Antes De Que Anhele. Блейк Пирс

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Antes De Que Anhele - Блейк Пирс

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en la puerta, un hombre bajito y con sobrepeso que llevaba gafas y se llamaba Ralph Underwood. Parecía encantado de contar con su presencia allí y no trató de ocultar el hecho de que le había impresionado la belleza de Mackenzie.

      Les llevó por delante del edificio, que consistía en una pequeña sala de espera y una sala de conferencias todavía más pequeña. Había hecho un gran trabajo para conseguir que el lugar tuviera aspecto cálido y acogedor, pero todavía tenía el olor de una vieja fábrica.

      “¿Cuántas consignas tiene aquí?”, preguntó Ellington.

      “Ciento cincuenta”, dijo Underwood. “Todas las consignas tienen una puerta trasera para poder cargar y descargar mercancías con facilidad desde fuera en vez de tener que pasar por delante del edificio”.

      “Parece bastante eficiente”, dijo Mackenzie, que nunca había visto un complejo de almacenamiento que estuviera ubicado completamente en un edificio distinto.

      “Dijiste por teléfono que os interesaba enteraros de más sobre ese cadáver con que me encontré hace dos semanas, ¿correcto?”.

      “Eso es correcto”, dijo Mackenzie. Había pedido a Rising que le enviara el informe y ahora estaba leyéndolo, en su teléfono. “Elizabeth Newcomb, de treinta años. Según el informe de la policía, la hallaron en su propia consigna de almacenamiento, muerta como consecuencia de una herida de arma blanca en el pecho”.

      “No sé nada acerca de eso”, dijo Underwood. “Todo lo que sé es que cuando vine esa mañana y di una vuelta por el terreno como hago siempre, vi algo rojo en el bordillo de la puerta de la consigna. Supe lo que era de inmediato, pero intenté convencerme a mí mismo de que estaba equivocado. Sin embargo, cuando por fin abrí la consigna, ahí estaba. Tumbada en el suelo, muerta, en medio de un charco de sangre”.

      Relataba la historia como si estuviera sentado delante de la hoguera en una acampada. Le irritaba un poco a Mackenzie, pero también sabía que la gente con tendencias dramáticas solían ser buenas fuentes de información.

      “¿Alguna vez se ha encontrado algo como esto?”, preguntó Ellington.

      “No, pero a decir verdad…. He acabado teniendo unas doce consignas abandonadas. Es parte del contrato que si nadie viene a abrir la unidad al menos una vez cada tres meses, puedo llamar al usuario para asegurarme de que siguen interesados en el espacio. Si no ha habido ninguna comunicación después de seis meses, vendo los contenidos en subasta, posesiones y todo”.

      Aunque Mackenzie sabia de sobre que esto era práctica habitual, por lo que a ella se refería, le resultaba casi ilegal.

      “Hay algunas cosas que se deja la gente en estas consignas que son… muy desagradables”, continuó Underwood. “En tres de las consignas abandonadas que me dejaron, había toda clase de juguetes sexuales. Alguien tenía quince armas dentro de la suya, entre las que había dos AK-47. Por lo visto, una de las consignas pertenecía a un taxidermista porque había cuatro animales disecados… y no hablo de ositos de peluche, ¿me entendéis?”.

      Underwood les llevó a través de una puerta en la parte trasera del pequeño ala de la entrada. No había transición después de la puerta; atravesaron un pasillo muy ancho. El suelo era de cemento y el techo estaba a más de siete metros por encima de su cabeza. Ahora más que nunca, Mackenzie estaba convencida de que este sitio había servido como fábrica de alguna clase. Las consignas estaban divididas en agrupaciones de cinco, cada agrupación separada por un pasillo que bordeaba el lateral del edificio por ambos lados. Las agrupaciones estaban colocadas a ambos lados del edificio, dispuestas de tal manera que, cuando mirabas por el pasillo central del medio, parecía no tener un final. Ahora que ya estaban adentro, Mackenzie vio la profundidad y el alcance del lugar por lo que eran. El edificio tenía fácilmente cien metros de longitud.

