Gramática pura. Juan Fernando Hincapié

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Gramática pura - Juan Fernando Hincapié Índice

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por las cuales pasábamos todo el día juntas en el colegio: risa franca iba, risa gazmoña venía. Sin embargo, saliendo de una de las atracciones me dejó en ridículo ante los muchachos, quienes rieron a pierna suelta cuando Kirsten les mostró mi gesto en la fotografía instantánea que le toman a la gente mientras está allá arriba. A mi lado, la gringa sonreía con toda la boca, los brazos en alto; yo, en cambio, agazapada sobre mi silla, las dos manos apretando el tubo como si la vida se me estuviera escapando, la cabeza entre los hombros. Un gesto muy parecido al de Faustino, que hizo que todos rieran pero principalmente Agustín, en secreta comunión con la yanqui. Desde ese día, desde ese instante mismo, nuestra relación comenzó a deteriorarse, al punto de que al final del año escolar apenas cruzábamos palabra y sólo me despedí de ella por no ser tildada de grosera.

      Emilia y Agustín: ¿existió alguna vez tal denominación; digo, fuera de la vez que estuvimos en su cuarto, la luz apagada? La primera vez que coincidimos, por iniciativa suya, con Faustino y Kirsten carcajeándose adelante, fue en una atracción de las más aburridas. Vueltas y más vueltas con música estridente de fondo. Ya para el segundo giro tuve que retirar por vez primera su mano de mis piernas. La física, sin embargo, le sirvió de excusa para invadir mi espacio. Sabía que yo no haría nada para atraer la atención de la pareja de adelante. Al final, y harto me he arrepentido de esto, me contemplé correspondiéndole su tonto juego.

      Cuando nos dio hambre fuimos a almorzar. Hay que reconocer que Faustino había mejorado su técnica de comer hamburguesas. En realidad, una hamburguesa es un taco con ínfulas, y Faustino siempre asimiló bien el conocimiento. Un rasgo de inteligencia, sin duda. El mexicano estaba a mi izquierda, Kirsten y el argentino del otro lado de la mesa. No bien terminé mi comida, me excusé para ir al baño. Allí me compuse un poco. Al salir, en una especie de vestíbulo que daba entrada, Faustino se miraba al espejo mientras se arreglaba el bigote. Lo contemplé por un instante.

      —Faustino, ¿te puedo decir una cosa?

      Me miró brevemente.

      —Es con respecto a tu bigote.

      —¿Qué hay con mi bigote? —No cesaba de jalarlo ni de mirarse, abriendo los ojos y torciendo la cabeza en distintos ángulos.

      —Puede ser eso mismo, que no le alcanza para ser bigote.

      —…

      —Es decir, y por favor no lo tomes a mal, está en una etapa en que no es ni bigote ni bozo, y ese es el origen de sus problemas —me sentí satisfecha de mi oración.

      —Ah —pareció no importarle, aunque dejó de hacer lo que hacía. Por un segundo conectamos miradas a través del espejo. Me miró con gravedad, pero poco a poco su cara fue cambiando de gesto hasta que afloraron los dientes. El pobre también era mueco.

      En la mesa, sin reparar en nada de lo que les circundaba, Kirsten y Agustín se besaban de manera asquerosa.

      Faustino y yo contemplamos el espectáculo hasta que el argentino abrió el ojo derecho. Puesto que no supimos qué más hacer, nos sentamos de nuevo. Kirsten se levantó sonriendo y fue hacia el baño. Yo no podía sostener la mirada de Agustín, ni siquiera la de Faustino. Miraba al piso.

      La gringa se tomó todo el tiempo del mundo para volver donde estábamos. En algún momento Agustín y Faustino comenzaron a hablar de otro tema, aunque todos éramos conscientes de la incomodidad que casi se podía sentir en el aire. Yo no dejaba de mirar al piso, siempre me ha sido imposible ocultar lo que siento. ¿Y qué sentía? Es difícil de explicar, y no me voy a poner ahora en ello, por favor. Sin que yo recuerde cómo se llegó a tal acuerdo, el resto de la tarde las dos parejas emprendimos caminos distintos. El coahuilense y yo dimos una vuelta por el acuario. Esa era mi suerte, esta es mi suerte, pensaba yo, atrapada en esta ciudad de mierda con este delincuente en ciernes. Estaba siendo injusta con mi compañero. Sentía ganas de llorar.

