Sangre en Atarazanas. Francisco Madrid

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Sangre en Atarazanas - Francisco Madrid

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nací en la calle de Ramalleras –nos dice el artista de los tatuajes–. Soy hijo del torno. Yo nací en la calle de Ramalleras y no sé ni quién es mi padre, ni quién es mi madre, ni lo sabré nunca. Dieciocho años estuve entre las paredes de la calle de Ramalleras y del hospicio. Pasé luego de voluntario al ejército, en donde llegué a cabo y de donde me marché para entrar de dependiente en una casa de comercio de la plaza de Palacio. Pero me cansé. Yo quería correr mundo y eché por la carretera camino de Marsella. En el puerto de Marsella me conocían y me llamaban l’Espagne. Iba a pedir trabajo al muelle, y cuando lo había me gritaban: Eh, l’Espagne a travailler!. Pero yo estaba harto de trabajar en el muelle de Marsella. Para eso no tenía que haberme movido de Barcelona. Un día, llegó un barco alemán al puerto. Esto ocurría pocos meses antes de la guerra. De polisson me metí en la bodega del barco y al cabo de cuatro días de navegación me presenté al capitán. Yo sólo hablaba español, y el capitán del barco no hablaba ni francés. En cuanto me vio me dio una patada en el estómago que me echó a rodar por los suelos. Supuso que yo era un francés. Después hicieron conmigo lo que hacen en todos los barcos cuando encuentran a un viajero gratuito como yo: enviarle a la cocina para que coma, porque comprenden que en algunos días no habrá probado bocado, y hacerle pelar patatas o trabajar limpiando el barco. Cuando llegamos a Tánger me dejaron ahí. Pasé algunos años de mi vida en Argelia, en donde me aficioné al dibujo y en donde aprendí el tatuaje artístico. En Argelia me llamaban el artista. Me educó un moro. Es una cosa muy fácil: con un lápiz-tinta dibuja usted sobre la carne lo que quiere y después lo va pinchando con un mango hecho con dos o tres alfileres. Se queda grabado para toda la vida. De Argelia pasé de nuevo a Marsella, viajando de polisson también, y en cuanto llegué a Marsella me dirigí en otro barco al puerto de Génova. Llegué a Génova, y me metieron en la cárcel. No hay en el mundo cárceles peores que las de Italia. ¡Qué manera de comer y qué manera de tratar a los presos! Las palizas son brutales. No sé ahora cómo será, pero ¡cuando yo estuve...! No quiero ni pensarlo. Rodé de cárcel en cárcel hasta que el cónsul de España en Roma me envió a España: Y aquí me tiene usted. Me gano la vida haciendo carteles para las tiendas, pintando cocinas y cuartos y, sobre todo, haciendo tatuajes. Lo he puesto de moda. No hay marino, prostituta o invertido que no quiera llevar en el brazo un dibujo o un nombre. Hay marino que lleva todo el cuerpo lleno de tatuajes. Yo me he hecho algunos que me sirven de muestrario. Pero si yo no tuviera necesidad de ello para ganarme la vida, no me los hubiera hecho. Los invertidos (Xato Pintó dice otra palabra más cruda y más contundente) quieren todos que se les dibuje un corazón; las prostitutas, un dibujo sicalíptico, y los marinos, el retrato del rey de Inglaterra y de su mujer o de una sirena. Pero desde hace algún tiempo hago tatuajes a gente distinguida. El otro día, un extranjero me trajo a su mujer para que le pusiera en el cuerpo, debajo de los senos, su nombre, y después de haber visto mi obra de arte quiso que le pusiera el nombre de su mujer en un brazo. Me pagó bien. No hace mucho le pinté en el corazón a un sindicalista un dibujo fúnebre: representaba una tumba, una cruz y un marino llorando sobre ella. Era una magnífica obra de arte.

      Xato Pintó se ha bebido toda la sibeca y se marcha otra vez a ver cómo juegan al burro.

      Cuando ha terminado el Xato Pintó su charla, le dejamos y salimos al patio de La Mina, la puerta del barrio chino. Ya estamos en el famoso patio que se llena de mendigos al anochecer.

      ... Son las siete de la tarde y me he vestido con un traje de mecánico que me ha prestado un electricista. Entro en la casa de dormir que antes fue albergue municipal. Me acerco al registro. El registro es un libro mayor colocado sobre una mesa rústica, detrás del cual está un muchacho menudo y rubio vestido con una camiseta sucia y un pantalón de pana.

