Tormenta de guerra. Victoria Aveyard
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En Montfort podrá cultivar todas las que quiera. Podrá sembrar un jardín entero y dedicar su vida a verlo florecer.
Farley baja del transporte antes de que se detenga y salta sobre un charco. Yo titubeo por muchas razones.
Claro que debo hablar con mi familia acerca de Montfort. Espero que esté de acuerdo en quedarse ahí, por más que yo tenga que volver a marcharme. Aunque ya deberíamos estar acostumbrados a esto, partir nunca es fácil. Mi familia no puede impedir que lo haga y yo tampoco. Si se niega a ir allá… Tiemblo ante esta idea; saber que ella está a salvo es el único consuelo que me queda.
Esa controversia inevitable es un sueño en comparación con lo demás que debo admitir.
Cal eligió la corona, no a mí, no a nosotros.
Decir esto lo hace realidad.
El charco a un lado del vehículo es más hondo de lo que imaginé y cuando lo cruzo moja los lados de mis botas cortas y un escalofrío sube por mis piernas. Esta distracción me agrada y sigo a Farley escalones arriba, hasta una puerta que se abre.
Una masa indistinta de miembros de la familia Barrow me absorbe; mamá, Gisa, Tramy y Bree se arremolinan a mi alrededor. Mi viejo amigo Kilorn se les suma y avanza para darme un breve pero firme apretón de manos. Siento un alivio inmenso al verlo; no estaba preparado para combatir en Corvium y todavía me alegra que haya aceptado quedarse aquí.
Papá permanece al fondo, a la espera de abrazarme apropiadamente sin que nadie se nos cruce. Quizá deba aguardar mucho, porque mamá no parece dispuesta a soltarme y rodea mis hombros con un brazo para tenerme cerca; su ropa huele a limpio, a jabón y rocío de la mañana, en contraste con Los Pilares. Mi prestigio en el ejército, cualquiera que sea, hace posible que mi familia disfrute de un nivel de vida al que no estaba acostumbrada. La casa misma, antigua vivienda de un oficial, es opulenta en comparación con nuestra vieja casa sobre los pilares. Pese a que la decoración es exigua, el mobiliario básico es fino y está bien cuidado.
Farley sólo tiene ojos para Clara. Mientras atravieso la puerta, la carga ya contra su pecho y permite que pose la cabeza en su hombro. La bebé bosteza y se acurruca con la intención de reanudar la siesta. Cuando Farley cree que nadie la mira, flexiona el cuello y aplasta la nariz contra la cabecita castaña de Clara. Cierra los ojos y aspira.
Entretanto, mamá me planta otra docena de besos en la sien y sonríe.
—¡Estás en casa de nuevo! —musita.
—Así que lo lograsteis —dice papá—: Corvium ha dejado de existir —me aparto de mamá un instante para darle un fuerte abrazo. Aún no nos acostumbramos a estrecharnos de este modo, sin que él esté encogido en su silla de ruedas. Pese a sus largos meses de recuperación con la ayuda de Sara Skonos y los curanderos y enfermeras del ejército de Montfort, nada puede borrar los años que todos recordamos. El dolor continúa ahí, asentado en su cerebro. Y supongo que así debe ser; no es bueno olvidar.
Se apoya en mí, menos pesadamente que antes, y mientras lo conduzco a la sala compartimos una amarga sonrisa secreta. Él también fue soldado alguna vez, durante más tiempo que cualquiera de nosotros. Sabe lo que es mirar la muerte a los ojos y vivir para contarlo. Debajo de las arrugas y sus ralos mechones entrecanos, detrás de sus ojos, intento imaginar cómo era. En casa teníamos algunas fotografías; no sé cuántas de ellas acabaron en el refugio de la isla de Tuck, a la otra base en la comarca de los Lagos y por fin aquí. Una sobresale en mi memoria, una antigua foto, desgastada en las puntas y con la imagen desvanecida y borrosa. Mis padres posaron para ella hace mucho tiempo, antes de que Bree naciera; eran unos adolescentes, chicos de Los Pilares como lo fui yo. Seguramente papá no tenía entonces más de dieciocho años, no lo habían reclutado todavía, y mamá era apenas una aprendiz. Él se parecía mucho a Bree, mi hermano mayor: la misma sonrisa, una boca amplia enmarcada por hoyuelos, cejas rectas y abundantes en una frente alta y orejas muy grandes. No me gustaría que mis hermanos envejecieran como él, que se viesen sujetos a los mismos dolores y preocupaciones. Yo me haré cargo de que no compartan el destino de papá, ni el de Shade.
Bree se desploma en un sillón junto a nosotros y cruza sus desnudos tobillos sobre el tapete. Arrugo la nariz; los pies de los hombres no son bellos.
—¡En buena hora terminaron con eso! —maldice a Corvium.
Tramy agita la cabeza en señal de asentimiento, su barba castaña oscura no cesa de abultarse.
—No lo echaré de menos —coincide. Ambos fueron alistados como papá, conocen tan bien esa fortaleza que tienen derecho a odiarla en su memoria. Intercambian sonrisas como si hubieran ganado un juego.
Papá se muestra menos festivo. Se acomoda en otro sillón y estira su pierna regenerada.
—Los Plateados construirán una ciudad igual. Así se las gastan, no cambian —sus ojos destellan en busca de los míos; siento zozobra cuando capto el sentido de sus palabras, me arden las mejillas—, ¿cierto?
Miro avergonzada a Gisa, a quien examino rápido. Sus hombros están encorvados y suspira, asiente apenas; se entretiene con la manga de su blusa para evitar mi mirada.
—Así que ya os habéis enterado —digo con voz hueca y apagada.
—No de todo —mira a Kilorn y apostaría que él los puso sobre aviso, transmitió anoche las partes menos dolorosas de mi mensaje; inquieta, Gisa enreda un mechón en su dedo y sus hebras rojas relucen—, aunque sí de lo suficiente para hacernos una idea: algo acerca de otra reina, un nuevo rey y Montfort, claro, ¡siempre Montfort!
Kilorn frunce los labios y pasa una mano por su disparejo cabello rubio, en reflejo de la incomodidad de Gisa. En él hay cólera también; hierve a fuego lento en su interior e ilumina sus ojos verdes.
—¡No puedo creer que él haya dicho que sí! —dice.
Lo único que puedo hacer es asentir.
—¡Cobarde! —suelta Kilorn y cierra un puño—. ¡Idiota, bastardo presuntuoso y malcriado! ¡Debería partirle la boca!
—¡Cuenta conmigo! —murmura Gisa.
Nadie los reprende, ni siquiera yo, pese al hecho de que Kilorn lo espera. Me ve y se sorprende de mi silencio; le sostengo la mirada, intento hablar sin mencionar el nombre. Shade dio su vida por nuestra causa y Tiberias ni siquiera puede renunciar a la corona.
Me pregunto si sabe que mi corazón está destrozado. Seguro que sí.
¿Así se siente que lo releguen a uno, como cuando yo rechacé a Kilorn y le dije que no sentía lo mismo que él, que no podía darle lo que quería?
La compasión suaviza sus ojos. Espero que no sepa nunca qué se siente y no haberle causado tanta pena. Amarme no está en ti, me dijo en una ocasión; ahora querría que eso no fuera cierto, que yo hubiese sido capaz de salvarnos de esta agonía.
Mamá posa una mano en mi brazo, por fortuna. Es un contacto ligero, aunque suficiente para guiarme al gran sofá. No dice nada acerca del príncipe Calore y la mirada que lanza alrededor de la sala habla por ella. ¡Ya basta!
—Recibimos