Parábola del salmón. Alonso Sánchez Baute
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Fue entonces cuando, por entre las sombras y los pinos, apareció J.
A J siempre lo vi mil veces más bello de lo que debió de haber sido Modigliani. Quizá no lo fuera. Pero es lo bueno de enamorarse: solo se ve lo bonito. Era más bajo que yo, a lo sumo debía medir un metro sesenta y cinco, de piel mestiza, ojos aindiados color café —“qué bonitos ojos tienes / debajo de esas dos cejas”, le canté entre sábanas más de una vez—, el cabello peinado hacia un lado, los labios carnudos, los dedos delgados y las uñas cuadradas y cuidadosamente cortadas. Tenía cara de ingenuo y hablaba despacio para que yo pudiera entenderle su español afanado (“¿Quién ha dicho que los chilenos hablan español?”, le dije una vez que me encorajiné porque llegó tarde a una cita que teníamos). Con solo verlo se adivinaba que era un muchacho educado que había crecido en una de esas familias con varias generaciones bien alimentadas. Nunca hablé con él de Chile ni de política ni de Neruda ni de Mistral. A él no le interesaba la literatura y a mí tampoco hablar de ella. Las veces que nos vimos, siempre hablamos de él. Era su tema favorito y el que mejor conocía. Y a mí no me disgustaba oírlo.
Cuando lo conocí, iba a completar dos años habitando estas mismas calles. Él había llegado a Barcelona escapando del corsé familiar que le exigía continuar, hasta su muerte si era necesario, en el negocio paterno. Esa madrugada, así, nomás conocernos, me contó que sus padres conservaban esa vieja idea de que los hijos son una extensión de ellos, que les pertenecen. Él era el menor de tres hermanos, todos varones. Las tareas y expectativas familiares siempre habían sido repartidas equitativamente, pero los dos primeros murieron en un accidente de tránsito. Tras quedar solo, la presión de sus padres fue cada vez mayor. En ese momento del relato dijo una frase que retumbó largo rato en mis tímpanos: “Creo que ellos sabían que yo era gay antes incluso de que lo supiera yo, pero en lugar de ayudarme a hacerme fuerte, empedraron cada vez más mi camino”.
Me contó que el saco se rompió cuando salió del clóset. “Una noche en vela me dije: si Dios todo lo ve, Dios todo lo sabe. ¿Por qué debo ocultar ante las personas lo que soy?”. La madre no le volvió a hablar y el padre se dedicó a pintarle un futuro lleno de humillación y sufrimiento. Un par de veces las discusiones entre ambos terminaron a los golpes. Cuando se dio cuenta de que todo era inútil, decidió seguir el camino impuesto y terminar los estudios universitarios. “Pero no fue más que mientras lograba hacer el dinero suficiente para irme”. Abandonó a la familia y le quedó esa mirada de cachorrito abandonado que parecía gritar la falta que le hacía volver a verlos. Ni siquiera se atrevía a llamarlos por teléfono.
Así que era eso: un muchachito adolorido a la vera del camino que se hacía el duro para sobrevivir. Ese dolor de agua estancada lo hacía ver bello. Y hacía, también, que en la cama se entregara con la ternura de quien nunca ha sido amado y sabe que luego de esta vez no volverá a sentir otra lengua curando su piel. Porque sí: era un tipo tan “duro” que era demasiado tierno. El trabajo como actor porno era su bandera. Como si militara por una causa perdida, usaba su cuerpo para gritarles a sus padres lejanos, tan obscenamente radicales, “déjenme en paz”. Él quería ver mundo. Como yo. Quería contar las historias de su pueblo, como yo.
No he vuelto a saber de él. En algún viaje posterior hablamos por teléfono. Por razones de tiempo no pudimos encontrarnos, pero guardo la ilusión de que un día de estos me lo tope actuando en algún filme porno o lea su nombre entre los créditos de La llaga, la película autobiográfica que escribía cuando nos conocimos. Ese pueblo de J, tan cerca de la Patagonia, ¿era acaso el mismo en el que yo crecí justo al extremo norte de Suramérica?
