La reina de los caribes. Emilio Salgari
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Читать онлайн книгу La reina de los caribes - Emilio Salgari страница 15
—Entonces, trataremos de hacer algo.
Wan Stiller, guareciéndose con el entredós, alcanzó el ángulo opuesto en el momento en que los españoles, creyendo asustar a sus adversarios, hacían una nueva y nutrida descarga.
—¡Ya estoy! —dijo—. A uno lo mando al otro mundo.
Un soldado había pasado a través del boquete su espadón, tratando de hacer saltar una tabla del entredós. Seguro de no ser importunado por los sitiados, no se había cuidado de guarecerse tras la puerta. Wan Stiller, que le había visto, alargó rápidamente el arcabuz y disparó sobre él.
El español, herido en pleno pecho, dejó caer el espadón, extendió los brazos y cayó sobre los compañeros que estaban detrás: la bala le había atravesado el corazón. Los sitiadores, espantados por lo imprevisto del disparo, retrocedieron, aullando de furor. En el mismo momento se oyó en lontananza tronar siniestramente el cañón.
Carmaux lanzó un grito:
—¡Es uno de los cañones del Rayo!
—¡Truenos de Hamburgo! —exclamó Wan Stiller, palideciendo—. ¿Qué sucede a bordo de nuestro barco?
—¿Será una señal? —preguntó Moko.
—¿O que asaltan nuestra nave? —se preguntó Carmaux.
—¡Vamos a ver! —gritó Wan Stiller.
Iban a lanzarse hacia la escalera, cuando en el corredor se oyó una voz que gritaba:
—¡Ánimo, camaradas! ¡El cañón retumba en la bahía! ¡No seamos menos que los soldados del fuerte!
—¡Por vida de cien mil ballenas! —gritó Carmaux—. ¡No nos dejan ni un minuto en paz! ¡Lancémonos al ataque!
Un segundo cañonazo retumbó en la costa, seguido de una nutrida descarga de fusilería. En el mismo instante los soldados del corredor, como si les infundiese aquella descarga nuevos bríos, se precipitaron sobre la puerta y la golpearon furiosamente.
—¡Preparados! —gritó Carmaux a sus compañeros—. ¡Aquí se juega la piel o la libertad!
1. Fanal: cada uno de los grandes faroles que, colocados en la popa de los buques, servían como insignia de mando.
2. Entredós: armario de poca altura, que suele colocase entre dos balcones de una misma pared.
5
El asalto al Rayo
Al oír el primer cañonazo el Corsario Negro, que hacía algunos minutos, vencido por su extremada debilidad y por la pérdida de sangre, había cerrado los ojos, despertó vivamente.
La joven india, que hasta entonces había permanecido junto al lecho sin apartar la vista del enfermo, se irguió, adivinando de dónde procedían aquellas detonaciones.
—Es el cañón, ¿verdad, Yara? —preguntó el Corsario.
—Sí, señor —repuso la joven.
—Mira a ver lo que ocurre en la bahía.
—Temo que esos disparos vengan de tu nave.
—¡Muerte del infierno! —exclamó el Corsario—. ¡De mi nave! ¡Mira, Yara! ¡Mira!
La joven india se acercó a la ventana y miró en dirección a la bahía. El Rayo seguía anclado en el mismo sitio; pero había puesto la proa hacia la playa de modo que dominase con los cañones de estribor el fuerte de la ciudad. En su puente y a lo largo de las bandas se veía moverse muchos hombres, mientras otros subían por los palos, acaso para tomar posiciones en las cofas.
Ocho o diez chalupas atestadas de soldados se dirigían hacia la nave, conservando entre sí una notable distancia. No era preciso ser práctico en cosas de guerra para comprender que en la bahía iba a sostenerse un combate. Aquellas chalupas corrían rápidamente sobre la nave, con la evidente intención de abordarla y, probablemente, de expugnarla.
—Señor —dijo con voz alterada la joven—, amenazan tu nave.
—¡A mi Rayo! —gritó el Corsario intentando levantarse—. ¡Ayúdame, muchacha!
—¡No debes moverte, señor! ¡Tus heridas se abrirán de nuevo!
—Ya volverán más tarde a cerrarse.
—¡Señor!
—¡Calla! ¡Oh! ¡Otro cañonazo! ¡Pronto! ¡Ayúdame!
Sin esperar a más se había envuelto en su tabardo, y con un potente esfuerzo de voluntad había saltado del lecho, manteniéndose en pie sin ningún apoyo. Yara se había precipitado sobre él y le cogió entre sus brazos. El Corsario había confiado demasiado en sus propias fuerzas, y estas le faltaban.
—¡Maldición! —exclamó mordiéndose los labios—. ¡Estar imposibilitado en estos momentos, cuando mi nave corre grave peligro! ¡Ah! ¡Ese siniestro viejo acabará por ser fatal a todos los de mi familia! ¡Yara, déjame que me apoye en tu hombro!
Se dirigía hacia la ventana, cuando vio aparecer a Carmaux. El bravo filibustero tenía el rostro sombrío y la mirada inquieta.
—¡Capitán! —exclamó corriendo hacia él y cogiéndole entre sus brazos—. ¿Se lucha en el mar?
—Sí, Carmaux.
—¡Mil bombas! Y nosotros aquí, sitiados, impotentes para llevar ayuda a nuestra nave, y contigo herido.
—Morgan sabrá defenderla. A bordo hay muchos valientes y muchos cañones.
—Pero aquí vuestra posición es insostenible, capitán.
—¡Corten la escalera y sálvense!
—Eso haremos dentro de poco.
—¡Vamos a la ventana, amigo! ¡Luchan fieramente en la bahía!
Un tercero y un cuarto cañonazo hacían retumbo sobre el mar, y se oían frecuentes descargas de mosquetería. Carmaux y Yara llevaron casi en peso al Corsario, haciéndole sentarse ante la ventana del torreón. Desde aquel sitio la mirada se extendía por toda la ciudad y dominaba por completo la bahía y hasta un inmenso trozo de mar.
La batalla entre el Rayo y las chalupas tripuladas por los soldados del fuerte se había trabado con mucho brío por ambas partes. La nave, que no quería abandonar la bahía sin antes haber recogido a su capitán, había anclado a trescientos metros de la playa, presentando a los asaltantes