Gramática pura. Juan Fernando Hincapié
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—¿Te gusta mi troka? —preguntó un orgulloso Faustino mientras se esforzaba por alcanzar los pedales. Luego encendió el motor y lo hizo rugir. Del espejo retrovisor central pendía una figura de la Virgen de Guadalupe envuelta en la bandera mexicana.
Gasté dos minutos ilustrando a mi amigo sobre este particular caso idiomático. En lugar de salir como la lógica dictaba, hacia la avenida, Faustino dio una vuelta por las afueras del estadio. Las familias y los futbolistas salían. No sé si alguien nos vio, pero ¿importa? ¿No puede una, acaso, ir a cenar con un amigo? ¿Tenía alguna relevancia, por ejemplo, que Agustín con su madre, el coach Brewster, los demás compañeros nos vieran?
Me propuso que fuéramos a un McDonald’s. Dije que prefería no ir a ese sitio, por lo que terminamos en Denny’s, un restaurante popular y un tanto guarro que solía promocionarse con el pleonasmo de «Abierto las 24 horas del día». ¿Cuántas horas tiene el día, acaso? En fin: Faustino ordenó una hamburguesa, yo pedí una ensalada. Como siempre, hablamos de cualquier cosa. La troka, por ejemplo, era propiedad de Chuy, su compañero de departamento, su roomie, quien muy amablemente para esta ocasión le había cedido las llaves. Chuy también procedía de Coahuila.
—Y la licencia, ¿ya tienes la licencia? —inquirí.
—Pues claro que no.
Sin mayor transición, pero seguro porque me preguntó, comencé a contarle sobre mi vida en Bogotá, algo que nunca antes me había permitido. Una familia, digamos, con buena posición, un hermanito menor que adoro, un colegio privado que fue como mi segunda casa. A mi retorno, salvo algún imprevisto, lo más natural sería que siguiera la ruta universitaria, buenos amigos y amigas (¡todos!), un buen trabajo para una chica lista; viajar un poco, de pronto Europa, vincularme a una organización importante… Una vida cómoda y feliz, en resumen y en suma.
—¿Cómo es Bogotá?
—Dicen que se parece mucho al D. F., pero más pequeña. ¿Conoces el D. F.?
—No.
La charla, ya para irnos, derivó hacia el argentino. Que había jugado bien, realmente bien, hoy. Que era buena gente (enfatizó esta oración, levantando sus ojos de la mesa para encontrar los míos).
—Sí, él no es mala gente —aduje en tono neutral.
Se dijeron otro par de cosas; yo ya me quería ir. Comencé a sospechar el cariz que tomaba la noche. Ordenamos la cuenta. Faustino insistió en que era una invitación, terminó de contar el efectivo y lo dejó sobre la mesa. Arrugados billetes de un dólar hacían un notable bulto. No me di cuenta si dejó algo extra para la propina. Puede que sí, puede que no.
De vuelta en la troka todo se complicó. Faustino, hombre al fin y al cabo, hombre con troka, seguía con los comentarios estúpidos sobre Agustín, que, lo comprendí rápidamente, perseguían otra finalidad. Hasta que me harté:
—¿Hay algo que me quiera preguntar? —estas preguntas siempre salen mejor con la forma «usted».
—Sí, pero no sé cómo decirlo —encendió la camioneta, arrancó, condujo para no tener que mirarme.
Lo dejé de ese tamaño. Traté de proponer otros temas de charla: la clase de Historia Estadounidense, los demás compañeros, otros genéricos. Resultó evidente que había una cosa y sólo una en su pensamiento.
Llegamos hasta el frente de mi casa. Apagó el motor. Me miró a los ojos.
—Emiliana… —si bien mi nombre adolece de la última sílaba que me adjudicó esa noche, a partir de ese punto lo recuerdo llamándome así—. Dame un beso, Emiliana.
Suspiré pesadamente. Abrí la puerta.
