La vida digital de los medios y la comunicación. Martín Becerra

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Castells. El carácter masivo de las industrias culturales tradicionales es reconfigurado por redes individualizadas que son masivas en cuanto a su extensión pero cuyos contenidos son customizados a través de contactos y, sobre todo, de los algoritmos definidos por las empresas propietarias de dichas plataformas.

      Lecturas polarizadas de la crisis

      El presente es más aciago para las empresas periodísticas de países de la periferia que no cuentan con el capital ni con las audiencias globales del The New York Times, The Washington Post, The Guardian o The Financial Times. Como la profundización de la crisis de los medios en la Argentina coincidió en términos generales con el fin del segundo gobierno de Cristina Fernández de Kirchner y el inicio del mandato de Mauricio Macri, durante el primer año (2016) de su gestión la interpretación de la responsabilidad del cierre de medios de comunicación se acomodó a la polarización de la agenda política.

      Así, editores y columnistas afines al gobierno de Macri difundían la hipótesis de que la crisis era el último estertor de la errática, discrecional e hiperdiscursiva inmersión del gobierno kirchnerista en las comunicaciones, lo cual tenía el atractivo de lo (muy) simple y fácilmente compartible. Ejemplos como el vaciamiento del Grupo Veintitrés (de Sergio Szpolski y Matías Garfunkel) eran referencia obligada y reiterada para aludir a las políticas de la anterior administración.

      El inconveniente de la explicación es que se trataba de una coartada falsa, como se demostró durante todo el año siguiente (2017), cuando grupos empresariales que predicaron a favor del ciclo macrista con el mismo fervor militante con el que otros grupos comprometidos en sus finanzas lo habían hecho con el gobierno kirchnerista, cerraron empresas como La Razón, la Agencia DyN (Diarios y Noticias) e incluso el propio gobierno encabezó los despidos en el sector al impulsar el desmonte de la agencia estatal de noticias Télam (y que la Justicia ordenó a mediados de 2019 la reincorporación de todos los trabajadores) y la reducción significativa de personal en Canal 7 y en las señales audiovisuales Encuentro, PakaPaka y DeporTV.

      Dado el sesgo de la explicación anterior, hay quienes, en cambio, amplían la mirada para aludir a un fenómeno que no solo desborda al kirchnerismo y a los usos que el macrismo realiza de su herencia, sino que supera con creces las fronteras del país y de la región. La escena, que es catastrófica a nivel planetario para la institucionalidad mediática, opera con el poder contundente de la naturalización e impide percibir qué hay de específico en el caso argentino.

      El cierre de medios no conoce fronteras y, en particular, afecta a los de escala local, produciendo así una desertificación del espacio informativo en localidades medianas y pequeñas que impacta en su diversidad cultural y en su cultura democrática porque se reducen las perspectivas de análisis e interpretación de la realidad circundante que permiten a la ciudadanía expresar puntos de vista, contrastarlos y luego elaborar sus propias síntesis.

      Sí, la crisis es global. La digitalización progresiva de todas las actividades productivas, proceso que desborda a los medios de comunicación y que tiene efectos directos en la estructuración social, económica, cultural y política del mundo contemporáneo, fue también la ruina de la edad dorada de los grandes medios. La intermediación de gigantes digitales globales como Google y Facebook afectó el funcionamiento de la cadena productiva de la información y el entretenimiento quitándoles a las industrias de medios el control no solo de la organización de los contenidos que producen sino, también, de su distribución, exhibición y comercialización. Es decir, que los intermediarios digitales, caracterizados desde los medios como depredadores que parasitan los contenidos creados por estos, lograron insertarse como molestos eslabones estratégicos del ecosistema de contenidos capturando así porciones crecientes de la renta del sector.

      Además, como complemento fatídico, las audiencias continúan su migración hacia otras pantallas o propuestas. La fuga, más lenta de lo que se vaticinó, desplaza a los usuarios y consumidores desde lógicas programadas y editadas (radio, televisión, diarios y revistas) hacia ofertas desprogramadas que disuelven el control que otrora ejercían los medios en toda la cadena productiva de los contenidos masivos.

