en todo lugar, amadas y admiradas. Se interpretan a lo largo y ancho de Europa. Se escuchan en ciudades, cortes, en el ejército, en la Iglesia… El rey francés las canta continuamente. La misma madame d’Étampes opina que no te falta talento a pesar de ser italiano. La misma justicia se te hace en España. Las mujeres y, sobre todo, los curas profesan generalmente una devoción especial por tu música. Si hubieras querido ofrecer a los romanos la obra que preparas para los toscanos, el gozo del papa, de los cardenales y de toda esa colmena de monsignori, sólo hubiera sido sobrepasado por los arrebatos de locura de sus numerosas rameras.
No puedo imaginar qué te ha seducido… el orgullo… vanidad… alguno de esos títulos fatuos.
De cualquier manera, ten esto en mente: has faltado a tu nobleza, has faltado a tu orgullo, has faltado a tu fe. El hombre, el artista y el amigo han caído ante mis ojos. Y yo sólo sabría conceder mi afecto a gente coherente, incapaz de acometer una acción vergonzosa. Tú no eres uno de éstos; mi amistad ya no te pertenece. Te presté dinero y sí, tuviste la intención de devolverlo. Estamos en paz, pues. Parto de París. En un mes atravesaré Florencia. Olvida que me has conocido y no intentes volver a verme porque, aunque nos encontrásemos en tu día de mayor gloria, delante de todo un pueblo, en presencia de príncipes y ante la congregación –para mí mucho más respetable– de tus quinientos artistas, si tú me abordases ese día, te volvería la espalda.
Benvenuto Cellini
***
Florencia, 23 de junio de 1557
Alfonso a Benvenuto
Sí, Cellini, es cierto. Adeudo al Gran Duque una imperdonable humillación, mientras que a ti te debo mi fama, mi fortuna y, posiblemente, mi vida. Juré que habría de vengarme de él y no lo he hecho. Te prometí solemnemente no aceptar jamás trabajos ni honores que vinieran de él y no he mantenido mi palabra. Gracias a ti, se pudo escuchar y aplaudir Francesca, por vez primera, en Ferrara. En Florencia, sin embargo, fue