Sońka. Ignacy Karpowicz

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Sońka - Ignacy Karpowicz Rayos Globulares

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ojos abismales de los santos retratados en tablas doradas, en la fuente misma de la nada.

      Sońka extrajo el clavo de la cadena a cuyo extremo aguardaba, plácidamente, una vaca manchada. La res rumiaba hierba y daba leche, paría cada dos años, proporcionaba carne y piel; producía dinero, que, si bien no era mucho, no se podía desdeñar. Producía ese dinero como si se tratara de la casa de la moneda, incluso cuando dormía o cuando por debajo de su inquieta cola excretaba una plasta que se esparcía como una imagen del test de Rorschach. El prado alimentaba a la vaca, y la vaca, al alimentar a los de la ciudad, alimentaba también a Sońka. El mundo está organizado de tal manera que para que unos puedan comer es preciso que otros coman. Porque si todos dejan de comer, decía Sońka, el mundo enflaquecerá, y si el mundo enflaquece hasta quedar en los huesos, entonces ni la grasa de castor ni los curanderos podrán hacer nada.

      Después de extraer el clavo Sońka aguardó un instante a que su respiración dejara de golpearle las costillas con tanto dolor, se apoyó en la cayada nudosa, pesadamente, tal y como en tiempos se apoyaba en una horca, e incluso más pesadamente, porque ahora se sentía pesada, terriblemente pesada, como si fuera un saco de carne. Se arregló el pañuelo, lanzó unos chasquidos y le dijo a la res:

      —Nu, Mućka, pashla.2

      La central lechera manchada, automotriz y con las ubres colmadas, miró a Sońka con el marrón más marrón de sus ojos, en cuyo fondo crecía la hierba, revoloteaban los tábanos y en el abrevadero nadaban unos minúsculos pececillos espinosos, kaluchki,3 de los cuales se saca un provecho tan pequeño como ellos mismos, aunque lo que es pequeño o inservible en época de bonanza se convierte en grande e indispensable en tiempos de hambre y guerra.

      Sońka se puso a caminar muy despacio, ni siquiera miró hacia atrás por encima del hombro, el izquierdo para el mal de ojo, el derecho para deshacer los hechizos, porque sabía que la res conocía el camino: un sendero abierto a fuerza de pasar por allí, y que descendía con suavidad hasta la orilla del río, llena de pisadas de pezuñas. Una vez allí, la vaca bebería unos dos cubos de agua y la viejecita sacaría del bolsillo un caramelo de menta de los baratos. Después tendría que regresar, cuesta arriba, deteniéndose al menos tres veces para que la respiración la alcanzara, porque, como decía Sońka, la respiración no caminaba al mismo ritmo que la persona, y si alguien va demasiado deprisa es capaz de perder su propio aliento, y cuando alguien pierde su aliento, ni san Nicolás el Milagrero ni san Menas pueden encontrarlo. Pero en cuanto la vereda arenosa sale de detrás de los matorrales, entonces ya se puede dejar que las piernas te lleven a casa sin ninguna inquietud.

      De tanto en tanto, un coche con matrícula de Białystok o incluso de Varsovia pasa junto a ese camino arenoso. Cruza en un visto y no visto, levantando tanto polvo que parece una cortina de humo.

      Y en ese momento —como sucede en los cuentos, cuando el príncipe aparece a caballo y ve a una campesina en la que descubre su destino, la felicidad, sus vástagos y la maldición del matrimonio morganático— apareció por la carretera una limusina de quinientos caballos. Apareció y, finalmente, se detuvo.

      Aquella mole ovoide, un Mercedes clase S, permaneció inmóvil, lanzando destellos grisáceos como si se tratara de un escarabajo agigantado. La vaca estornudó, rumió la hierba almacenada en uno de sus múltiples estómagos, hasta un total de cuatro, movió las pezuñas y pareció interesarse únicamente por los tábanos que intentaban posarse en su nariz. En cambio, Sońka se puso una mano como visera. La mano —ahora endurecida, con astillitas clavadas, con callos, con la historia de muchas décadas encima— le permitía ver mejor. Tfu, pensó Sońka, prystanuli i buduć stsać.4

      Sin embargo, nadie evacuó la vejiga en plena naturaleza. Sońka se había equivocado en la elección de las palabras, aunque no había cometido ningún error en la apreciación de lo que iba a suceder, pues no pretendía decir nada en concreto. Al igual que tras el invierno llega siempre la primavera, también cuando se para un coche con matrícula de Varsovia se tiene la seguridad de que va a ocurrir algo inoportuno.

