El mundo en que vivimos. Anthony Trollope
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—¿Y por qué no tú?
—En efecto, ¿por qué no? Hago lo que puedo, y nunca dio buenos resultados azotar un caballo. ¿Me prestas las veinte libras?
—Felix, creo que no eres conscientes de lo pobres que somos. ¡Aún tienes tus animales!
—Si te refieres a ellos, sí, aún poseo dos caballos, y no he pagado ni un chelín por el alquiler de sus establos y su mantenimiento desde que empezó la temporada. Mira, madre: es un juego arriesgado, pero estoy jugando según tus consejos. Si logro casarme con la señorita Melmotte, todo terminará bien. Pero no creo que para ello tenga que arrojarlo todo por la borda y que el mundo se entere que no tengo un centavo. Para alcanzar sus objetivos, un hombre tiene que llevar la vida que desea. Apenas salgo de caza, pero si vendo mis caballos, tendré que contarles a un buen puñado de tipos en la plaza Grosvenor por qué lo hice.
Este argumento presentaba una verdad plausible, que la pobre mujer era incapaz de contradecir. Antes de que terminara la entrevista, el dinero solicitado llegó a los bolsillos de Felix, aunque en ese momento lady Carbury apenas podía permitírselo. Sin embargo, el joven desapareció con el corazón ligero y dinero en las manos, sin prestar atención a las súplicas de su madre para que su relación con Marie Melmotte llegara a un presto y feliz final.
Cuando dejó a su madre, Felix se dirigió al único club al que ahora pertenecía. Los clubes para caballeros eran lugares agradables, exceptuando por una cosa. Para ser miembro, había que poseer dinero o peor aún, abonar cuotas anuales y por ende, poseer dinero por anticipado; por eso, el joven barón se había visto obligado a contenerse. De hecho, de entre todos los clubes a los que podía acceder, escogió el peor. Era el Beargarden, y recientemente había abierto sus puertas con la expresa filosofía de combinar parsimonia con dilapidación. Según algunos jóvenes parsimoniosos y despilfarradores, los clubs se arruinaban porque ofrecían comodidad a viejos clientes que pagan poco o nada excepto sus cuotas, y con su mera presencia consumían tres veces más de lo que el club ingresaba. El Beargarden no abría hasta las tres de la tarde, porque antes de esa hora los dueños presumían que los clientes no necesitarían ningún club. No había periódicos de la mañana, no había biblioteca ni tampoco sala de desayuno. El Beargarden solamente ofrecía salones para cenar, sala de billar y salas de juego. Había un único proveedor, de modo que el club se aseguraba de que solamente le estafaba un comerciante. Todo era lujoso, pero los lujos tenían que salir bien de precio. Era una buena idea, y se decía que el club prosperaba. Herr Vossner, el proveedor, era una joya y lo supervisaba todo para que no hubiera incidentes. Hasta colaboraba en la delicada y difícil tarea del pago de las deudas de juego, y se comportaba con gran cariño y galantería con los que firmaban cheques cuyos banqueros habían declarado que no tenían fondos. Herr Vossner era una joya, y el Beargarden un éxito. Y probablemente, ningún joven londinense disfrutaba tanto del Beargarden como sir Felix Carbury. El club se encontraba cerca de otros establecimientos del mismo tipo, en una callecita justo después de girar por la calle de Saint James, y se enorgullecía de su exterior sobrio y tranquilo. ¿Para qué gastar dinero en una fachada? ¿Por qué invertir en columnas de mármol y cornisas, que no se podían ni comer, ni beber, ni apostar a las cartas? Eso sí, el Beargarden hacía gala de los mejores vinos —o eso decía— y los sillones más cómodos, y dos mesas de billar que era lo más perfecto que jamás se había erigido sobre cuatro patas de madera. Allí se dirigió sir Felix esa tarde de enero tan pronto como obtuvo de su madre un cheque por valor de veinte libras.
Se encontró con su amigo, Dolly Longestaffe, de pie en las escaleras con un cigarro entre los labios, mirando distraído a la aburrida casa de ladrillos grises frente al club.
—¿Vas a cenar, Dolly? —preguntó Felix.
—Supongo que sí, porque cualquier otra cosa sería una complicación endemoniada. Sé que estoy invitado a otra parte, pero no tengo ganas de ir a casa a cambiarme. ¡Ay, madre! No sé cómo lo hacen los demás, de verdad que no.
—¿Irás de caza mañana?
—Bueno, sí; aunque no lo sé, la verdad. Quería salir de caza la semana pasada, cada día, pero mi criado nunca me despertaba a tiempo. No entiendo por qué demonios hay que ir a cazar de buena mañana. ¿Por qué no a las dos o las tres de la tarde, para que no tengamos que despertarnos en medio de la noche?
—Porque no se puede ir de caza a la luz de la luna, Dolly.
—A las tres de la madrugada no hay luna. Bueno, de todos modos no logro llegar a la plaza Euston a las nueve de la mañana. Ni tampoco creo que a mi criado le guste levantarse tan pronto. Dice que lo hace, que entra en mi cuarto y me despierta, pero yo no me acuerdo.
—¿Cuántos caballos tienes en Leighton, Dolly?
—¿Cuántos? Creo que cinco, pero el tipo que los cuida vendió uno, y luego compró otro. Sé que hizo algo.
—¿Quién los monta?
—Él, supongo. Bueno, y yo, claro está, pero no voy mucho por ahí. Alguien me dijo que Grasslough montó a dos la semana pasada. No recuerdo haberle dado permiso. Creo que sobornó a mi cuidador; y me parece una maldita bajeza. Se lo preguntaría, pero sé que me dirá que le di permiso. Bueno, quizá lo hice cuando andaba borracho.
—Pero si tú y Grasslough nunca habéis ido de juerga juntos.
—No me cae nada bien. Se da muchos aires porque es un lord, y tiene una naturaleza ladina. No sé por qué quiere montar mis caballos.
—Para no tener que gastar dinero.
—Pero si no tiene problemas. ¿Por qué no tiene caballos propios? Te diré lo que he decidido, Carbury, vaya que sí, y por Jorge que me atendré a ello. Jamás pienso prestarle uno de mis caballos a nadie más. Si alguien quiere un caballo que se lo compre.
—Pero hay gente que no tiene dinero, Dolly.
—Pues que se espabilen. Yo aún no he pagado los míos esta temporada. Llegó un tipo aquí ayer…
—¡No! ¿Aquí, en el club?
—Sí. Me siguió y dijo que quería que le pagara no sé qué. Creo que se trataba de los caballos, por los pantalones que llevaba.
—¿Y qué le dijiste?
—¿Yo? Nada.
—¿Cómo terminó la cosa?
—Cuando acabó de hablar, le ofrecí un cigarro y mientras lo encendía me fui para arriba. Supongo que se largó cuando se cansó de esperar.
—Mira, Dolly: ojalá me dejaras montar dos de tus caballos durante un par de días. Eso sí, mientras no vayas tú, claro está. Ahora no tienes problemas de dinero.
—No, no los tengo —dijo Dolly, con aquiescencia melancólica.
—Quiero decir que no me gustaría tomar prestados tus caballos sin que tú te acuerdes. Nadie sabe mejor que tú lo mal que lo estoy pasando. Sé que las cosas cambiarán, pero mientras tanto, es muy duro. No le pediría este favor a nadie más, solamente a ti.
—Bueno, puedes montarlos durante dos días. No sé si mi cuidador te creerá. No creyó a Grasslough, y se lo dijo. Pero Grasslough fue y sacó a los caballos del establo, y se quedó tan ancho. Eso me contaron.
—Podrías