Mi obsesión. Angy Skay
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—Estás hecha una provocadora. Veremos a ver cómo salimos de la piscina.
Me reí por su comentario desmesurado, acompañado de una cara de rufián imperdonable.
Durante el trayecto a la piscina, pensé que Edgar debía estar esperándome en su habitación, aunque por nada del mundo pensaba subir. Mi cuerpo quedó cubierto por el simple bikini tras deshacerme de mi vestido, el cual dejé sobre la tumbona, y me encaminé hacia el agua, donde un montón de personas comenzaron a meterse para la fiesta de pompas que tendría lugar en menos de quince minutos. Tiré del brazo de Luke, pero negó con la cabeza.
—¡Vamos, será divertido!
—Yo te espero en la barra —me dijo muy convencido.
—¡Oh, venga, Luke! No seas aguafiestas.
—Que no, que no. Las pompas que van a soltar me dan repelús. Pensaba que serían de otra cosa, y ni loco me meto con esas cosas redondas llenas de jabón hasta las trancas. ¡Quita, quita!
Puse los ojos en blanco. Antes de entrar y perderlo de vista entre tantas personas, le dije adiós con la mano. Me coloqué en uno de los rincones, rodeada de gente que no conocía. Un monitor se detuvo en una especie de tarima, visible para las tres piscinas que circundaban la cubierta. Entre tanto barullo, era imposible ver a Luke, aunque rápidamente dejé de pensar en él cuando la música sonó y las pompas salieron disparadas desde enormes cañones incrustados en las paredes laterales de la piscina. Todo el mundo bailaba y se divertía al son de la música con los ejercicios que el monitor indicaba, y yo, como era habitual en mí, le seguí el ritmo. Porque si algo me gustaba, era bailar y la música.
—Te he dicho cinco minutos, ¿y tú te vienes a la piscina a bailar?
La tensa voz de Edgar ocasionó que diese un bote, asustándome, cuando de nuevo su aliento rozó mi oído. Me quedé paralizada durante unos segundos, pero me recompuse inmediatamente, bailando, como si él no estuviera. «Sabías que vendría», me dijo mi subconsciente. Y sí, lo sabía, aunque no querer asimilarlo era bien distinto. No me habría buscado en dos años, pero allí tenía siete días para no dejarme respirar.
—Si sigues moviéndote así, vas a hacer que pierda la cabeza.
—La cabeza la perdiste hace mucho tiempo, Edgar —repuse, ignorándolo.
El habitual escalofrío que me recorría las entrañas cada vez que se encontraba cerca resurgió. Sentí una de sus manos posarse en mi espalda y bajar con mucha lentitud, delineando mi columna vertebral hasta mi trasero. Mientras, con la otra sujetaba mi cintura con precisión, para terminar chocando con su duro pecho después de atraerme hacia él. Mis fuerzas flaquearon y mis sentidos se fueron al traste por aquel sensual roce, ocasionando que un pequeño gemido saliese de mi garganta de manera involuntaria. Me había oído, porque sentí, junto con el roce de sus labios en mi cuello, una pequeña sonrisa que no dejó lugar a dudas.
Intenté retomar el ritmo de la música, pero me fue imposible concentrarme cuando sus manos pasearon por mi cuerpo a su antojo, sin permiso, sin que nadie fuese consciente de ello. Miré alrededor, asegurándome de que nadie nos observaba, y ese morbo irremediable me calentó escandalosamente. La mano que tocaba mi trasero con decisión descendió lo suficiente hasta colocarse entre mis muslos mientras una de sus piernas se colaba por las mías, dándole paso a algo que no debía dejar que ocurriera. Pero estaba paralizada.
—¿Por qué huyes, Enma? ¿Por qué si no puedes? —murmuró con la voz cargada de erotismo.
Tocó por encima de la fina tela hasta apartarla y quitarla de su camino. A continuación, se introdujo por la abertura de mi sexo y, antes de que pudiera reaccionar, uno de sus dedos removió las cenizas que aún no estaban apagadas. Involuntariamente, me arqueé cuando lo sacó, y volvió a introducirlo con brío. Su pulgar presionó con maestría aquel botón que tan bien sabía manejar, instante en el que otro jadeo ahogado salió de mi garganta, esa vez más fuerte de lo que pretendía.
El monitor se giró, de manera que yo también lo hice, impulsada por la mano libre de Edgar, quedándome contra su pecho desnudo y ocasionando que la intrusión desapareciese. Elevé mis ojos hasta toparme con los suyos, que me observaban ansiosos. Subió la mano que había tocado mi zona más íntima hasta su boca y, con una sensualidad aplastante, se chupó los dedos sin apartar su mirada turquesa, que brillaba en exceso.
—Edgar…
No me dejó continuar cuando traté de detener aquella locura:
—Estás mojada… —musitó sin dejar de contemplarme.
Siguió el compás de la música, y la conexión tan habitual en nosotros resurgió de la nada. Los sentidos se me nublaron y pensé que caería al agua, pero eso no llegó a ocurrir, pues sus manos me tenían firmemente sujeta por la cintura. Sus labios se acercaron de manera peligrosa a los míos y mi mirada se desvió hacia ellos; tan rellenos, tan apetecibles, que sentí cómo se resecaba mi garganta, cómo lo deseaba.
Me miró con fijación y, rozando mi boca, murmuró:
—Podría follarte en medio de toda esta gente y no me importaría, Enma. No lo haría. —Detuvo sus ojos en los míos, que destellaban con fuerza—. Podría devorar ese coño de mil y una maneras en todos los rincones de este barco. —Su voz, cada vez más sensual, me atrapó—. Pídemelo. Solo pídemelo.
Sentí que el aire me fallaba por completo cuando, sin previo aviso, sujetó mis caderas y tiró de mi cuerpo hasta casi fundirme con él. Notaba su respiración acelerada, veía sus pupilas dilatadas por la excitación, y fui consciente del gran bulto que crecía bajo aquel bañador. Restregó su duro miembro en mi vientre de manera intencionada, apretando mis nalgas con euforia. Colocó su rostro en el hueco de mi cuello y le pegó un leve mordisco. Solté otro gemido más grande que el anterior.
—Necesito oír cómo te corres. —Su mano volvió a la misma zona de antes, apartando la tela—. Necesito que grites mi nombre, que me pidas más.
Tuve el impulso de contonearme, de restregarme contra él, de dejar que me hiciese lo que quisiese, y más en la piscina, sin importarme una mierda que al día siguiente nos echaran del barco, que diéramos un escándalo. Pero me di cuenta de que ese era mi gran error. Estaba cayendo en las redes de aquella araña gigantesca; de la araña que, debajo de su capa animal, era el mismísimo diablo vestido de traje.
Elegante.
Tentador.
Aniquilador.
A mi alrededor, la gente seguía entusiasmada de manera casi exultante al ritmo del joven, quien agitaba su cuerpo sin vergüenza delante de tantas personas. Aproveché el hueco que quedó libre a mi derecha para escapar de las garras de Edgar; huyendo, como de costumbre. No podía enfrentarlo. No podía, y lo supe desde el minuto uno en el que vi el nombre de su agencia en esa dichosa lista.
Pero mi intento se vio abocado a un fatídico fracaso cuando al dar dos pasos me sujetó de la muñeca y ejerció una presión inhumana. Me giré y me quedé frente a él, llena de rabia por no saber controlar los sentimientos que inspiraba en mí. Me observó entrecerrando los ojos, y supe que había perdido los papeles.
—Suéltame… —siseé entre dientes.
Negó con la cabeza, sin moverse del