Gramática pura. Juan Fernando Hincapié
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La siguiente vez que vi a Agustín fue en un entrenamiento de fútbol. El muy gallina había desistido de nuestros careos al salir de Historia Estadounidense. Puesto que me lo había anunciado la noche anterior, yo ya estaba al tanto de que Sharon pasaría a recogerme con una hora de retraso. Por tanto, Faustino me instó a que fuera a presenciar su entrenamiento. No era una actividad que me entusiasmara ni mucho menos, pero tenía diecisiete años y estaba lejos de casa. Podía estar allí sentada, a lo mejor trabajando en la tarea o algo mientras pasaba el tiempo. Me instalé en la tribuna occidental del estadio, con un libro en el regazo y la maleta en el costado. Contrario a lo que pensaba, se sentía bien estar allí. Primero corrieron en manada alrededor de la cancha por espacio de diez minutos. Después realizaron estiramientos en pareja. Agustín y Faustino quedaron juntos. Cada tanto, alguno de los miembros del equipo estallaba en gritos o carcajadas o exclamaciones del tipo «¡No mames!», que el entrenador se encargaba de aquietar cuando parecía que se iban a salir de control. Posterior a la sesión de elongación —la cancha ya con conos anaranjados por doquier—, el grupo fue dividido en grupos más pequeños, que ocuparon los diferentes sectores del campo. En total, la cancha quedó dividida en cuatro partes iguales, cada una con más o menos el mismo número de futbolistas, digamos que diez por sector. El entrenador pasó repartiendo mallas de colores (petos, les decimos en mi país, y acabo de constatar que su uso no es incorrecto; esto lo aprendí cuando fui novia de Juan José Jiménez en la universidad) e instrucciones sobre el ejercicio a desempeñar. Cuatro balones rodaron, pues, en los diferentes sectores del campo. Cada cierto intervalo el entrenador ordenaba la permuta de un jugador de un lugar a otro. Por casualidad, en el sector suroccidental de la cancha coincidieron Faustino y Agustín. Agustín vestía una pechera amarilla; Faustino la misma camiseta blanca que lucía durante el día y que le quedaba varias tallas grande. En un lance, lo observé con claridad, el mexicano y el argentino se trenzaron en una cruenta pugna por la posesión del balón. De repente, el argentino estaba en el piso doliéndose y Faustino había ido por la pelota a la par que exclamaba:
—¡No te hice nada!
Agustín se revolcaba y no dejaba de tomarse la canilla derecha con ambas manos. Gritó en perfecto inglés:
—Fuck you, man!
Los demás futbolistas detuvieron su accionar y se volvieron hacia donde se estaba dando el conflicto. También el coach, también yo. Todos.
Faustino fue por el balón, que continuaba rodando, lo tomó en las manos y con calma se devolvió hasta la posición de Agustín, quien se levantó desafiante. Podía suceder cualquier cosa. Todo se detuvo. Yo apreté el cuaderno que tenía en las manos.
El mexicano, tan sólo a unos metros de Agustín, pasó el balón a su mano izquierda y con el índice derecho comenzó a negar:
—No, no, no —exclamó, sin dejar de negar con el dedo, poniéndolo a la altura de la cara del rosarino—: ¡Foquiu… yu!
Después rebotó el balón en el césped y se alejó sin dar la espalda, en actitud de quien espera a que se ejecute la falta.
El primero en reírse fue Agustín, pero cuando el coach Brewster rio, todos rompieron en carcajadas, hasta el propio Tino. Yo me sonreía allá arriba y lo seguí haciendo hasta que Sharon llegó caminando y me dijo «There you are!» y nos fuimos a casa.
Faustino nunca se pronunció acerca de este suceso.
