Sangre en Atarazanas. Francisco Madrid
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Xato Pintó se ha bebido toda la sibeca y se marcha otra vez a ver cómo juegan al burro.
Una noche en una casa de dormir
Cuando ha terminado el Xato Pintó su charla, le dejamos y salimos al patio de La Mina, la puerta del barrio chino. Ya estamos en el famoso patio que se llena de mendigos al anochecer.
... Son las siete de la tarde y me he vestido con un traje de mecánico que me ha prestado un electricista. Entro en la casa de dormir que antes fue albergue municipal. Me acerco al registro. El registro es un libro mayor colocado sobre una mesa rústica, detrás del cual está un muchacho menudo y rubio vestido con una camiseta sucia y un pantalón de pana.
–Quiero una cama.
–¿Cómo se llama usted? –pregunta.
–¿Yo? Pedro Sánchez Ramírez.
–¿De dónde es usted?
–De Murcia –contesto.
–¿Cuántos años tiene?
–Veinte.
–¿Qué oficio?
–Mecánico.
–Son sesenta céntimos...
–¿Me quiere usted dar un cartón...?
Pago los sesenta céntimos y me dan un ticket que me sirve para entrar cuando quiera ir a dormir. Son las siete de la tarde y volveré a las once... Entro a esa hora, entrego al del registro el pedazo de cartón que me dieron sucio y negro y paso a ocupar mi cama: la 52. En la puerta del establecimiento dice: “Casa de dormir. Bonitos salones”. Letras negras sobre un fondo recién enjalbegado. Las paredes del albergue son blancas y bastante limpias. La sala es enorme. Yo no tengo un sentido proporcional de las cosas. Me pasa lo mismo para medir una distancia que para tributar un elogio. A veces lleno de elogios que no merece a una persona, nada más que porque me ha sido simpática. Otras ataco a un enemigo cualquiera sañuda e injustamente. No sé, pues, si la sala tiene cincuenta metros o veinticinco. Sólo sé que es enorme y que tiene capacidad para ciento cuarenta y cuatro camas. Esta sala, la casa entera, fue, hace algunos años, una fábrica de hilados. El municipio la convirtió en un albergue municipal. Les fue mal el negocio, y ahora el dueño se saca limpios de todo gravamen unos dieciocho o veinte duros diarios. Para toda esta gran sala sólo hay una bombilla eléctrica de cinco bujías. La obscuridad domina más que la luz. A mí me ha tocado estar junto a una enorme columna de piedra. Las camas son de lo más sencillo que existe. Un camastro, sin respaldo; una colchoneta de paja o de hojas de panoja, una sábana interior, una manta roja y otra sábana. En verano la manta roja desaparece. No se permite fumar. Ya lo dice un cartel: “El que fume irá a la calle”. Más contundente no puede ser. Entro procurando que no se note mi ignorancia en las maneras y mi repugnancia. Cuando entré, mi sensibilidad quedó en la puerta. Junto a mí, a un metro de distancia, duerme completamente desnudo, con las reliquias del sexo al aire, con unos pies tan negros que no se sabe, en la semiobscuridad en que me hallo y sin llevar las gafas, si es que está sucio o no se ha sacado aún los calcetines. Tiene una cara feroz y unos bigotes puntiagudos; duerme con las piernas abiertas y las manos estiradas como Cristo en la cruz. Al otro lado se está desnudando un obrero del muelle. Este hombre levanta la colchoneta y pone doblado cuidadosamente el pantalón, la americana y el sombrero. Como aquí no hay perchas –pero hay ladrones–, esconde las ropas y todo el petate debajo de la colchoneta, teniendo cuidado que los zapatos queden a la altura de la cabeza, para que sirvan de almohada. Aquel obrero se queda en calzoncillos y camiseta. Se echa de bruces y duerme. Yo no me desnudo. Ni me saco la gorra ni las alpargatas. Me tumbo nada más. Supongo que las pulgas y los piojos deben brincar de una cama a otra con la misma elegancia que los poetas mediocres dicen que va la mariposa de flor en flor... No duermo: observo. Ha entrado un borracho que saluda reverenciosamente a todos los durmientes:
–Ja veurà, ja veurà. A mi en Vendrell no m’agrada –dice al dependiente que le acompaña a dormir–. Jo ho faig millor: “Sola en la vida, soltera y sola en la vida...” –canta con una voz ronca y resquebrajada...
–Au, a dormir. I no cridi, perquè sinó el treurem... –le dice el dependiente.
–¿A dormir? Bueno, bueno.
Se sienta en la cama y se deja caer en ella. Queda panza arriba, y ríe. Luego eructa dos o tres veces y aplaude. El cliente de al lado le dice:
–Mec...! Vols callar? Deixa’ns dormir!... Mec...! No sé per què t’han deixat entrar.
–A mi m’han deixat entrar per què puc... Saps...?
Callan los dos compinches. Pasa un pobre cojo, con muletas;