      “La consigna que queréis ver está por aquí subiendo un poco”, dijo Underwood. Siguieron caminando durante unos dos minutos, mientras Underwood seguía dándoles la paliza con las peculiares piezas de coleccionista que se había encontrado en algunas de las consignas abandonadas, además de tesoros como juguetes en condición inmaculada, revistas gráficas de gran valor, y una caja fuerte de verdad sin abrir que tenía más de cinco de los grandes en su interior.

      Finalmente, les invitó a detenerse delante de una consigna con el letrero C-2. Por lo visto, había preseleccionado la llave antes de su llegada; rebuscó una sola llave en su bolsillo y desbloqueó el candado que había en el pasador de la puerta. Entonces levantó la puerta, revelando el mohoso interior. Underwood encendió la luz apretando un interruptor que había en la pared y la luz que les iluminó desde el fondo de la habitación reveló una consigna de almacenamiento básicamente vacía.

      “¿Y no ha venido ningún familiar a reclamar sus cosas?”, preguntó Mackenzie.

      “Recibí una llamada de su madre hace cuatro días”, dijo. “Va a venir en algún momento, pero no concretamos una fecha ni nada por el estilo”.

      Mackenzie dio una vuelta por el espacio, en busca de cualquier cosa que resultara similar a lo que habían visto en la consigna de Claire Locke. Pero, o Elizabeth Newcomb no tenía las agallas para luchar que tenía Claire Locke o las pruebas de su pelea ya habían sido limpiadas por el departamento de policía local y los detectives locales.

      Mackenzie se acercó a las posesiones que estaba apiladas en la parte de atrás. La mayoría de ellas estaban metidas en contenedores de plástico, etiquetados con cinta adhesiva y un marcador negro: Libros y Revistas, Infancia, Cosas de Mamá, Decoraciones de Navidad, Antiguos Utensilios Pastelería.

      Hasta la manera en que estaban apilados parecía muy organizada. Había unas cuantas cajitas de cartón llenad de álbumes de fotos y de fotos enmarcadas. Mackenzie echo una ojeada a unos cuantos de los álbumes, pero no vio nada que sirviera de ayuda. Solo vio fotografías de familiares sonrientes, vistas de primera línea de playa, y un perro que por lo visto había sido una mascota muy apreciada.

      Ellington se acercó donde ella estaba y echó un vistazo a las cajas. Tenía las manos en las caderas, una de las señales que indicaban que se sentía perdido. Todavía le seguía sorprendiendo de vez en cuando lo bien que le conocía.

      “Creo que, si había alguna cosa que encontrar aquí, seguro que ya lo hizo la policía”, dijo. “Quizá podamos encontrar algo en los archivos”.

      Mackenzie estaba asintiendo, pero sus ojos habían recaído en otra cosa. Caminó hasta la esquina opuesta, donde habían apilado tres contenedores de plástico uno encima del otro. Encasquetada exactamente en el rincón, tan atrás que se le había pasado por alto en una primera inspección, había una muñeca. Era una muñeca antigua, con el pelo sin brillo y manchitas de tierra en las mejillas. Parecía que fuera algo que alguien hubiera podido robar del set de una película mala de terror.

      “Qué raro”, dijo Ellington, siguiéndole la mirada.

      “Y que extrañamente fuera de lugar”, dijo Mackenzie.

      Recogió la muñeca del suelo, con cuidado de mantener las manos en la misma posición a su espalda, en caso de que hubiera algún tipo de pista. Pero claro, a primera vista parecía un objeto al azar en el contenedor de almacenamiento de alguien, quizá algo que arrojaron en el último instante, como una ocurrencia tardía.

      Sin embargo, todo lo demás que hay en esta consigna está meticulosamente apilado y organizado. Esta muñeca llama la atención. Y no solo eso, es casi como si fuera su intención llamar la atención.

      “Creo

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