Volví al estadio del colegio la vez que eliminaron a «nuestro» equipo del campeonato estatal. Debió de haber sido en abril o mayo del 96; la tribuna no estaba a reventar pero sí estaba bastante poblada. La madre de Agustín estaba allí, Kirsten estaba allí, todos estaban allí. Es una palabra fácil de usar, todos, hasta diría que tiene cierto poder y que en general las mujeres, sobre todo las jóvenes y sobreexcitadas (es pleonasmo), abusamos de ella en algún momento de nuestras vidas, a lo mejor con todo el derecho. Por otra parte, la expresión deber de + infinitivo es una frase verbal que significa suposición, probabilidad; o sea, yo no estoy segura fehacientemente de la fecha, pero no pudo haber sido en otro momento, por eso debió de ser abril o mayo del 96, a lo mejor abril, pues en mayo todo se acaba muy rápido. Sí, digamos que fue abril, mediados de abril, y anotemos que los hispanohablantes no se apoyan, en su mayoría, en este debe de cuando su uso es indispensable.
A decir verdad, no recuerdo la posición que Faustino ocupaba en el campo de juego. Tampoco la de Agustín, aunque me figuro que era centrocampista o atacante. A quien no olvido es al portero, Dorian, un chicano grandote que se echó a llorar al no poder atajar la pena máxima decisiva (el partido llegó hasta esa instancia; yo me iba desesperando porque parecía que íbamos a durar allí toda la eternidad). Sus padres, a quienes en el momento clasifiqué como «aldeanos mexicanos pobres», parecían sus abuelos. Cercanos a mi posición, la tristeza más desoladora se dibujaba en sus rostros; la señora bajó a la cancha a abrazar a su muchacho, que seguía llorando desconsolado, y cuando logró calmarlo comenzó a repartir los tamales que llevaba en un costal. Agustín, desde lejos se veía, hacía todo lo posible por llamar la atención. Y lo conseguía: un nutrido grupo de señoritas lo tomaban de la cara y lo abrazaban mientras los jugadores del otro equipo celebraban como micos. Igual o más despeinado que siempre, el argentino rehuía pero no tanto, y daba una caminata y regresaba mientras el entrenador Brewster, que al mismo tiempo se desempeñaba como jefe del coro escolar, pecheaba al árbitro en busca de una explicación que jamás llegaría.
Yo habría confortado a Agustín, si él así me lo hubiera pedido. Futuro del pasado, espero que vaya quedando claro.
En tanto los demás futbolistas se negaban a abandonar la cancha (era su momento, después de todo), Faustino caminó hasta mi posición y anunció que le gustaría invitarme a cenar. Estaba claro que la situación no lo afectaba en lo más mínimo. De pie enfrente de mí, daba la impresión de que no tenía piernas, pues desde donde terminaba la pantaloneta había únicamente un pequeño resquicio de piel lampiña color café, y casi de inmediato estaba el resorte de la media blanca ahogando sus piernas, las cuales yo imaginaba enjutas. No lo eran en absoluto. Bajé a un teléfono público y le anuncié a Wayne, como quien pide permiso, que cenaría con mis amigos del colegio, quienes recién salían de un partido de fútbol. Wayne preguntó quién me llevaría a casa.
—Agustín —mentí.
Noto con preocupación, es el momento para esta anotación, que cuanto menos quiero más termino hablando de fútbol. El lector pero sobre todo la lectora sabrán disculpar estas digresiones. En esa época el fútbol era para mí poco más que un grupo de peludos corriendo detrás de un balón, y lo sigue siendo en parte. No soy una de esas machonas siempre bien informadas sobre el balompié, palabra correcta que pocos usan. Tengo varias notas que he acumulado a lo largo de los años sobre este deporte y el idioma, a lo mejor algún día me animo a hacer algo con ellas. Exactamente, no sé qué es lo que estoy diciendo con esta irrupción, puede ser que desde siempre he conocido el infortunio de alternar con hombres que mueren por este deporte, y como tal me he visto obligada a convivir con él, de la misma manera en que se convive con algo indeseable. Qué sé yo.
Faustino