Pedro Casciaro. Rafael Fiol Mateos
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El 14 de abril de 1931 se proclamó la Segunda República Española. Pedro estaba a punto de cumplir los 16 años y estaba preparándose para el examen de bachillerato en ciencias. En su casa se vivió aquel acontecimiento con intensidad porque «su padre, en los últimos años de la dictadura de Primo de Rivera, había decidido afiliarse a Acción Republicana, el partido de Manuel Azaña, en el que vertió sus inquietudes democráticas y sociales». De hecho, «en las elecciones municipales» de esa fecha «resultó elegido concejal de Albacete»[13].
Pedro compartía los planteamientos liberales de su padre. También había sido educado por su madre en los rudimentos de la fe, aunque adolecía de una formación religiosa un tanto superficial: su vida de piedad era escasa, pues consistía básicamente en acompañar a su madre a Misa los domingos.
MADRID
En octubre de 1931, Pedro se trasladó a Madrid porque deseaba estudiar la carrera de arquitectura. Esta elección se adecuaba muy bien a sus talentos y aficiones: estaba dotado de sensibilidad artística y de genio creativo, conocía bien la historia del arte y dominaba las matemáticas y la física. Su primer objetivo era superar los exámenes de ingreso en la Escuela Especial de Arquitectura. Para poder presentarse a esas pruebas, el plan de estudios exigía que los candidatos hubieran aprobado las materias de los dos primeros años de la licenciatura en matemáticas.
El ambiente que encontró en la capital española era de gran efervescencia política. Tras la instauración de la Segunda República, se celebraron elecciones generales con el fin de formar las cortes que redactarían una nueva constitución[14].
Pedro se instaló en El Sari, un pequeño hotel situado en la céntrica calle de Arenal, muy cerca de la Puerta del Sol. Era un lugar estratégico por su proximidad al Madrid de los Austrias, a la Gran Vía y al Palacio Real. Cada día, a primera hora de la mañana, se desplazaba desde allí a la Facultad de Ciencias, situada en la calle San Bernardo, donde asistía a las clases. Por las tardes, solía acudir a una academia que regentaba el pintor José Ramón Zaragoza, para preparar las asignaturas de dibujo, y también dedicaba unas horas al estudio. No faltaban los paseos por el centro de la ciudad, sobre todo los fines de semana[15]. Más tarde se trasladará a una pensión de la calle Castelló, sita en el número 45, 4.º izquierda.
Entre los primeros amigos que hizo, estaban Ignacio de Landecho[16] y Francisco Botella[17], compañeros de clases de ingreso en Arquitectura y en la Facultad de Ciencias. Con ellos compartía muchas horas de estudio, de aprendizaje del dibujo y de técnicas de composición, y ratos de ocio[18]. También era muy amigo de Agustín Thomás Moreno[19], un antiguo compañero del Instituto de Albacete, que hacía la carrera de Derecho.
LA ACADEMIA DYA
Por entonces Josemaría Escrivá —un joven sacerdote de 29 años— realizaba una amplia labor en la capital, con personas de diferentes edades y condiciones sociales. En 1928 había fundado, por inspiración divina, el Opus Dei: un camino de santidad y de apostolado en el propio estado y condición de vida, en el trabajo profesional y en el cumplimiento de los deberes ordinarios. En aquellos años su trabajo pastoral con jóvenes estaba centrado en la Academia DYA[20], que en septiembre de 1934 se trasladó —ampliada a residencia de estudiantes— al número 50 de la calle Ferraz[21]. En DYA se impartían clases de Derecho y Arquitectura, y se realizaba una intensa labor de formación cristiana con universitarios y con jóvenes profesionales[22].
Agustín Thomás Moreno iba con frecuencia a DYA para tener conversaciones de dirección espiritual con don Josemaría. Había invitado repetidas veces a su amigo de la infancia, Pedro Casciaro, a conocer a ese santo sacerdote, pero lo único que obtenía eran continuas negativas. Pedro declinaba una y otra vez la invitación hasta que, por fin, en enero de 1935, la aceptó, más bien movido por la curiosidad que por verdadero interés[23].
