Ecos del misterio. José Rivera Ramírez
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Se lamenta de la vanidad de la poesía de la época, de la vacuidad retórica de los frecuentes recitales (I). Y de la grecomanía social.
De la muerte apenas habla; menciona la incredulidad general, respecto de la vida de ultratumba (II), y habla de asesinatos y de la posibilidad de las muertes repentinas.
Alusiones religiosas no faltan, pero son de poca gravedad. Mienta los templos (I); ciertos cultos lascivos y supersticiosos (II), el genio familiar (IV), invoca a Marte, extrañado de la paciencia con que contempla los vicios de la ciudad (II), y muestra el desprecio que sufren los pobres, en que se les reputa despreocupados de los dioses, sin que éstos lo echen de ver siquiera.
Manifiesta serio sentido de jerarquía; la autoridad, el magistrado no puede sufrir postergación ante el dinero; y zahiere a los esclavos que no muestran sumisión a los clientes pobres. Sin embargo, como veremos en la sátira siguiente, Juvenal estima la dignidad personal del esclavo.
Se horroriza ante el espectáculo de la degradación, del rebajamiento del hombre: abomina de esas cenas en que el pobre es menospreciado. El rico goza viendo al pobre aprisionado en los lazos de sus caudales. Y el pobre es un indigno si lo soporta (I,V).
Idea muy importante es: el sentido de humillación de la pobreza; al pobre nadie le atiende; es más objeto de escarnio:
Nil habet infelix paupertas durius in se
quam quod ridiculos homines facit (III, 152-3)42.
Y antes ha descrito al pobre con la toga sucia y desgarrada, con los costurones de los zapatos, mostrando el bramante y dejando, a pesar de todo, patente la carne. Por eso el pobre no tiene derecho ni a la estima de los dioses; es simplemente un ser que no importa. Y que no se atreve a dirigirse al potentado (V). Hay dos especies de dignidades: la dignidad interior, que debería impedir al hambriento humillarse a sufrir las burlas del poderoso en sus cenas, y la dignidad exterior, la que aprecian los hombres, que se muestra en el vestido, y ésta ni la tiene ni puede tenerla el pobre. Ahora bien, los cristianos han inventado la pobreza digna, la pobreza del pobre bien vestido -pero claro, inmediatamente, exigen un número de prendas suficientes, o una preocupación por el vestido, que es incompatible con la dedicación seria a algo útil, a algo humano-. La anécdota de Adenauer, leída en un períodico atrasado, en el mismo periódico que me sirve de cenicero supletorio. Una vez, narra el periodista, en los días apretados de la posguerra, unas señoras caritativas fueron a visitar a Adenauer, para pedirle ropa usada. Una de ellas, más atrevida, osó lanzarle una insinuación directa y apremiante: podría darnos por ejemplo, ese traje viejo que tiene Vd. para estar en casa. Y el futuro canciller: pero señora, y si les doy este traje usado que tengo para estar en casa, ¿qué me voy a poner mañana para salir a la calle? Hay este repertorio de lugares comunes, que ayer señalaba, y que retrasan inevitablemente la verdadera promoción humana, desviando los conatos por sendas infrahumanas; quiero decir diabólicas, pues toda esta sed de dignidad, de oro, de comodidad, es, a la postre, ansia de vanidad y miedo a la opinión del vulgo. Y todo ello es meramente diabólico, como es uno de los más resistentes obstáculos a nuestra respuesta a Dios. Pero los cristianos, que tienen menos sentido moral que el pagano Juvenal, alientan tales extravíos, y aprueban los pretextos de una mujer que no dispone de tiempo para orar, ni de dinero para dar limosna, o hacer ejercicios, pero puede, en cambio, emplear abundancia de ambas cosas en seguir la necia moda de las otras mujeres, tan vacías como ella. Y lo que es peor, como sus directores, sus confesores, sus consejeros, particulares o públicos, que aseguran seriamente que hay que ir como todo el mundo, que tenemos que vivir con los demás, y sumergirnos hasta la nuca, en el río de la inefable tontería humana, para que nos penetre bien.
No hay más que hojear los libros de piedad, o como quieran llamarse, porque la palabra no está de moda, para encontrar a poco, buen número de páginas tontaínas aprobando lo que debería rechazarse con la más severa repulsa, o a lo más, mantenernos en secreto y doloroso silencio, si pensamos que de momento, por razones tácticas, vale más arremeter en otros frentes.
