Trece sermones. Fray Luis De Granada
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Contempla ahora a la Virgen cuando la visitó el ángel. Mírala en el lugar donde solía recogerse, porque aunque la casa fuera pobre, no faltaría en ella un lugar para la oración; allí tendría los libros de los salmos y los profetas, y quizás, como santa Judit, su cilicio y disciplina para mortificar aquel santísimo cuerpo, que no lo merecía. Dicen los santos que en ese instante estaría su espíritu en arrebatada contemplación.
Tras el dulce saludo del ángel, tan lleno de gracia, pon tus ojos en las virtudes de la Virgen que resplandecen maravillosamente en todo este diálogo, en particular su silencio, su humildad, su virginidad y su fe. Resplandece su silencio pues, al contrario que el ángel, habló poco y sin precipitarse; es como si quisiera enseñar que el mejor adorno y hermosura de la virginidad es el silencio y el pudor. Su humildad se manifiesta en la sorpresa y temor ante las palabras tan honrosas del ángel, porque para quien es verdaderamente humilde no hay nada más sorprendente y extraño y que cause mayor temor que oír alabanzas propias. Menos teme el rico avariento que le hurten sus dineros que quien es humilde teme que le alaben los hombres, que son los ladrones que le roban el tesoro de la humildad. La virginidad y el amor inestimable que tenía la Virgen a esta virtud se manifiesta en las palabras que dijo: «¿Cómo será esto, porque yo no conozco varón?». Explica san Bernardo que es como si hubiera dicho: «Sabe mi Señor que su sierva ha hecho promesa de virginidad; pero si Él dispone otra cosa, me alegro por el hijo que me da, aunque me duele que se dispense mi promesa. Pero en todo estoy sujeta a su divina voluntad»[6]. No se puede decir nada mejor en alabanza de la santísima Virgen que verla estimar en tanto esta virtud, pues la dignidad que se le ofrecía de ser madre de tal hijo, que es la mayor de las que Dios puede dar, no fue suficiente para quitarle el pesar de perder su propósito de virginidad. ¡Qué maravillosa alabanza de esta virtud, que es una piedra preciosa de valor inestimable, tan apreciada por los buenos y tan despreciada por los malos! La Virgen, llena del Espíritu Santo, siente la pérdida de esta gloria aunque reciba una dignidad inefable, mientras que el hombre carnal y miserable no duda en cambiarla por placeres despreciables.
Pues siguiendo con lo dicho, además de estas tres virtudes resplandece también la fe de la Virgen. Ella no dudó de lo que el ángel le decía ni le pidió una señal, como sí hizo Zacarías, aunque mayor milagro es que una mujer virgen dé a luz que lo haga una estéril, y mucho mayor aún que dé a luz al mismo Dios. Como verdadera hija de Abraham imitó su fe, pues él creyó que aunque sacrificara a su hijo Isaac, Dios le podría resucitar para darle descendencia, y ella creyó que siendo virgen sería madre por obra de Dios. Por eso piensan los santos que si la Virgen preguntó cómo sería eso no fue porque dudara de que así sería, sino para saber de qué manera, ya que ella tenía el propósito de ser virgen. Y el ángel respondió a las dos cosas, diciéndole que daría a luz un hijo y se mantendría virgen, de modo que gozaría del fruto de la maternidad sin perder la corona de la virginidad.
