La reina de los caribes. Emilio Salgari

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La reina de los caribes - Emilio Salgari

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—le dijo el Corsario—. Si la sorprenden trayéndonos víveres, acaso la maten.

      Carmaux desenvainó el sable y salió detrás de la joven, resuelto a protegerla a toda costa. Wan Stiller y Moko, armados de hachas, se preparaban a deshacer la escalera, a fin de impedir a los españoles subir al piso superior en el caso de que lograsen echar abajo la puerta del torreón.

      —¡Un momento, amigos! —les dijo Carmaux—. Primero, los víveres; después, la escalera.

      —Esperamos tus órdenes —repuso Wan Stiller.

      —Por ahora, vengan conmigo. Trataremos de aprovisionarnos de buenas botellas. Don Pablo debe tener algunas muy añejas, que sentarán muy bien a nuestro capitán.

      Dejaron su refugio y bajaron al piso de don Pablo. La joven india había entrado ya en una estancia donde se conservaban las provisiones de la casa, y, llenando un cesto de toda clase de viandas, volvía rápidamente al torreón. Carmaux y Wan Stiller, viendo buen número de botellas polvorientas, alineadas en una estantería, se apresuraron a apoderarse de ellas. No obstante, tuvieron el buen sentido de coger dos odres llenos de agua. Ya se preparaban a volver a su refugio cuando en el corredor inferior oyeron precipitados pasos.

      —¡Que vienen! —exclamó Carmaux apoderándose de la cesta.

      —¡Deben de haber forzado el pasadizo secreto! —dijo Wan Stiller—. ¡Pronto! ¡Huyamos!

      Enfilaron a paso ligero el corredor que conducía al torreón, y ya iban a franquear la puerta tras la cual los esperaba el compadre Saco de carbón, cuando por el lado opuesto apareció un soldado.

      —¡Eh! ¡Alto, o hago fuego! —gritó el español.

      —¡Que te ahorquen! —contestó Carmaux.

      Sonó un disparo, y una bala horadó uno de los odres que llevaba el hamburgués. El agua se derramó por el agujero.

      —¡Cuidado! —gritó Carmaux—. ¡El agua puede sernos más útil que el jugo de Noé!

      Y entraron, cerrando tras sí la puerta, mientras gritos de rabia se oían en el exterior.

      —¡Hagamos una barricada! —gritó el negro Carmaux.

      En pocos minutos Carmaux y el negro acumularon dichos muebles ante la puerta, formando una barricada tan maciza que podía desafiar las balas de los mosquetes.

      —¿Debo cortar la escalera? —preguntó Moko.

      —Todavía no —dijo Carmaux—. Siempre estaremos a tiempo.

      —¿Qué esperas, compadre blanco?

      —Quiero divertirme un rato.

      —Asaltarán la puerta.

      —Y nosotros les contestaremos, querido Saco de carbón. Es necesario resistir el mayor tiempo posible. Por otra parte, las municiones no escasean.

      —Yo tengo cien cargas.

      —Y Wan Stiller y yo otras tantas, sin contar las pistolas del capitán.

      En aquel momento los españoles llegaban ante la puerta. Al observar que estaba atrancada, se enfurecieron.

      —¡Abran o los mataremos a todos! —gritó una voz imperiosa; y golpearon las tablas con la culata de un mosquete.

      —¡Despacio, señor mío! —replicó Carmaux—. No hay que tener tanta prisa, ¡qué diablos! ¡Un poco de paciencia, gentil soldado!

      —¡Soy un oficial y no un soldado!

      —¡Tengo un verdadero placer en saberlo! —dijo con tono irónico Carmaux.

      —¡Llamen al Corsario Negro!

      —¿Qué quieres de tal caballero, señor oficial, si puede saberse?

      —Deseo parlamentar con él

      —Lo siento, pero en estos momentos está ocupadísimo.

      —Estará herido.

      —Nada de eso, querido señor. Está mejor que yo y que vos.

      —Te he dicho que deseo parlamentar con él.

      —Y yo te he dicho que está ocupadísimo. Pero puedes decirme a mí, que soy su ayudante de campo, lo que deseas.

      —¡Los intimo a que se rindan!

      —¡Oh!

      —¡Y pronto!

      —¡Uf! ¡Qué furia!

      —El comandante de la ciudad les promete respetar sus vidas.

      —¿Con tal que nos vayamos? ¡Si no deseamos otra cosa!

      —Pero con una condición.

      —¡Ah! ¿Hay condición?

      —Que nos cedan su nave con armas y municiones.

      —Queridísimo señor, has olvidado tres cosas.

      —¿Cuáles? —preguntó el oficial.

      —Que tenemos nuestras casas en las Tortugas; que nuestra isla está muy lejos, y, finalmente, que no sabemos andar sobre las aguas, como San Pedro.

      —Se les dará una barca para que se vayan.

      —¡Hum! ¡Son tan incómodas las barcas! Prefiero volver a las Tortugas en el Rayo, y creo que el caballero de Ventimiglia es de mi opinión.

      —Entonces, los ahorcaremos —dijo el oficial, que hasta entonces no se había dado cuenta de la ironía del filibustero.

      —Bueno, pero tengan cuidado con los doce cañones del Rayo. Lanzan unos confetti capaces de no dejar una casa en pie, y, si es preciso, hasta de aniquilar vuestro fuerte.

      —¡Lo veremos! ¡Echen abajo esta puerta!

      —Compadre Saco de carbón, vamos a cortar la escalera —dijo Carmaux volviéndose al negro.

      Subieron ambos al piso superior, y con pocos hachazos despedazaron la escalera, hacinando los maderos. Hecho esto, cerraron el hueco, colocando encima una pesada caja.

      —¡Ya está! —dijo Carmaux—. ¡Ahora, suban si pueden!

      —¿Han entrado ya los españoles? —preguntó el Corsario Negro, que había empuñado su espada y se preparaba a lanzarse del lecho, no obstante las heridas que lo atormentaban.

      —Todavía no, capitán —dijo Carmaux—. La puerta es sólida, y les costará mucho trabajo echarla abajo.

      El Corsario quedó un momento en silencio,

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