El mundo en que vivimos. Anthony Trollope

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El mundo en que vivimos - Anthony Trollope

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su diario, le recibiré con mi mejor sonrisa.

      Sinceramente suya,

      Matilda Carbury

      Lady Carbury, después de terminar su tercera carta, se recostó en su silla y por un instante o dos cerró los ojos, como si se dispusiera a descansar. Pero pronto recordó que la actividad de su vida no le permitía ningún momento de reposo y por lo tanto, tomó de nuevo la pluma y empezó a redactar más cartas.

      Capítulo 2

       La familia Carbury

      

      El lector habrá deducido ya ciertos rasgos del carácter y la situación de lady Carbury, a través de las cartas proporcionadas en el anterior capítulo, pero es menester añadir más datos. Afirma ser objeto de terribles calumnias, pero al mismo tiempo salta a la vista que no siempre se puede confiar en las declaraciones que hace sobre su persona. Dice también que el propósito de su labor literaria es atender las necesidades de su progenie, y que es el noble objetivo que la impulsa a seguir una carrera en el campo de la Literatura. Pese a lo detestablemente falsas que resultan las cartas a los editores, al sistema absoluta y abominablemente rastrero que emplea para alcanzar el éxito de su obra, tan lejos del honor y la honestidad como la han llevado su servilismo y disposición a arrastrarse para tal fin, hay que reconocer que sus afirmaciones son esencialmente verdaderas. La habían maltratado. La habían calumniado. Era leal para con sus hijos, a los que adoraba, y estaba dispuesta a arrancarse las uñas trabajando si con ello lograba protegerlos y darles una vida mejor.

      Lady Carbury era la viuda de sir Patrick Carbury, que antaño había sido un famoso soldado en India, donde había destacado por su valor, y en el interín había ganado su título. En su madurez, se había casado con una mujer joven, y al descubrir demasiado tarde su error, alternativamente la había tratado mal y la había mimado excesivamente; ambos extremos, en abundancia. Entre los defectos de lady Carbury nunca se había manifestado, ni incipientemente, ni siquiera en espíritu, la tentación de ser infiel a su marido. Cuando era una muchacha encantadora, de dieciocho años y sin un centavo, había aceptado casarse con un hombre de cuarenta y cuatro que tenía a su disposición una pequeña fortuna. Al tomar esa decisión, había abandonado toda esperanza de conocer el amor que los poetas describen y que los jóvenes desean experimentar. Cuando se casó, sir Patrick tenía la cara arrebolada, era robusto, calvo, muy dado a la cólera, generoso con su dinero, de temperamento desconfiado, e inteligente. Sabía cómo gobernar a los hombres. Sabía leer y comprender un libro. No era mezquino, y contaba con cualidades atractivas. Era un hombre al que se podía querer, pero no estaba hecho para el amor. La joven lady Carbury comprendió cuál era su posición, y decidió cumplir con su deber desde el primer día. Antes de caminar hacia el altar, ya había decidido que jamás se permitiría flirtear después de casarse, y así había sido. Durante quince años, las cosas habían ido razonablemente bien; es decir, que lady Carbury había soportado su vida con entereza y hasta cierta satisfacción. Cada tres o cuatro años viajaban a Inglaterra, y cada vez sir Patrick obtenía un cargo mejor. A lo largo de quince años, aunque había sido apasionado, imperioso y a menudo cruel, jamás había sido celoso. Habían sido padres de una niña y un niño, y los habían mimado en exceso; la madre, según sus propias palabras, trataba de educarlos en las mejores condiciones. Sin embargo, puesto que desde el principio de su vida la habían educado en el engaño, también en su vida de casada lo había puesto en práctica. Su madre había dejado a su padre, y lady Carbury había vivido una infancia nómada, de un protector a otro, a veces en peligro de desear importarle a alguien, hasta que la dificultad de su posición la había convertido en la persona que hoy era: dura, incrédula y poco fiable. Pero era lista, y se había hecho con modales y buena educación durante esa infancia; y también era atractiva.