Escribe san Bernardo, comentando estas palabras: «Has oído, María, lo que va a ocurrir y cómo va a ocurrir, y es algo maravilloso y de mucha alegría. Alégrate, hija de Jerusalén, y que igual que el Señor llenó de alegría tus oídos, oigamos nosotros la respuesta de alegría que esperamos, para que así se alegren los huesos afligidos y humillados[7]. Has oído que concebirás y darás a luz no por obra de varón sino del Espíritu Santo; el ángel está esperando tu respuesta, porque ya es tiempo de volver al que le envió. Señora: nosotros, que fuimos condenados por la justicia divina, también esperamos esta palabra de misericordia que no hará libres. La palabra de Dios nos creó, pero a pesar de todo morimos; por tu palabra seremos ahora salvados para no morir eternamente. Esta palabra te pide, piadosa Virgen, el triste Adán desterrado del paraíso con toda su descendencia; y también Abraham, David y todos los otros padres, de los que tú naciste, y que habitan en tinieblas y sombras de muerte. Te la pide el universo, postrado a tus pies, porque de esta respuesta depende todo el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos y la salvación de los hijos de Adán. Responde enseguida, María, que esperan tu respuesta los cielos, la tierra, y el infierno. El mismo Rey y Señor de todo desea tu respuesta —con la que ha decidido restaurar la naturaleza humana— tanto como le agradó tu hermosura. A quien agradaste callando agradarás ahora hablando, pues Él te habla desde el cielo diciendo: “¡Hermosa entre las mujeres, suene tu voz en mis oídos!”[8]. Si tú le haces oír tu voz, Él te hará ver el misterio de nuestra salvación.
»¿No es eso lo que buscabas, aquello por lo que suspirabas día y noche? ¿Eres tú aquella por la que se hicieron estas promesas o esperamos a otra? Sí, eres tú la prometida, aquella a quien aguardan y desean. Jacob esperaba de ti la salvación cuando decía estando para morir: “Esperaré, Señor, tu salvación”[9]. ¿Por qué esperas de otra lo que a ti se te ofrece y por ti se cumplirá si das con una palabra tu consentimiento? Responde al ángel o, mejor dicho, a Dios a través del ángel. Di una palabra tuya y recibirás en ti la palabra del eterno Padre. Di la palabra temporal y recibirás la eterna. ¿Por qué temes y te demoras en responder? Cree, confiesa y recibe. Que tu humildad se llene de audacia y tu pudor de confianza, porque aunque no conviene que la sencillez virginal se olvide de la prudencia, no temas ser presuntuosa. Porque aunque sea agradable el silencio pudoroso, las palabras son más necesarias ahora. Abre, bienaventurada Virgen María, el corazón a la fe, la boca a la confesión y las entrañas al Creador. Mira que el deseado de las gentes está llamando a tu puerta. Mira no se te vaya a ir si dilatas la respuesta y tendrás después que buscar con dolor al amado de tu alma. Levántate, Señora, con la fe, apresúrate con la piedad, abre la puerta con tu palabra.
»Y la Virgen dijo: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. La virtud de la humildad siempre está junto a la gracia divina, porque “Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes”[10]. Por esto responde con humildad, para preparar una morada conveniente a la divina gracia. “He aquí la esclava del Señor”. ¡Qué humildad tan alta, que no se deja vencer por la honra ni se engrandece con la gloria! La escoge Dios por madre y ella toma nombre de esclava. No es pequeña muestra de humildad seguir siéndolo en medio de tanta gloria, porque no es gran cosa ser humilde en las bajezas, pero sí lo es serlo en las grandezas.
»“Hágase”. Esta palabra es significativa del gran deseo que la Virgen tenía de este misterio. O quizás sea palabra de oración, que pide lo que le prometen —porque Dios quiere que le pidamos lo que nos promete—. Y por este motivo promete muchas cosas que quiere dar, para que con la promesa se despierte el fervor y merezca la oración lo que él había decidido dar»[11]. Todo esto que acabamos de decir es de san Bernardo.
En el instante en que la Virgen dijo aquellas palabras, se encarnó Dios en sus entrañas por obra del Espíritu Santo, a quien se le atribuye en particular por ser la Encarnación obra de bondad y amor, que son sus atributos. ¿Quién sería capaz de explicar las grandezas y maravillas que en ese momento sucedieron en aquellas entrañas virginales? ¿Quién podrá contar los sentimientos y afectos y resplandores que sintió aquel purísimo corazón con aquella nueva entrada del Hijo para hacerse hombre y del Espíritu Santo para llevar a cabo este misterio?
Pero esto ha de quedar ahora en silencio para la consideración de las almas que buscan a Dios.
[1] Jn 3, 16.
[2] S. AGUSTÍN, Confesiones, IX, 9: PL 32.