La reina de los caribes. Emilio Salgari
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Читать онлайн книгу La reina de los caribes - Emilio Salgari страница 21
—¡Embarquemos! —ordenó Morgan.
El Corsario Negro, colocado en una ballenera en unión de Yara, Carmaux y algunos otros heridos, fue rápida y cuidadosamente transportado a bordo.
Cuando se vio sobre el puente de su nave lanzó un largo suspiro, diciendo:
—¡Ahora ya no me prenderán, amigos! ¡El Rayo vale por una escuadra!
Entretanto, los hombres que quedaban en la playa habían hecho frente al enemigo, que desembocaba por todas partes, engrosando por minutos. Las descargas se sucedían sin interrupción, causando pérdidas por ambas partes e impidiendo a los filibusteros embarcar en las chalupas. El Corsario Negro, que no había querido dejar el puente, comprendió el peligro que corrían sus hombres, y volviéndose a los artilleros de las piezas de cubierta, les gritó:
—¡Metralla sobre los enemigos! ¡Una buena descarga!
Las dos piezas de artillería fueron dirigidas hacia la playa y lanzaron sobre los españoles una nube de fuego. Aquellas dos descargas bastaron para contener, al menos momentáneamente, a los adversarios. Los filibusteros aprovecharon la ocasión para alcanzar precipitadamente las chalupas. Cuando los españoles se rehicieron, los últimos marineros estaban ya a bordo.
—¡Ya es tarde, queridos! —dijo Carmaux haciendo un gesto irónico—. Y además les advierto que nos sobra la metralla.
El Corsario Negro, en vista de que todos sus hombres, hasta los heridos, estaban ya a bordo, se dejó llevar a su camarote. Aquella estancia era lo más rica y cómoda que se puede imaginar. No era una de esas estrechas habitaciones que forman el llamado cuadro de oficiales, sino una salita amplia y bien aireada, con dos ventanillas adornadas por columnas corintias y forrada de seda azul.
En el centro se veía un cómodo lecho de columnas de metal dorado; en los ángulos, estanterías de estilo antiquísimo y divanes; y en las paredes, grandes espejos de Venecia con cornisa de cristal, y panoplias de armas de todas clases. Una lámpara de plata dorada con globos de vidrio rosado extendía en torno una luz extraña, que recordaba la producida por la aurora en los amaneceres estivales.
El Corsario se dejó llevar al lecho sin hacer un gesto de dolor: parecía como si las largas emociones experimentadas y los poderosos esfuerzos realizados hubiesen por fin rendido el alma del formidable Corsario. Morgan entró en el camarote, seguido del médico de a bordo, de Yara y de Carmaux, el ayudante de campo del filibustero.
—¿Qué opinas? —preguntó Morgan al médico después que lo hubo examinado.
—Nada grave —repuso aquél—. Son heridas de menos peligro que dolor, aunque una de ellas es muy profunda. Dentro de quince días el capitán podrá devolver las estocadas recibidas.
—No será necesario, doctor —dijo Carmaux—. Los hombres que le han herido deben de estar a estas horas en casa de Belcebú, su señor.
—Hagan volver en sí al capitán —dijo Morgan—. Debo hablarle con urgencia.
El doctor abrió el botiquín, del cual sacó un frasco, que aplicó a la nariz del Corsario. Un instante después el señor de Ventimiglia abría los ojos y miraba alternativamente a Morgan y al doctor, que estaban inclinados sobre él.
—¡Muerte del infierno! —exclamó—. ¡Creía haber soñado! ¿Es cierto que estoy a bordo de mi nave?
—Sí, caballero —dijo Morgan riendo.
—¿He perdido el sentido?
—Sí, capitán.
—¡Malditas heridas! —exclamó el Corsario con rabia—. ¡Es la segunda vez que me juegan esa mala pasada! ¡Deben de ser dos magníficas estocadas!
—Curarás pronto, señor —dijo el médico.
—Gracias por el augurio. Y bien, Morgan: ¿cómo estamos?
—La bahía sigue bloqueada.
—¿Y la guarnición del fuerte?
—Por el momento se contenta con mirarnos.
—¿Crees que se puede forzar el bloqueo?
—¿Esta noche? Las dos fragatas se tendrán en guardia, capitán.
—¡Oh! ¡De eso estoy seguro!
—Y están poderosamente armadas. Una posee dieciocho cañones; la otra, catorce.
—Veinte más que nosotros.
—Sí, capitán.
Después de breves minutos de silencio, en que pareció vivamente preocupado, dijo:
—De todos modos, saldremos al mar. Es necesario partir esta noche adonde no nos veamos amenazados por las fuerzas de mar y tierra.
—¡Salir! —exclamó Morgan, estupefacto—. Piensa que con tres o cuatro andanadas bien dirigidas, pueden desmantelar nuestra nave y hundirla.
—Podemos evitar esas bordadas.
—¿De qué modo, señor?
—Preparando un brulote1. ¿No hay ninguna nave en el puerto?
—Sí. hay una lancha cañonera anclada junto al islote. Los españoles la abandonaron cuando llegamos nosotros.
—¿Está armada?
—Con dos cañones, y es de dos palos.
—¿Tiene carga?
—No, capitán.
—A bordo tenemos materias inflamables, ¿no es cierto?
—No nos falta esparto2, ni pez, ni granadas.
—Entonces, da orden de preparar un buen brulote. Si el golpe nos sale bien, veremos arder alguna de las fragatas. ¿Qué hora tenemos?
—Las diez, capitán —dijo Morgan.
—Déjenme descansar hasta las dos. A las tres estaré en el puente para mandar la maniobra.
Morgan, Carmaux y el médico salieron, mientras el Corsario volvía a echarse. Antes de cerrar los ojos buscó a la joven india y la vio acurrucada en un rincón.
—¿Qué haces, muchacha? —le preguntó dulcemente.
—Velar por ti, señor.
—Échate en uno de esos sofás y trata de reposar. Dentro de algunas horas lloverán aquí balas y granadas, y el resplandor de los fogonazos cegará tus ojos. Duerme, buena niña, y sueña con tu venganza.
—¡Gracias, señor! ¡Mi alma y mi sangre te pertenecen!
El Corsario sonrió, y volviéndose a un lado cerró los ojos. Mientras el herido descansaba, Morgan había subido al puente para preparar el terrible golpe de audacia que había de dar a los filibusteros la libertad o la muerte.
Aquel