Otro de los escolios de capital importancia es señalar, una vez más, lo que suelo llamar la constante humana. Casi todas las sátiras leídas, sin más que mudar unas palabras, y suprimir como costumbre organizada la institución de la espórtula, podrían aplicarse a nuestros tiempos. Las quejas del fisco, la vanidad, la lujuria, los peligros de la ciudad, la vanidad poética, la estulticia de los recitales... No veo cosa que hubiera de variar. Lo cual vuelve a plantear el tema de la eficacia del cristianismo, que habré de desarrollar, a su de debido tiempo, con amplitud; una vez que haya consumado la lectura de todos los poetas latinos de la época.
Día 13 de julio de 1967
Anoché llegué de Murcia. Un viaje en “taxi pirata”, con dos hermanos maristas y una pareja, hombre y mujer, al parecer hermanos, pues el varón iba con un niño en busca de su esposa a León. Un viaje medianamente apetecible, al menos limpio, al menos rápido. Pude leerme todo el libro de Maritain sobre América –Norteamérica– cuyos subrayados completé en un bar madrileño. En otro, preparé dos sátiras de Juvenal, listas ya para el comentario. Compré una literatura latina de Bayet, cuyo aspecto es excitante. Al levantarme, después de forrarla, he leído el capítulo dedicado a Juvenal. Muy plausible. Espero que me ayude poderosamente a penetrar la mente latina. En Bucholz también adquirí las fábulas de Fedro, texto exclusivamente latino, en edición escolar, pero completa. Me parece suficiente, pues el lenguaje es muy fácil. En Espasa-Calpe me hice con la obra de Eliot “Criticar al crítico”, para poder prestarla o regalarla. Igualmente me traje la novela de Benda “La ordenación”, causa de las disenciones entre Peguy –que la publicó en sus “cuadernos quincenales”– y Maritain que la devolvió, por estimarla “algo sacrílega”. Efectivamente, incluye ciertas alusiones a Cristo muy poco respetuosas. La leí entera anoche en la cama. Sin embargo, me interesó poderosamente. A mi juicio, su valor como novela es más bien bajo; contiene el mínimo de trama de acción, de psicología expuesta artísticamente, para que pueda llamarse novela. Pero en cambio, la idea es atrayente. El problema del intelectual, enamorado de las ideas, apasionado por la construcción de su ordenado sistema, claro y definitivo, y la llamada personal, afectiva, hacia la mujer y el hijo. Un análisis muy discutible, pero con atisbos laudables, acerca del amor, la piedad, el orgullo, en la primera parte en que se narran las relaciones –adúlteras– entre el protagonista y Magdalena. Una segunda parte, en que ya casado, siente la escisión entre el amor a su mujer –y el sentimiento de sus deberes de esposo y padre– y la pasión intelectual. El resultado es una afirmación rotunda de la incompatibilidad. Es más ensayo psicológico que novela; aunque no veo dificultad en que un tratado se exponga parabólicamente. Lo leí de un tirón, embebido. No es largo, desde luego.
Y ahora otra vez aquí, en mi cuarto, con mi mesa, mi cama dura, mi crucifijo, mi Asunción y mi retrato de Eliot. Con mis diccionarios y mis libros, y todo ello limitado por el teléfono, que es el símbolo de la interrupción. Los días de Murcia me han intensificado la sensación de lejanía. Aquellos muchachos, todos tan ávidos de limpieza, pero provocando la náusea continua de mi estómago, con la visión de sus pies descalzos. Esa ansia de quitarse ropa, de mostrarse como son –también ellos– por el terror a sudar, a sufrir un poco de la cálida temperatura de la época. Y luego sus teorías. Y después Madrid, lo mismo; las gentes desnudas por las calles, desnudas en sus cuerpos, desnudas en su amor, porque los jóvenes siguen abrazados por todas partes. Las discusiones sobre mi propia vestimenta; el encuentro con los dos subdiáconos onubenses, tan simpáticos, que me invitaron a comer, pero me impidieron leer un poco más –podría haber casi terminado, el libro de Felipe de la Trinidad sobre la Redención, que compré no sé donde, y que completa mis iniciados estudios sobre el tema. Ambos de paisano, y allí los tres, en un café, con sendas tazas de café con leche– que, para acabarlo de arreglar, llaman cortado, porque estos imbéciles