Las tertulias de la orquesta. Hector Berlioz
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En la mayor parte de las villas toscanas se prepara una verdadera emigración. Los pisanos y los sieneses, olvidando sus seculares rencillas, solicitan de los florentinos su hospitalidad para el gran día con mucha antelación. Côme, encantado con el éxito de aquel al que llama su artista, alberga grandes esperanzas en los resultados que pueda obtener de esta renovación de relaciones amistosas entre los tres pueblos rivales, en cuanto a sus ambiciones políticas. Me abruma constantemente con prebendas y adulaciones. Ayer ofreció en el palacio Pitti una magnífica recepción en mi honor, en la que se encontraban reunidas todas las familias nobles de la ciudad. La bella condesa de Vallombrosa me prodigó sus sonrisas más dulces. La Gran Duquesa me hizo el honor de cantar un madrigal conmigo. Della Viola es el hombre del momento, el hombre de Florencia, el hombre del Gran Duque, el protagonista absoluto…
Soy absolutamente culpable, despreciable, vil, ¿no es cierto? Pues bien, Cellini, si pasas por Florencia el próximo 28 de julio, espérame entre las ocho y las nueve de la tarde ante la puerta del Baptisterio. Yo te iré a buscar. Si con mis primeras palabras no consigo justificarme completamente de todas las acusaciones que me reprochas; si la explicación de mi conducta no te satisface de forma total, entonces redobla tu desprecio, trátame como al último de entre los hombres, encadéname los pies, golpéame con tu látigo, y escúpeme a la cara, porque reconozco de antemano que lo tendré merecido. Hasta entonces, conserva tu amistad por mí. Verás que no habrá sido en vano.
Con toda mi amistad,
Alfonso della Viola
***
El 28 de julio, un hombre alto, de aspecto sombrío y taciturno se dirigía, a través de las calles de Florencia, hacia la plaza del Gran Duque. Al pasar ante la estatua en bronce de Perseo, se detuvo y la contempló durante un tiempo con gran detenimiento. Se trataba de Benvenuto. A pesar de que la respuesta y los argumentos de Alfonso apenas habían producido efecto en su corazón, la amistad que le unía al joven compositor desde tiempo atrás era demasiado viva y sincera como para poder deshacerse para siempre en unos pocos días. Por ello, no tuvo valor para negarse a escuchar lo que Della Viola tuviera que alegar en su defensa. En su camino hacia el Baptisterio, donde Alfonso se reuniría con él, Cellini quiso volver a contemplar la obra maestra que en su día le costó tantas penas y fatigas. La plaza y las calles adyacentes estaban desiertas, el silencio más profundo reinaba en este barrio, tan frecuentado y ruidoso de ordinario. El artista contemplaba su obra preguntándose si la mediocridad y una inteligencia común no hubieran sido preferibles a la gloria y el genio.
—¡Ojalá hubiera sido un boyero de Neptuno o de Porto Anzio! –pensaba–. De igual modo que los animales a mi cuidado, llevaría una existencia tosca y monótona, pero impermeable ante las agitaciones que, desde mi infancia, han atormentado mi vida. Rivales pérfidos y envidiosos… príncipes injustos o ingratos… críticas feroces… aduladores imbéciles… la constante alternancia entre éxito y fracaso, entre esplendor y miseria… trabajo incesante y excesivo… ni un día de descanso o de ocio… ofreciéndome como un mercenario y sentir constantemente mi alma arder o estremecerse… ¿Es esto vivir?
Las ruidosas exclamaciones de tres jóvenes artesanos que entraban apresuradamente en la plaza interrumpieron su meditación.
—¡Seis florines! –dijo uno–. Un precio caro.
—Aunque costara diez –replicó el otro–, también lo pagaríamos. Estos malditos pisanos se han llevado todos los asientos. Además, tú piensa, Antonio, que la casa del jardinero sólo está a veinte pasos del pabellón. Sentados en el tejado, podremos escuchar y ver todo estupendamente: la puerta del canalillo subterráneo estará abierta y llegaremos sin dificultad.
