Un caminos compartido. Brenda Darke

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Velan por su bienestar, enseñan a los demás cómo incluirlos y valorarlos. Sin embargo, valgan verdades, son todavía una minoría. Desgraciadamente, encontramos en las iglesias mucha confusión y poca información al respecto, y como resultado, indiferencia. Necesitamos escuchar las voces de las personas con discapacidad para entender sus vidas y el clamor de sus corazones.

      Esta es una historia real:

      Juan, un hombre pobre que no podía caminar, llegó hasta una iglesia usando sus brazos para deslizarse por el suelo. Con suma dificultad subió las gradas que conducían a la entrada del templo. Cuando se disponía a ingresar, escuchó las voces de los miembros de la iglesia, apostados en la puerta, que le negaban la entrada. Decían que no era digno entrar al templo de Dios de esa manera, arrastrándose. Entonces, con mucha tristeza, se tuvo que ir. Regresó a su habitación. Poco tiempo después, el pobre hombre murió. Nunca tuvo la oportunidad de escuchar las buenas nuevas de la vida eterna y el perdón de pecados. Los hermanos de esa iglesia nunca llegaron a conocerlo.

      Si no conocemos a las personas con discapacidad, o a sus familias, es probable que nunca logremos entender sus vidas. En este libro vamos a caminar junto a algunas personas que viven en condiciones de discapacidad, a quienes normalmente no conoceríamos. Mientras caminemos, escucharemos sus voces, cada una diferente y cada una importante.

      Todas estas voces se escucharon en las iglesias de América Latina. Algunas voces son tristes, fruto de experiencias de rechazo o crítica en la iglesia, como la de Susana, de Ecuador: “Tengo una discapacidad motora, algunos en la iglesia me echan la culpa. Otros dicen que debo tener fe y que Jesús me va a sanar. Me frustré mucho con Dios siendo adolescente. Pero me es más fácil entender a otros, y trato de apoyar a otras personas”.

      Otras voces son más positivas. Este es Juan, un joven de El Salvador: “Vengo de una familia cristiana y tengo secuelas de polio. Dios me rehabilitó a través de la iglesia. Me ayudó, especialmente en mi autoestima. En la iglesia encuentro mucha aceptación de parte de los hermanos”.

      Otro muchacho, Esteban, también de El Salvador, dice: “No puedo jugar fútbol, tengo dificultad para hablar. Hay algunos en la iglesia que no me quieren, pero son muchos más los que me apoyan. Soy feliz, mis hermanos me aceptan”.

      En contraste, otros experimentan frustración, como Olga de Guatemala. Ella quiere trabajar en la iglesia aunque es ciega. “Cuando yo quiero aportar algo, me dicen: ‘Quédate tranquila, no tienes que hacer nada’, pero yo quiero hacer algo”.

      ¿Es cierto que una persona con discapacidad no puede o no debe aportar algo en la iglesia? Sin duda, puede y debe. Una niña con discapacidad cognitiva, en este caso con síndrome Down, puede tener una vida espiritual. Escuchemos la voz de una madre:

      Diana es una niña de 12 años. En su condición de persona con síndrome Down, tiene dificultad para expresarse verbalmente. Sin embargo, esto no ha sido impedimento para que ella logre conocer el amor de Dios ni para que repita una oración de aceptación al Señor Jesucristo en su corazón. Tampoco para gozar de los cantos que alaban y exaltan su nombre. Pero hay algo mayor que queremos compartir. En una oportunidad escuchamos a Diana tomar la palabra en una reunión familiar de oración e interceder con acción de gracias por cada uno de los miembros de la familia. Lo hizo con una oración coherente, sencilla y directa, que estamos seguros subió hasta el trono de Dios.

      En el camino

      ¿Por qué hablar de caminar? Si no estamos acostumbrados a caminar todos los días, nos costará esfuerzo, tiempo y paciencia. Sin embargo, caminar era normal en la época en que Jesús nació. Si leemos los textos bíblicos acerca de Jesús, nos daremos cuenta de muchos aspectos culturales de su época y de cómo vivió él. Hombres, mujeres, niñas y niños, todos caminaban de un lugar a otro. Las personas importantes podían montar un caballo o ser llevadas en un carro con caballos o podían viajar montadas sobre un burro, pero la gente pobre tenía que caminar.

