Gramática pura. Juan Fernando Hincapié
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—Emiliana —exclamó afectando tranquilidad.
—Faustino.
Me senté enfrente y en un lapso de dos canciones ingerí todos los vasos de ponche que la gente había abandonado. No musité palabra. Faustino me miraba de vez en cuando, pero era fácil concluir que yo no era el objeto principal de su atención. No correspondí sus miradas.
—¿Y los demás? —consideré que ya había pasado el tiempo suficiente.
—Cuando llegué no había nadie.
Siguieron sucediéndose canciones. A un rap seguía un slow dance y, en consideración con los latinos, saco en el que nos echaban a un mismo tiempo a chicanos, argentinos y colombianos, una canción de la cubana Gloria Estefan. Faustino ni se iba, ni hablaba, ni me sacaba a bailar. Yo me di por vencida con respecto a Agustín, Kirsten y Brian. Seguramente Kirsten le hizo una escena al rosarino y se lo llevó. Era probable, también, que Limones me hubiera visto y se hubiera enfadado y marchado. Estaba sopesando mis opciones, la noche a punto de terminarse, cuando Faustino me interpeló una vez más:
—¿Necesitas un aventón?
Asentí con humildad. Me dijo que esperara un segundo y caminó hacia la salida. A su regreso anunció:
—Cinco minutos.
Pero transcurrió media hora. Nos quedamos en la mesa sin dirigirnos la palabra mientras la gente se iba. Un profesor caminó hasta nuestra posición y preguntó si todo estaba bien. Faustino lo ahuyentó con lo que a mí me pareció un inglés correcto. Transcurrieron treinta minutos, decía, hasta que estuvimos dentro de la camioneta de Chuy, en el angosto corredor detrás de las sillas. Chuy llegó en compañía de Jay (se pronuncia yei): vociferaban, reían, daban toda la impresión de haber estado ingiriendo licor. Chuy —que claramente sabía quién era yo— me preguntó si quería ir a su casa, tomar unas cervezas, platicar, dejar mi virginidad. Al decir esto, vi cómo Faustino conectaba miradas con él por el espejo. No dije nada. Chuy y Jay siguieron en lo que venían. Cada tanto requerían a Faustino, quien permanecía en silencio. La troka finalmente se detuvo en una estación de gasolina. Los dos ocupantes de las sillas delanteras, eléctricos, se bajaron. Faustino dejó pasar un minuto y también se bajó. Desde mi posición era imposible dilucidar en qué parte de la ciudad nos encontrábamos. Comencé a llorar.
Cuando volvió a la camioneta —no pudo haberse demorado más de un par de minutos— me concentré en la rosa roja que adornaba su traje. No supe si estaba allí antes, y no tuve tiempo de causar mi reflexión pues allí mismo Faustino se abalanzó sobre mí y me tomó la cabeza entre sus manos. Cuando comenzó a besarme intenté rehuir, pero acabé cediendo. Su lengua, timorata al comienzo, terminó escarbando, al igual que la mía. Mientras me besaba, yo pensaba: «Me está dando un beso, me estoy dando un beso con Faustino». Lo dejé hacer. Su mano se posó en mi cintura. Apretó. Abrí las piernas un poco, le tomé la cara, lo miré de cerca y lo volví a besar. Comenzaba a sentirse bien cuando las puertas de la troka se abrieron. Nos apartamos, lo miré a los ojos. Fue lo más cerca que estuvo de llevarse mi virginidad.
Cuando arrancamos, Faustino me evitó. Yo ya había dejado de llorar. Chuy puso música norteña mexicana a todo volumen, Jay lo celebró. Faustino permaneció sumido en sus pensamientos; yo ya había tenido suficiente e intenté dormir. Me recosté en su hombro. No supe cuánto tiempo transcurrió. Finalmente, Faustino me alertó sobre el arribo a mi casa. No le bajaron a la música. Salté de la camioneta por la puerta del conductor. Dije o traté de decir gracias. Faustino me siguió. Las luces estaban apagadas, todo estaba en silencio, sólo se escuchaba la música. Le iba a decir algo pero no pude. Me despedí con la mano y abrí la puerta con sigilo. Pensé que Faustino tenía algo para decirme, pero no me dijo nada.
Al otro día, cuando me levanté y bajé a la cocina, Wayne remataba una oración con las palabras «… some Mexicans». Cuando me sintió, cambió el tema. Desayunamos, me hicieron un par de preguntas, respondí genéricamente. Después me fui de nuevo a mi habitación y permanecí allí por el resto del día. Entrada la noche, recibí una llamada desde Colombia. Cuando escuché la voz de mi papá rompí en llanto. El domingo me excusé de asistir a la iglesia, por lo que permanecí, de nueva cuenta, todo el día en casa. Nadie telefoneó. Estuve en mi cuarto, aunque escudriñé cada rincón de esa residencia en Oklahoma City, sin encontrar nada digno de mención.
El lunes en la mañana me levanté temprano para avisarle a Wayne que prefería no asistir al colegio, pues me encontraba indispuesta. Me miró de arriba abajo, dijo que no había problema. Sharon, antes de salir a su trabajo, ingresó a mi habitación y preguntó si pasaba algo.
—Me siento un poco enferma, es todo.
Pero el martes, cuando hice lo mismo, Wayne me llevó el desayuno a la cama. Sharon salió sin decir nada, pero en el curso del día me llamó tres veces y preguntó:
—Are you ok?
Fueron las únicas ocasiones en que sonó el teléfono. Ese martes lo dediqué por entero a escribir cartas. Leí un poco, también, literatura cristiana, que era lo único que había en la casa de clase media de Wayne y Sharon.
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Todo sería muy fácil, vaya si lo sería, si los únicos tiempos verbales fueran el presente, el pasado y el futuro. La vida, las relaciones, el país, todo sería más sencillo. De hecho, siempre que me enfrento a un curso por primera vez me encanta inquirir sobre el tema a quemarropa, usualmente a alguno de los alumnos que se creen muy machitos y que nunca faltan en Colombia.
«¿Cuántos tiempos verbales hay, a ver, cuántos?»
La respuesta, a menos que sea alguien con alguna mínima instrucción, justo el tipo de persona que no abunda en el país, será el triunvirato ya referido: presente, pasado y futuro.
Lo cavilará, primero, sabiendo que le estoy tendiendo una trampa.
—Presente, pasado y futuro, profe —sentenciará triunfante. Algunos hallarán en algún recodo de su mente un tiempo compuesto, aunque esto no es demasiado frecuente.
—Ah, desde luego, muchas gracias por el aporte —contesto con ironía—. Entonces, si no le importa, por qué no nos conjuga el verbo —y digo cualquier verbo.
A lo que el aludido contestará:
Yo comí.
Yo como.
Yo voy a comer/yo comeré.
Siempre propongo algún verbo regular, para no confundirlos más. Lo bueno comienza cuando le pregunto por el «Yo comía».
Digresiones aparte, en este manual hablaremos primero de los tiempos futuros.
Lo primero es explicar la diferencia entre el futuro indicativo (simple) y el futuro perifrástico. Una perífrasis es la unidad verbal constituida por un verbo en forma personal, voy, y otro en forma no personal, comer. Explicaré más adelante, pero puedo adelantar que desde los tiempos en que el latín dominaba el mundo, el tiempo futuro, sobre todo en la forma oral, ha tendido a desaparecer. La explicación,