El mundo en que vivimos. Anthony Trollope
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Y ahora, dediquemos unas pocas palabras a Henrietta Carbury. Por supuesto, era infinitamente menos importante que su hermano, que era un barón, cabeza de la rama de los Carbury, y el preferido de su madre. Por eso, bastarán unas pocas palabras. También era una joven encantadora, muy parecida a su hermano, pero de facciones menos regulares y piel menos oscura. En su expresión, se leía esa dulzura que parece implicar que toda consideración del bienestar de uno mismo está supeditada al de los demás. Era una característica que su hermano no poseía, y el rostro de Henrietta era el fiel reflejo de su carácter. De nuevo, ¿cómo desentrañar el motivo por el cual, con la misma educación recibida por parte de su madre, ambos hermanos eran tan distintos entre sí? ¿Habrían salido de otra manera, si les hubieran apartado de la compañía de su familia, o las virtudes de la joven se debían a que, precisamente, sus padres no la habían mimado como a su hermano? En cualquier caso, ni los títulos, ni el dinero ni las tentaciones del gran mundo habían estropeado el carácter de Henrietta Carbury. Tenía en ese momento apenas veintiún años recién cumplidos, y no había frecuentado la sociedad londinense. Su madre no solía asistir a bailes ni cenas, y durante los dos últimos años la necesidad de ahorrar las había forzado a restringir el dispendio en guantes y vestidos de gala. Por supuesto, sir Felix sí que salía, pero Hetta Carbury se pasaba casi todo el tiempo haciendo compañía a su madre, en la calle Welbeck. Ocasionalmente, el mundo la veía, y cuando eso sucedía la declaraba una chica encantadora. Y de momento, el mundo tenía razón.
Pero para Henrietta Carbury, el romance de la vida ya había empezado, y con vívidas emociones. La rama principal de los Carbury, ahora representada por Roger Carbury, de la casa Carbury, entrará pronto en la historia y hablaremos abundantemente de ella; baste decir que Roger Carbury estaba apasionadamente enamorado de su prima Henrietta; aunque rozaba los cuarenta años de edad. Y entre tanto, Henrietta había conocido a un tal Paul Montague.
Capítulo 3
El club Beargarden
La casa de lady Carbury en la calle Welbeck era modesta, sin pretensiones de llegar a mansión, ni siquiera a residencia; pero como su dueña tenía algo de dinero cuando la adquirió, la había convertido en un hogar agradable y bonito, y se sentía orgullosa de poseer, a pesar de la dificultad de su posición económica, un entorno cómodo para recibir a los amigos de su círculo literario que la visitaban los martes. Allí vivía aún, con sus dos hijos. La salita posterior estaba separada del resto del salón por unas puertas que siempre permanecían cerradas, y allí trabajaba lady Carbury. Era allí donde escribía sus obras y esbozaba su plan para atraer la buena voluntad de los dueños de periódicos y de la crítica literaria. En ese rincón raras veces la molestaba su hija, y no recibía visitantes, exceptuando editores y críticos. Pero como su hijo no estaba sometido a ninguna ley doméstica, interrumpía su privacidad sin el más mínimo remordimiento. Apenas había terminado de pergeñar dos notas a toda velocidad, después de terminar su carta al señor Ferdinand Alf, cuando Felix entró en la salita con un cigarro en los labios y se dejó caer en el sofá.
—Querido mío —dijo su madre—, haz el favor de prescindir del tabaco cuando entres aquí.
—Qué cansancio, madre —dijo él, arrojando sin embargo el objeto a la chimenea—. Algunas mujeres juran que les gusta el tabaco, y otras que no lo soportan. Depende solamente de si desean halagar o insultar al caballero.
—¿No insinuarás que pretendo insultarte?
—A fe mía que no lo sé. Pero, ¿puedes prestarme veinte libras?
—¡Querido Felix!
—Claro que sí, madre. Pero, ¿qué hay de las veinte libras?
—¿Para qué las quieres?
—Bueno, la verdad es que solamente para tenerlas, al menos hasta que salga algo mejor. Uno no puede vivir sin dinero en el bolsillo. Puedo sobrevivir con muy poco, como la mayoría. No pago nada, si puedo evitarlo. Hasta voy al barbero a crédito, y mientras fue posible, tuve una berlina para ahorrar en taxis.
—Oh, Felix. ¿Es que nunca terminará?
—Nunca supe ver el final de nada, madre. Jamás fui capaz de azuzar el caballo cuando los perros estaban siguiendo el rastro de la presa. No dejé pasar un plato que me gustaba, pensando en los que venían después que me gustaban aún más. ¿De qué serviría?
El joven no dijo carpe diem, pero sin duda era el espíritu de su filosofía.
—¿Has ido a casa de los Melmotte hoy?
Eran las cinco de una tarde invierno, la hora en que las damas beben su té, los hombres ociosos se dedican a jugar al whist en el club, y a los jóvenes ociosos se les permite flirtear, a veces. Lady Carbury pensó que su hijo podría haber dedicado la tarde a cortejar a Marie Melmotte, la insigne heredera.
—Vengo de allí.
—¿Y qué piensas de ella?
—Para ser sincero, madre, pienso muy poco en ella. No es bonita ni tampoco fea. No es lista, ni estúpida. Ni una santa, ni una pecadora.
—Entonces será una buena esposa, ¿no?
—Tal vez. En cualquier caso, estoy dispuesto a creer que será lo bastante buena esposa para mí.
—¿Qué dice su madre?
—Es todo prudencia. Se me ocurre que aun si me caso con la hija, nunca sabré de dónde procede la madre. Dolly Longestaffe dice que es una judía bohemia, pero creo que es demasiado gorda como para eso.
—¿Y eso importa, Felix?
—En lo más mínimo.
—¿Es educada contigo?
—Sí, lo es.
—¿Y el padre?
—Bueno,