Gramática pura. Juan Fernando Hincapié
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—Brian Limones, sweetie.
Hablamos por un par de minutos. El pobre estaba tan nervioso que el hispanohablante parecía él y no yo. Costaba entenderle. No tarde en concluir que Limones era uno de esos hijos únicos, masturbadores crónicos y buenos hasta la exageración, que no se han despegado en toda su vida de las faldas maternas, y que hacen del asunto de cortejar a una intachable señorita materia de seguridad nacional, su madre actuando como canciller. No sería descabellado establecer una conexión entre Faustino y él, con el Río Bravo de por medio. Aunque Faustino era Faustino y Brian era Brian.
Me recogió al rato en el automóvil familiar. Más aplomado, me saludó y me condujo a uno de esos sitios en los que hay una buena cantidad de salas de cine. Vimos una peli sobre un profesor, no sé por qué no lo olvido, un profesor de música al que sus alumnos quieren mucho y que tiene la desgracia, ya casi hacia el final de la cinta, de que su primogénito nace sordo. Estuvo buena, me gustó, y recuerdo que eso fue lo único que Brian me preguntó cuando salimos, si me había gustado, y yo dije sí, gracias, y nos subimos al carro y me condujo de nuevo a casa y allí me dijo Goodbye, Emily.
Siguió llamando casi todos los dias. Íbamos a cenar, repetíamos cine, una vez se permitió llevarme donde unos amigos suyos, supongo que compañeros de estudios. Al ingresar a la residencia, en un gesto totalmente contrario a su persona, veinte gatos modosamente sentados hablando y escuchando música, declaró festivo:
—I brought my Colombian friend!
Todos contemplaron la belleza de la mujer latina a la par que yo me sentaba en el descansabrazos de un sofá. La actividad para el día era una carrera de observación. El grupo fue dividido en subgrupos, yo quedé alejada de Limones y, junto con mis nuevos compañeros, nos subimos a un carro y recorrimos la ciudad en busca de las pistas. Fue una tarde bastante extraña. Un gringo rollizo y con frenillos me habló una vez, pero no le entendí; una chica de shorts y pecas me preguntó algo y perdió el interés cuando comencé a responderle; un joven de padres hondureños me compró una malteada de vainilla. Hacia el final del día Brian me condujo de nuevo a mi casa y preguntó si me había divertido.
Con Faustino, posterior a la noche en Denny’s, seguimos siendo amigos, desde luego, nos veíamos a diario, mas, de pura vergüenza, me figuro, no fue capaz de invitarme al baile de graduación de nuestro colegio, que habría sido lo lógico, cosa que sí hizo Brian por conducto de su madre, quien se comunicó con Sharon, que aceptó por mí y me llevó en las pesquisas de vestido y demás.
No, con Faustino no tocamos el tema, ni siquiera cuando en Historia Estadounidense todo era excitación. Míster Jackson no había preparado la lección y les preguntaba a todos con quién iban a ir. La gente contestaba, eludía, se ponía colorada o efusiva. El pobre Faustino se evadió antes de que el moreno le preguntara si me iba a llevar a mí.
Moreno, morocho, todos tontos eufemismos de la palabra negro, que no entiendo por qué razón evitamos. Bueno, sí entiendo y por eso mismo reconozco la estupidez de hacerlo. Se trata de Colombia, de nuestro español asustadizo y acomplejado. No es más que eso.
Mi vestido no era moreno ni morocho, era negro. Era de terciopelo, con un escote recatado y adornos en los hombros. Se me ceñía al cuerpo y terminaba unos centímetros arriba de las rodillas. Para la ocasión lucí el pelo suelto, medias veladas oscuras y tacones altos. A juicio de Sharon y Wayne, siempre tan amables, lucía hermosa.
En fin: Limones, en esmoquin, vino hasta mi casa, me entregó mi buqué y todos posamos con todos. Se veía igual, pero con esmoquin. De pronto se había hecho algo en el pelo, pues toda la noche dio la impresión de estar húmedo. Algo cicatero de su parte, me llevó a cenar al Red Lobster, y más o menos hacia las nueve de la noche hicimos nuestra entrada al salón que el colegio había alquilado para la ocasión. Antes de sentarnos nos tomaron la fotografía oficial, que por mucho tiempo conservé en una caja originalmente de zapatos en un rincón de mi guardarropa.