      Jesús caminó; se identificó con las multitudes de hombres y mujeres pobres. Caminó horas y días con sus discípulos y amigos. Durante estas caminatas, les enseñaba directamente y a través de parábolas o de acciones. Podemos imaginar estos viajes, los momentos tranquilos durante la mañana antes del calor del mediodía. O el cansancio, al final de una caminata larga, cuando buscaban un lugar para pasar la noche, el cual podía ser una casa humilde o, simplemente, un espacio bajo las estrellas. La solidaridad al caminar juntos, cuidándose mutuamente para que nadie se quedara atrás, era parte del aprendizaje. Las conversaciones y los chistes alrededor de la mesa, cuando por fin llegaban a su destino, eran parte de la aventura. Las experiencias compartidas hicieron que se conocieran cada vez mejor, especialmente si alguien se encontraba en problemas. Cuando había discusiones entre los discípulos, y Jesús tenía que intervenir, enseñaba con su palabra y ejemplo.

      La iglesia evangélica, como el conjunto de la sociedad de hoy, ha perdido esta estrategia de aprendizaje. ¿Quién tiene tiempo para aprender así, caminando? Usamos la radio, la televisión, el video e Internet para buscar nueva información. Y si queremos interactuar con alguien, recurrimos al teléfono, al correo electrónico, al Facebook o al Skype. Nuestro estilo favorito es tecnológico y virtual, por su velocidad.

      Podemos recuperar algunos de los beneficios de la caminata compartida. El progreso del peregrino fue escrito por el inglés John Bunyan y publicado en 1678. Es un libro clásico y forma parte de nuestra herencia evangélica. El héroe, el Peregrino, respondió a la invitación de salir de su casa y a descubrir más de Dios mientras caminaba a la Ciudad Celestial. Tuvo que enfrentar tentaciones en ese camino y se encontró con muchos otros peregrinos; no caminó solo, sino conversando con alguien. Caminar conversando y tomándonos tiempo para conocernos, hoy parece muy atractivo frente a la velocidad de nuestras vidas. En vez de comunicarnos por teléfono o correo electrónico, nos da la oportunidad de entrar en diálogo, cara a cara.

      Los peregrinos con quienes vamos a caminar son como Elena, una joven que nació sorda; y como Julia, quien tiene una discapacidad físico-motora. También conoceremos a Rodolfo, que empezó su caminata sin discapacidad, pero después de un accidente adquirió una. Conversaremos con los padres de niños que no se dan cuenta de su estado de discapacidad compleja, pero luchan por vivir y disfrutan la vida. Como dice en el libro de Hebreos, es una multitud caminando en la fe.

      En el camino entramos en diálogo con otras personas que representan a ministerios de la iglesia y organizaciones no gubernamentales. Este es una caminata en comunidad, la comunidad de nuestra fe.

      Discapacidad: ¿pérdida o pluralidad?

      Uno de los conceptos que asociamos con discapacidad es el de “pérdida”, puesto que muchas personas con discapacidad han perdido sus habilidades para hablar, movilizarse, escuchar o ver el mundo alrededor de ellos. También consideramos que nacer con alguna de estas discapacidades deja a la persona disminuida, como en el caso de una persona con síndrome Down, que probablemente no irá a la universidad y por ello “perderá” la oportunidad de ser profesional. O, tomando la figura de la caminata, como algunos no pueden caminar, se están perdiendo de una experiencia linda. ¿No es obvio que ellos viven experiencias de pérdida? Imaginamos que sus vidas deben ser tristes o frustradas.

      En el libro Una iglesia de todos y para todos, la Red Ecuménica para la Defensa de la Persona con Discapacidad (Ecumenical Disability Advocates Network, o edan) lo discute: ¿Es pertinente usar en nuestro lenguaje el término discapacidad asociado a la pérdida, pese a ser una etapa de la peregrinación de las propias personas con discapacidad? ¿No sería más adecuado asociarlo al concepto de pluralidad?

      La pluralidad es, en verdad, parte de la realidad que vivimos todos. Nadie es igual a otra persona, cada uno es único. Dios nos creó individualmente. La diversidad es nuestra experiencia común. Lo que nos cuesta es la amplitud de la diversidad. Entender

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