Los días siguientes a esa primera noche en El Bagdad me entretenía recorriendo la ciudad, deteniéndome aquí y allá con calma, insistiendo en volver a ver lo mismo una vez más. Entre pepas, sacaba tiempo y visitaba librerías, museos o me detenía frente a la arquitectura que le ha dado tanta fama. Así, había oído hablar de Gaudí, pero desconocía su obra. Un amanecer, bailaba con desconocidos en un antro en el segundo piso de un edificio sin luces y con balcones sobre la calle Balmes. Comenzaba a clarear, pero me negaba a llegar al hotel. Eso que yo solía llamar “el momento de la pernicia”. Me fui por ahí, a andar sin más. Un par de cuadras bastaron para toparme con el paseo de Gracia. Desde este lado de la avenida me sorprendió el edificio que se levantaba en la otra esquina. Visto desde esta distancia, semejaba una mole fantasmal que emergía en la mitad de un bosque y se burlaba de los desprevenidos transeúntes. Al menos eso creía ver yo en medio de los excesos. “Qué buen viaje”, me dije y crucé corriendo la calle.
Con los ojos puestos hacia lo alto, efectivamente, las paredes de la Casa Milà se me antojaban olas con su eterno vaivén. Y las luces, todavía encendidas en su interior a pesar de que el sol iniciaba su ascenso, refulgían por entre los vitrales con la forma de las alas de una mariposa o acaso como una intrincada red tejida por una inmensa araña.
La información en la entrada decía que la puerta se abría al público a las nueve de la mañana. Me fui al sitio más cercano a comprar un café, regresé con el vaso humeante en la mano y me senté en el suelo con la espalda recostada en la pared del edificio ubicado al otro lado de la calle Provenza. Tan pronto se abrió la puerta, naufragué bajo esos techos en forma de marejadas a los que imaginaba cayendo sobre mí, y mis ojos se perdieron observando las treinta chimeneas que se levantaban sobre la azotea como si fueran rostros burlones.
No dormí ese día. O, bueno, sí, durante los quince minutos siguientes a la explosión de la última pepa. Más tarde, por la ronda de Sant Antoni descubrí la Librería Universal: su vitrina repleta de libros de cómics y de muñequitos de superhéroes. Podría ser un paraíso infantil, pero eran adultos quienes recorrían sus pasillos, adultos en edad, como yo, pero adultos que no somos más que niños.
Los cómics tienen su altar asegurado en mis nostalgias, pues fueron mis primeras lecturas. En el pueblo llamamos “paquitos” a los tebeos, herencia de una vieja cartilla infantil para aprender a leer. A la par que compraba quincenalmente para ella Vanidades y Buenhogar, mamá nos traía a los tres hermanos paquitos de Rico MacPato, de Archie y sus amigos, de Lorenzo y Pepita. Con el tiempo, el arrume de paquitos era tanto que, siguiendo el ejemplo de Toby, el amigo de La pequeña Lulú, un día se me ocurrió poner un pequeño puesto en el antejardín de la casa en el que los ofrecía en alquiler junto con un vaso de limonada. También vendía mangos cuando estaban en cosecha. Nunca vendí limonadas ni alquilé un solo paquito, pero a mi abuela materna, que era mujer de negocios, la conmovía mi espíritu emprendedor y cada semana me consignaba una pequeña mesada en una cuenta de ahorros que abrió a mi nombre en la Caja Agraria. Para que no se perdieran los paquitos, o se los llevaran “sin permiso” algunos de nuestros amiguitos, mamá decidió un día mandar a empastarlos cada vez que reunía cierta cantidad, de modo que al correr de los años había en los anaqueles de la biblioteca de mi casa unos diez o quince tomos elegantemente encuadernados en cuero negro y enumerados en el lomo con letras doradas en fuente gótica.
Si me hubiera empeñado en el negocio, quizá hoy