      Su ambición se había concentrado en casarse y ser dueña de su propio dinero, cumplir con su deber, vivir en una casa grande y que los demás la respetasen. Así, durante los primeros quince años de su vida de casada había tenido éxito, en medio de grandes dificultades. Sonreía a los cinco minutos de escuchar malas palabras, y cuando su esposo la golpeaba, se esforzaba denodadamente por ocultárselo al mundo entero. En el último tramo de su vida, sir Patrick se dio excesivamente a la bebida. Lady Carbury se esforzó primero por apartarle de ese camino, y luego simplemente ocultaba los efectos perniciosos de la afición de su marido. Y en el interín, mentía, manipulaba y vivía inmersa en la mendacidad. Finalmente, cuando ya no se sentía una mujer joven, se permitió establecer amistades para su propio disfrute, y entre dichas relaciones había un hombre. Si la fidelidad de una esposa es compatible con una amistad íntima, si para una mujer el matrimonio no exige el rechazo total de las relaciones con los demás hombres, excepto con su marido, entonces lady Carbury fue una esposa fiel. Pero sir Carbury se volvió celoso, dijo cosas que ni siquiera lady Carbury pudo soportar, hizo otras que la empujaron más allá del cálculo prudente que había presidido su vida, y por fin le dejó. Aun así, lo hizo tan precavidamente que, a cada paso que daba, podía demostrar cuán inocente era. Esa etapa de su vida importa poco a nuestra historia, excepto que al lector debe quedarle claro un hecho esencial: lady Carbury fue víctima de una calumnia. Durante un mes o dos, los amigos de su esposo no cejaron, arrastrando su reputación por los suelos, e incluso el propio sir Patrick se unió al coro. Pero gradualmente, la verdad salió a relucir, y tras un año de separación, volvió a convivir bajo el mismo techo con él, y fue la señora de la casa hasta la muerte de su marido. Le acompañó de regreso a la patria, pero durante el breve período en que se mantuvo alejada de él, sir Patrick se convirtió en un inválido cansado y moribundo. El escándalo la persiguió hasta Inglaterra, y había gente que jamás se cansaba de recordar que durante su vida de casada, lady Carbury se había separado de su marido, y que este la había aceptado graciosamente de nuevo, cuando volvió arrepentida, porque tenía un corazón de oro.

      Sir Patrick dejó una herencia moderada; no era ninguna fortuna. A su hijo, ahora sir Felix Carbury, le legó mil libras al año, y la misma cantidad para su viuda, con la provisión de que después de la muerte de esta, la cantidad se dividiría entre los dos vástagos que dejaría atrás. Así pues, el joven, que ya se había alistado en el ejército cuando su padre falleció, y que no tenía la menor necesidad de mantener una residencia pues de hecho pasaba largas temporadas en casa de su propia madre, poseía el mismo nivel de ingresos que el de su madre y hermana, con el que estas tenían que además pagar los gastos de un techo sobre sus cabezas. Lady Carbury, cuando quedó viuda a los cuarenta años, no tenía la menor intención de vivir el resto de su vida en la estrechez habitualmente asociada a la viudedad. Hasta ahora se había esforzado por cumplir con su deber, sabedora de que al hacerlo aceptaba lo bueno y lo malo de dicha posición. Sin duda, hasta ahora había experimentado el lado menos feliz de su deber: castigada, vigilada, pegada e insultada por un anciano colérico hasta que se vio obligada a huir de su propia casa. Luego, tuvo que humillarse para que la acogiera de vuelta, como un favor, con la seguridad de que su nombre quedaría manchado para siempre, injustamente, y que su marido le reprocharía su escapada constantemente, hasta el último día. Y finalmente, durante uno o dos años, vivió convertida en la enfermera de un libertino moribundo: había pagado un alto precio por las cosas buenas que había disfrutado hasta entonces. Ahora, después de las penas, llegaba la tranquilidad, su recompensa, su libertad, su oportunidad de ser feliz. Pensó mucho en sí misma y tomó una o dos decisiones. El tiempo del amor había pasado de largo, y no pretendía perseguirlo. Tampoco volvería a casarse por conveniencia. Pero sí tendría amigos, amigos de verdad, que pudieran ayudarla, y a los que ella también prestaría su apoyo. Se labraría una carrera, un futuro profesional, para cultivar una actividad interesante. Viviría en Londres, y allí se haría un nombre, en alguno de los múltiples círculos de la gran ciudad. Más por accidente que por elección, había terminado en el mundillo literario, pero durante los últimos dos años, había confirmado y corroborado el accidente debido a su deseo de ganar dinero. Desde el principio fue consciente de que tendría que administrar su renta, no solo porque presentía que con mil libras al año,

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