      Los efectos de la crisis a nivel global son múltiples según se observe la economía del sector, su infraestructura y soportes tecnológicos, sus usos, aplicaciones y significaciones sociales, su contenido cultural, sus formatos y orientaciones, las políticas públicas de cada país y su sistema de protección a las actividades culturales y noticiosas, las rutinas productivas que involucra y el tendal de despedidos que, a su vez, produce un salvaje disciplinamiento de quienes aún conservan su trabajo, lo que coloca el interrogante sobre la capacidad de articulación y respuesta de los sindicatos ante la actual etapa. Hay ya una biblioteca dedicada a la crisis de los medios, pero uno de sus indicadores más elocuentes hoy es la metamorfosis del Grupo Clarín, que tras ser creado en 1945 como diario y convertirse en multimedios en las décadas de 1980 y 1990, en la actualidad celebra su mutación como operador de telecomunicaciones gracias a la fusión entre Cablevisión y Telecom, convenientemente lubricada con decretos y resoluciones del gobierno nacional.

      Por cierto, antes de la irrupción de la era digital los medios tenían competidores en su labor de troquelado de la agenda pública, por lo que sería inexacto asignarles omnipotencia. Otras instituciones (políticas, sindicales, religiosas, educativas, deportivas) disputaban las jerarquías, los enfoques y las atribuciones asignadas a temas y personas protagonistas de la programación de los medios. Estos, además, debían negociar sus prioridades con el humor social para que los llamados atajos cognitivos con los que actuaban sobre valores y encuadres sintonizaran con las tendencias generales de una sociedad pues, a la inversa, sus mensajes caerían en la indiferencia. Esa negociación con el humor y con los valores sociales –humor y valores condicionados, desde luego, por una alfabetización que tenía y en cierta medida sigue teniendo a los medios y al resto de las instituciones como artífices– es una de las sustancias irremplazables que nutren de predicamento a la actuación de los medios, la alquimia que el registro coloquial alude como “el poder de los medios”.

      La escena digital expresa una doble derrota para planificar desde los medios esa negociación cotidiana con otras instituciones y con el humor y valores sociales en el troquelado de la agenda pública: por un lado, el quiebre de su monopolio en la distribución, exhibición y comercialización de contenidos es percibido por otros actores (como gobiernos y empresas) como una oportunidad para desintermediar sus mensajes y dirigirse directamente a sus interlocutores sin pagar el peaje (simbólico y económico) para usar como plataforma de comunicación a los medios; por otro lado, la irrupción de intermediarios de Internet como Google y Facebook erosiona la capacidad de los medios para medir la temperatura del humor social, las tendencias y gustos cambiantes de los diferentes grupos, así como para interpretar las razones mutantes de la agregación y desagregación de las audiencias.

      Cierto es que el ecosistema digital tiene todavía un puente de oro hacia el sistema de medios, ya que es adicto a los contenidos. Y tanto los medios como el entramado de industrias culturales siguen siendo los principales (no únicos) polos abastecedores de los contenidos que son luego distribuidos y también reorganizados por los intermediarios de Internet. “El contenido es rey” es una consigna que tiene validez incluso sobre el cierre de la segunda década del siglo XXI. Pero el rey ya no está solo, su corona luce oxidada y sus dominios se encogen. La reina es el contexto, como dijo Julieta Shama (Facebook), en una charla organizada por el Centro de Estudios sobre Medios y Sociedad en Argentina (MESO) en 2017. Shama se refería a que el contenido no gobierna en soledad; su reinado no puede pensarse sin el contexto. Y las variables de ese contexto están definidas, de modo creciente, por los intermediarios digitales. El rey debe, pues, ceder sus pretensiones en función de las determinaciones del contexto.

      El fastidio que provoca en los medios tradicionales la intervención de Google y Facebook suele obturar la comprensión de las diferencias entre ambos gigantes globales: mientras

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