Nos sentamos en nuestro lugar asignado, al lado de una simpática pareja ni morocha ni morena: negra, con la cual Brian se trenzó en un intercambio de afabilidades. Yo sonreía y no decía nada. Me costó reconocerla, pero la chica era una de mis compañeras de Historia Estadounidense, quien sí pareció percatarse de mi presencia. Si entro a describir lo que había hecho con las tiesuras que coronaban su cabeza este relato se alargaría considerablemente. Pero se veía muy bonita.
Había mucha gente: profesores, alumnos, personas que yo nunca había visto, todos luciendo sus mejores galas. Así todavía no sea momento para hablar de ello, recordé el baile de graduación de mi colegio bogotano, el prom, como de manera arribista se alude a él. Cierta vez, ya en territorio patrio, discutí con un colega profesor de inglés sobre el origen de la palabra prom. El muy burro sostuvo que era apócope de promotion, y no atendía mis razones sobre el correcto promenade, cuya traducción es asunto complicado, y, como tal, queda de tarea.
En comunión con nuestros nuevos amigos, quienes también se levantaron, Limones me ofreció su mano y enfilamos hacia la pista de baile. Hasta que comenzamos a bailar se le notaba seguro, masculino, primermundista. Sólo lo pensé hasta ese instante, pero era la primera vez que bailaba en un país que no fuera el mío, con un hombre —o bueno— que no fuera de mi misma nacionalidad. No sabía cómo tomarme, se paraba muy lejos, no tenía en absoluto ritmo ni oído. Un desastre, que abandonamos hacia la segunda canción lenta. De las cosas feas que tiene la vida, bailar con alguien que no sabe es de las primeras en la lista. (Alguna vez emprendí la confección de ese listado y la referencia al baile estaba en el número cuatro.) Yo misma lideré el retorno a la mesa, donde de la nada aparecieron Kirsten y Agustín. De Faustino no había rastro, ni tenía por qué haberlo.
Agustín se mostró cortés con mi pareja. Kirsten y yo intercambiamos tensos encomios sobre nuestros vestidos y apariencia en general. Estaba guapa, la gringa, tengo que admitirlo. Agustín también se veía muy bien con su estilo a medio afeitar. Charlamos animadamente, bailamos canciones que no requerían acercamiento ni agarre, pero incluso de esta forma los movimientos de Brian, su entusiasmo y su gesto sólo podían calificarse como lamentables. Nos llevaron afuera, Kirsten y Agustín, y nos ofrecieron del contenido de una botella de bourbon que el argentino había escondido en un matorral. Limones se puso rojo al beber, a mí me sentó bien. Entre los cuatro la acabamos.
Estuve a punto de preguntar por Faustino pero me abstuve. Estaba un poco borracha pero no mal, apenas mareada, ligera, contenta. De vuelta en nuestra mesa, Kirsten se excusó para ir al baño y Brian se ofreció a traernos ponche a todos. Cuando nos quedamos solos, Agustín preguntó si ya había besado al «gringazo ese». Fingí enojo y sonreí: «¿A ti qué te importa?». Entonces sonó un slow dance y propuso que bailáramos.
El nivel del argentino en lo referente a la danza era mucho mejor que el del gringo y mucho peor que el de cualquiera de mis compatriotas. Teniéndolo cerca, su mano en mi talle, sentí un ligero estremecimiento. Nos acercamos, perdidos en la mitad de la multitud. De un momento a otro sentí su aliento cálido en mi cuello. No cedí.
Dimos vueltas y más vueltas.
Con la esquina del ojo izquierdo, a un par de metros, vi cómo Brian bailaba respetuosamente con Kirsten.
No puedo relatar cómo sucedió, pues fue de esas cosas que suceden y no vale la pena buscarles una explicación. Desde mi cuello, los labios de Agustín fueron encontrando un sendero hasta mis propios labios. Me tomó entre sus brazos y me besó largamente. No hice nada por detenerlo.
Deslizando sus manos desde mis hombros hasta llegar a los codos, fue el argentino quien interrumpió el beso. «Colombiana», exclamó. Nos miramos y yo, tras unos segundos, recapacité y me excusé para ir al baño.