—¡Bah! –añadió el tercero–. Con ayunar un poco durante algunas semanas, nos lo podemos permitir. Ya sabéis el efecto que causó ayer el ensayo. Sólo la corte tenía acceso. El Gran Duque y su séquito no paraban de aplaudir. Los músicos llevaron a Della Viola triunfalmente en volandas y, en medio de este éxtasis, la condesa de Vallombrosa lo besó. Ha de ser milagroso.
—Fijaos cómo están las calles de vacías. Toda la ciudad se encuentra reunida en el palacio Pitti. ¡Apresurémonos o llegaremos tarde!
Sólo entonces, Cellini se dio cuenta de que estaban hablando de la gran fiesta musical, y de que habían llegado el día y la hora del estreno. Esto no encajaba con la elección de Alfonso de citarse esa misma tarde. ¿Cómo es posible que, en un momento así, el maestro pudiera abandonar su orquesta y el puesto al que le unía tan gran interés? Era difícil de comprender. El escultor, no obstante, se dirigió al Baptisterio, donde encontró a sus dos aprendices, Paolo y Ascanio, con dos caballos: Esa misma noche debía partir hacia Livorno y, desde allí, embarcarse por la mañana rumbo a Nápoles.
Tan sólo llevaba unos minutos esperando cuando Alfonso, pálido y con los ojos ardientes, se presentó ante él con un tipo de calma afectada, nada ordinaria en él.
—¡Cellini! ¡Has venido! Gracias.
—¿Y bien?
—¡El día ha llegado!
—Lo sé. Pero háblame. Estoy esperando la explicación que me prometiste.
—El palacio Pitti, los jardines, los paseos, están abarrotados. La multitud se agolpa contra los muros, abarrota los estanques a medio llenar, los tejados, los árboles… absolutamente todo.
—Lo sé.
—Incluso han venido los pisanos y los sieneses.
—Lo sé.
—El Gran Duque, la corte y la nobleza están allí. La orquesta, inmensa, está preparada.
—Lo sé.
—¡Pero la música no está allí! –gritó Alfonso abalanzándose sobre él–. ¡Y el maestro tampoco está! ¿Te das cuenta?
—¡Cómo! ¿Qué quieres decir?
—No está la música porque me la he llevado. No hay director, porque estoy aquí. No habrá festival porque la obra y el autor han desaparecido. Una nota acaba de informar al Gran Duque de que mi obra no será interpretada. Ya no me apetece, le he escrito, utilizando sus mismas palabras. También yo, esta vez, HE CAMBIADO DE IDEA. ¿Puedes imaginar la cólera de esa turba decepcionada por segunda vez? ¡Esas gentes han abandonado su ciudad, sus trabajos, han gastado su dinero para escuchar mi música y no aceptarán excusas! Antes de venir a encontrarme contigo, estuve espiando. La impaciencia comenzaba a apoderarse de ellos y responsabilizaban de todo al Gran Duque. ¿Comprendes mi plan, Cellini?
—Lo veo.
—Ven, acompáñame más cerca del palacio. Veamos cómo explota la mina. ¿Escuchas los gritos, el tumulto, las imprecaciones? ¡Oh, bravos pisanos! ¡Os reconozco por las injurias que lanzáis! ¿Ves aquellas gentes lanzando piedras, arrancando ramas de árboles y rompiendo cristales? Sólo los sieneses saben hacerlo de ese modo. Ten cuidado, no vayan a descubrirnos. ¡Fíjate cómo corren! Ésos son los florentinos. Van a asaltar el pabellón. ¡Bien, ahí va un buen envío de barro sobre el palco ducal! Ya se ha cuidado el gran Côme de escapar a tiempo. ¡Abajo las gradas, los atriles, las bancadas, las ventanas! ¡Abajo los palcos! ¡Abajo el pabellón entero! ¡Mira cómo se derrumba! ¡Lo están destrozando todo, Cellini! ¡Es un motín magnífico! ¡¡¡Honor al Gran Duque!!! ¡Maldita sea! ¡Y tú que me tomabas por un cobarde! Dime,