      –Quiero una cama.

      –¿Cómo se llama usted? –pregunta.

      –¿Yo? Pedro Sánchez Ramírez.

      –¿De dónde es usted?

      –De Murcia –contesto.

      –¿Cuántos años tiene?

      –Veinte.

      –¿Qué oficio?

      –Mecánico.

      –Son sesenta céntimos...

      –¿Me quiere usted dar un cartón...?

      Pago los sesenta céntimos y me dan un ticket que me sirve para entrar cuando quiera ir a dormir. Son las siete de la tarde y volveré a las once... Entro a esa hora, entrego al del registro el pedazo de cartón que me dieron sucio y negro y paso a ocupar mi cama: la 52. En la puerta del establecimiento dice: “Casa de dormir. Bonitos salones”. Letras negras sobre un fondo recién enjalbegado. Las paredes del albergue son blancas y bastante limpias. La sala es enorme. Yo no tengo un sentido proporcional de las cosas. Me pasa lo mismo para medir una distancia que para tributar un elogio. A veces lleno de elogios que no merece a una persona, nada más que porque me ha sido simpática. Otras ataco a un enemigo cualquiera sañuda e injustamente. No sé, pues, si la sala tiene cincuenta metros o veinticinco. Sólo sé que es enorme y que tiene capacidad para ciento cuarenta y cuatro camas. Esta sala, la casa entera, fue, hace algunos años, una fábrica de hilados. El municipio la convirtió en un albergue municipal. Les fue mal el negocio, y ahora el dueño se saca limpios de todo gravamen unos dieciocho o veinte duros diarios. Para toda esta gran sala sólo hay una bombilla eléctrica de cinco bujías. La obscuridad domina más que la luz. A mí me ha tocado estar junto a una enorme columna de piedra. Las camas son de lo más sencillo que existe. Un camastro, sin respaldo; una colchoneta de paja o de hojas de panoja, una sábana interior, una manta roja y otra sábana. En verano la manta roja desaparece. No se permite fumar. Ya lo dice un cartel: “El que fume irá a la calle”. Más contundente no puede ser. Entro procurando que no se note mi ignorancia en las maneras y mi repugnancia. Cuando entré, mi sensibilidad quedó en la puerta. Junto a mí, a un metro de distancia, duerme completamente desnudo, con las reliquias del sexo al aire, con unos pies tan negros que no se sabe, en la semiobscuridad en que me hallo y sin llevar las gafas, si es que está sucio o no se ha sacado aún los calcetines. Tiene una cara feroz y unos bigotes puntiagudos; duerme con las piernas abiertas y las manos estiradas como Cristo en la cruz. Al otro lado se está desnudando un obrero del muelle. Este hombre levanta la colchoneta y pone doblado cuidadosamente el pantalón, la americana y el sombrero. Como aquí no hay perchas –pero hay ladrones–, esconde las ropas y todo el petate debajo de la colchoneta, teniendo cuidado que los zapatos queden a la altura de la cabeza, para que sirvan de almohada. Aquel obrero se queda en calzoncillos y camiseta. Se echa de bruces y duerme. Yo no me desnudo. Ni me saco la gorra ni las alpargatas. Me tumbo nada más. Supongo que las pulgas y los piojos deben brincar de una cama a otra con la misma elegancia que los poetas mediocres dicen que va la mariposa de flor en flor... No duermo: observo. Ha entrado un borracho que saluda reverenciosamente a todos los durmientes:

      –Ja veurà, ja veurà. A mi en Vendrell no m’agrada –dice al dependiente que le acompaña a dormir–. Jo ho faig millor: “Sola en la vida, soltera y sola en la vida...” –canta con una voz ronca y resquebrajada...

      –Au, a dormir. I no cridi, perquè sinó el treurem... –le dice el dependiente.

      –¿A dormir? Bueno, bueno.

      Se sienta en la cama y se deja caer en ella. Queda panza arriba, y ríe. Luego eructa dos o tres veces y aplaude. El cliente de al lado le dice:

      –Mec...! Vols callar? Deixa’ns dormir!... Mec...! No sé per què t’han deixat entrar.

      –A mi m’han deixat entrar per què puc... Saps...?

      Callan los dos compinches. Pasa un pobre cojo, con muletas;

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