El primer encuentro con don Josemaría se grabó para siempre en su memoria. Quedó impresionado por sus cualidades: sobre todo por su piedad y su cultura, pero también por su trato cordial, sencillo y lleno de naturalidad, que lo movió enseguida a tenerle confianza y respeto. Al terminar la conversación, le pidió que fuese su director espiritual. Nunca había tenido uno, ni sabía muy bien qué era, pero deseaba hablar más veces con él[24].
De esta manera, Pedro empezó a acudir con frecuencia a la residencia de estudiantes de la calle Ferraz. Josemaría Escrivá, en las sucesivas conversaciones, le fue enseñando a tener un trato personal con Jesús, a vivir en presencia de Dios, a convertir el estudio en oración, a descubrir en las circunstancias ordinarias ocasiones para ofrecer pequeños sacrificios al Señor, etc.
Pedro poseía una memoria fotográfica proverbial y recordaba bien los detalles. Don Josemaría lo recibía en una pequeña oficina, contigua al oratorio: era el despacho del director de la residencia. Como no había habitaciones libres, en las tardes el director —Ricardo Fernández Vallespín[25]— se iba a otro lugar de la casa y el sacerdote —a quien solían llamar familiarmente Padre— utilizaba aquella oficina para atender espiritualmente a las personas que iban a verle, que eran numerosas, sobre todo jóvenes estudiantes.
Don Josemaría, en aquellas entrevistas de dirección espiritual, lo dejaba hablar y lo escuchaba con mucha atención, sin interrumpirlo. Le preguntaba por sus padres, por sus estudios y por su lucha interior de la última semana. Al final hablaba él, para darle los consejos oportunos.
EL ORATORIO DE LA RESIDENCIA
Un día de marzo de 1935 la conversación se desarrolló de modo distinto: don Josemaría habló desde el principio. Su alegría contagiosa, su optimismo y su buen humor parecieron a Pedro mayores de lo habitual: estaba gozoso, radiante. La causa era que el obispo de Madrid, Mons. Leopoldo Eijo y Garay[26], había concedido autorización para reservar el Santísimo Sacramento en el oratorio de la residencia.
Pedro no entendía muy bien todo lo que esto suponía, porque no estaba al corriente de los ordenamientos canónicos vigentes acerca de la reserva eucarística. Pero le parecía que el obispo podía haber dado antes aquel permiso, pues le constaba cómo se vivía la fe en DYA y veía en el Padre un sacerdote santo, inteligente y piadoso, plenamente merecedor de que se depositara en él esa confianza.
No expuso al Padre esas consideraciones, pero sí le hizo preguntas propias de quien no está muy al corriente de estas cuestiones: si el Santísimo se quedaba también por las noches en las iglesias y cuánto tiempo podía quedarse solo el Señor, porque había visto que a veces en los templos no había nadie. El sacerdote fue contestando a sus preguntas, dándole una lección de fe y de amor a la Eucaristía, que lo impulsó a tener más devoción a Jesús sacramentado. Varias ideas de aquella conversación las encontraría más adelante en Camino:
No seas tan ciego o tan atolondrado que dejes de meterte dentro de cada Sagrario cuando divises los muros o torres de las casas del Señor. —Él te espera.
¿No te alegra si has descubierto en tu camino habitual por las calles de la urbe ¡otro Sagrario!?
Humildad de Jesús: en Belén, en Nazaret, en el Calvario... —Pero más humillación y más anonadamiento en la Hostia Santísima: más que en el establo, y que en Nazaret y que en la Cruz. Por eso, ¡qué obligado estoy a amar la Misa! (“Nuestra” Misa, Jesús...).
No dejes la visita al Santísimo. —Luego de la oración vocal que acostumbres, di a Jesús, realmente presente en el Sagrario, las preocupaciones de la jornada. —Y tendrás luces y ánimo para tu vida de cristiano[27].
Don Josemaría le habló también del nuevo sagrario y le transmitió, emocionado, este anhelo: «El Señor jamás deberá sentirse aquí solo y olvidado; si en algunas iglesias a veces lo está, en esta casa donde viven tantos estudiantes y que frecuenta tanta gente joven, se sentirá contento rodeado por la piedad de todos, acompañado por