      El Mercedes se quedó parado, el polvo se posó; los altavoces tronaban —la puerta delantera, del lado del conductor, se había abierto— y del coche surgió el príncipe de la ciudad. Pero en lugar de decir «te amo», «te he buscado», «he puesto anuncios», en lugar de eso la puerta se cerró y la música dejó de oírse, sin más.

      El polvo se posó, el V8 del coche enmudeció, la vaca continuó caminando por el arcén; tras la vaca, Sońka —difícil saber quién llevaba a quién—, y tras ella no parecía haber nada: todo lo que poseía, se lo había ofrecido a otros hacía mucho tiempo, y lo que no tenía, no podía darlo ni robarlo. De su mismo lado, en ese mismo arcén, se quedó el príncipe de la ciudad, con una mochilita en vez de un cetro y una sonrisa en lugar de un reino. El tipo llevaba un pantalón corto de camuflaje militar con unos bolsillos inservibles, una camiseta de manga corta color naranja como los incisivos de una nutria y unas sandalias de ante con un aspecto aún más suave que el abrigo de piel de oveja karakul de Wiera, la del Ayuntamiento de Gródek, la más elegantona de la comarca, que una vez a la semana iba a Białystok en su coche, un Golf, que así se llamaba, made in Germany, igual que la pesadilla que vivió Sońka; y si la calidad del coche igualaba, aunque solo fuera en parte, a la que tenía aquella guerra, entonces no quedaba otra que envidiar a Wiera: su Golf le prestaría servicio durante años, sin averías, y jamás se le iría de la cabeza ni de sus pensamientos.

      ¡Hay que ver!, pensó Sońka, intrigada y algo nerviosa, es tan mono este principito que podría colocarlo en el salón, limpiarle el polvo una vez a la semana y, en Navidad, adornarlo con colgantes dorados, farolillos y pajaritos, encender una vela, sacar del calcetín el último anillo que me dejó mi madre y mirarlo y mirarlo hasta la saciedad, y después, a dormir.

      El jovenzuelo de la ciudad tendría nombre, cosa que Sońka imaginaba, tendría una posición, aunque Sońka no lo podía imaginar, y era evidente que estaba de mal humor, lo cual provoca que salgan innecesariamente arrugas que ni Lancôme ni la doctora Irena Eris pueden remediar. Durante un buen rato se palpó los bolsillos y rebuscó en la mochila, como si hubiera perdido un papel con consejos y respuestas a todas las preguntas del mundo: ¿qué hacer y cómo vivir?, ¿de qué huir y con quién huir?, ¿adónde huir y por cuánto dinero?; y, sobre todo: ¿dónde coño está el número del puto seguro? Pero no sacó ningún papelito, sino un paquete dorado de cigarrillos —comprado en un duty-free, como saben quienes fuman y vuelan mucho por el mundo—. Encendió uno, le dio una calada y tuvo un ataque de tos. Zdyjlina,5 le susurró Sońka a la vaca, que había detenido su marcha junto a unos matorrales y meditaba acerca de la naturaleza de los tábanos.

      El príncipe sacó un móvil a la última, tan bonito y reluciente que parecía ideal para colocarlo sobre la Puerta Real del iconostasio y, en caso de máxima urgencia —una inundación, una guerra, un Gobierno de derechas—, llamar al Jefe y quejarse a gusto, abrirle el corazón y aprovecharse de una tarifa plana: Spasi, Hospadzi, spasi.6 Pero ese móvil, aunque fuera muy bonito y brillara mucho bajo el sol de agosto, no puso en contacto a su dueño con el dueño de un aparato similar al otro lado de la línea, en algún lugar de un mundo real, con cines, centros comerciales y pizzas por teléfono, marcando el 0800, llamada gratuita, el envío también gratuito para los pedidos superiores a treinta zlotys.

      Sońka sabía que el urbanita se había detenido en el culo del mundo elevado a la décima potencia porque ningún operador de telefonía móvil cubría aquel pedazo de tierra, ningún sociólogo reflejaba a sus habitantes en las estadísticas, ni siquiera el pope se acercaba por allí en su Daewoo Espero y cuando lo hacía era para consagrar a toda prisa, bendecir mecánicamente, meterse el sobre en el bolsillo y a otra cosa; se dejaba ver entre tres y cinco veces al año, dependiendo del número de decesos, puesto que el número de fiestas no cambiaba.

      Allí,

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