      Faustino no decía nada, simplemente caminaba a mi lado.

      Después sobrevino una escena bastante rara, casi surrealista. Mientras veíamos los tiburones —es decir, mientras Faustino veía los tiburones y exclamaba «¡Güey!» como comienzo, contenido, puntuación y finalización de sus oraciones, y yo miraba en esa dirección, viendo tal vez otra cosa—, Faustino me tomó la mano. Fue algo tan sorpresivo que no hice nada por liberarme, pero pasados unos segundos miré en su dirección. Allá abajo estaba Faustino y me miraba con los ojos totalmente abiertos. Sentiría, supongo, que su momento conmigo había llegado; sentiría, digo yo, deseos de besarme, deseos que no se permitió ejecutar. Lo peor es que yo no sé qué habría sucedido si lo hubiese intentado. Cuando pareció que me iba a decir algo, solté su mano, caminé hasta una banca y de repente me sentí agotada. No sé cuánto tiempo transcurrió, pero ya casi se hacía de noche cuando Faustino me trajo un vaso de agua. Rehuyó mi mirada en todo momento.

      Agustín me condujo a mi casa la primera y en ningún momento miró por el retrovisor. La gringa no me dirigió la palabra, evidenciando tal vez su superioridad en constantes y groseras carcajadas que el argentino celebraba, no así mi compañero en la silla de atrás. Cuando yo estaba a punto de apearme del cupé, el mexicano posó su mano en mi hombro izquierdo como diciendo lo siento.

      En lo referente a la palabra bigote, «pelo que nace sobre el labio superior», ha de ser la correcta, si bien mostacho es un bigote grande y espeso, al estilo del mero macho mexicano (que no es el caso de Faustino, o no lo era en el año 96; esperemos que su situación, al menos en este sentido, haya cambiado). Bozo, por otra parte, es exactamente lo que yo creía que era: «Vello que apunta a los jóvenes sobre el labio superior antes de nacer la barba». Un bozo con ínfulas de bigote era lo que tenía el buen Faustino, al cual una servidora hizo referencia sin pretender en ningún segundo herir sus sentimientos. Comoquiera, el lunes siguiente llegó a clase correctamente afeitado y una no podía afirmar que el cambio le hubiera favorecido.

      Dato curioso: una de las acepciones de bigote es la expresión siguiente:

      no tener una mujer malos ~s:

      1. loc. verb. coloq. p. us. Ser bien parecida.

      Yo, entonces, Emilia Restrepo Williamson, no tengo malos bigotes, como tantas otras mujeres.

      Como Kirsten Suzanne Gaston. Con la salvedad de que ella, en este momento, mientras tecleo esta oración, sigue con la cara bonita y sin arrugas propia de las mujeres que ya han aceptado su obesidad.

      Ya llegará el momento de ocuparnos de las abreviaturas que antecedieron a la definición de no tener una mujer malos bigotes. Es perentorio aprender a usar de manera correcta el diccionario, les repito constantemente a mis alumnos. Lo que sí quiero consignar, antes de olvidarlo, es una breve nota sobre la palabra almuerzo, que aquí usé al estilo colombiano, es decir, la segunda comida del día, entre el desayuno y la cena. En el país mexicano, y me temo que la Academia les siguió el capricho, el almuerzo es una comida que se toma a media mañana; la comida, entonces, vendría a ser nuestro almuerzo; y la cena nuestra comida. Es confuso pero ciertamente no difícil de dilucidar. ¿Quién tendrá la razón?

      Sigamos adelante. Kirsten y yo, al menos por unos días, seguimos sentándonos hombro con hombro en la asignatura de historia de su país. Me hablaba, yo le contestaba, pero no había fluidez en nuestros intercambios. Faustino me acompañaba a la siguiente clase, yo se lo permitía. Además, almorzábamos juntos. Poco a poco superaba mis traumas con respecto al campesino coahuilense. Hacía todo lo que yo le decía. Lo que dirían mis amigas bogotanas donde nos hubieran visto juntos,

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