—Por favor —dijimos al mismo tiempo, aunque con matices distintos. Puede que mi «por favor» tuviera signos de admiración, el suyo puntos suspensivos.
Intentó decir algo. Me bajé y aventé la puerta. Caminé con firmeza hasta la casa, abrí la puerta sin darme la vuelta. Todos dormían. No prendí la luz y espié por la ventana. Al cabo de un par de minutos, mi amigo Faustino hizo rugir el motor de la troka y arrancó. Era la segunda vez que yo violaba mi toque de queda.
Al otro día no se presentó a Historia Estadounidense, pero hallé una carta en mi locker hacia el final del día. Kirsten me miraba raro. Ese día almorzamos juntas, con un Agustín al que prácticamente no se le escuchó la voz. Más allá de eso, los eventos del día se desencadenaron de manera normal; y cuando una tiene días normales, eso quiere decir que ya se acostumbró a un sitio. La misiva tenía problemas en los rubros de puntuación, ortografía y acentos gráficos. Sé que la conservé por algún tiempo, pero ahora no la puedo encontrar. Me ofrecía disculpas y me solicitaba que siguiéramos siendo amigos. Sonreí al leerla, pero no dije nada cuando nos topamos el día siguiente. Él se acercó con gesto de perro regañado (hombres), evitando el contacto visual.
—Emiliana.
—¿Qué hay, Tino? ¿Qué ha hecho?
Con ese saludo bogotano todo volvió a la normalidad.
Decía atrás que estábamos, cuando la eliminación futbolera, sobre el final del año escolar. Si yo me devolví a Colombia en julio, quiere decir que en mayo ya lo tenía claro: fuera cual fuere el problema en el que me inmiscuyera todo tendría solución con mi retorno a Colombia. Es más, no comprendo la causa para otorgarles importancia a hechos y personas que en su momento no lo fueron tanto, si bien en los primeros días en Bogotá era todo de lo que podía hablar. A veces siento que mi estancia en los Estados Unidos fue un prolongado periodo bajo el efecto de la anestesia. Aun así, tengo plena claridad sobre los eventos del calendario escolar, que son los mismos de cualquier calendario escolar norteamericano. Cuando llegó el baile de graduación, poco después de mi aventura con Faustino en Denny’s, yo ya estaba entremetida en un escarceo no demasiado efusivo con Brian, un muchacho de la iglesia a la que íbamos con mi familia anfitriona.
En nuestro grupo de Sunday School, fuera de todas las tonterías que se hablaban, a veces nos levantábamos del puesto y nos tomábamos de la mano y le cantábamos al Señor. Yo ya estaba en un punto en el que sólo iba a la iglesia por complacer a Wayne y Sharon, me levantaba temprano y ponía atención en mi arreglo personal, pero todo lo hacía como una autómata. Por ello en el momento de cantar ofrecía ambas manos sin ningún empacho, sin fijarme siquiera quién podía ser el destinatario. Pues bien, algún domingo mi vecino de la izquierda apretó más de la cuenta, a tal punto que me obligó a mirarlo. Era Brian Limones (ese era su curioso apellido), un joven de raza blanca, si bien creo que con antecedente mexicano, alto y desgarbado, que vestía pantalones de dril inusualmente apretados o inusualmente anchos, camisas a cuadros y zapatos tenis que a simple vista parecían un par de tallas más grandes. Adicional a eso, arrastraba algún problemilla de acné, pero estaba correctamente afeitado y lucía un corte de pelo que yo calificaría como un clásico de la milicia. Total, que cuando me apretó la mano le busqué la mirada pero Brian no fue capaz de sostenerla y se puso colorado y seguramente entonces yo haya notado que el pobre estaba matado con la colombiana.
Una tarde de esa semana, mientras hacía mis deberes y charlaba con Sharon, sonó el teléfono. Sharon atendió y yo me concentré en unos ejercicios de cálculo diferencial. Cuando me