Mi obsesión. Angy Skay

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Mi obsesión - Angy Skay Parte

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sacar la tarjeta, y en ese momento fui consciente de algo de lo que no me había percatado en los cinco años que estuve a su lado de una manera u otra.

      Miedo.

      El miedo a perder de vista lo que tanto anhelas. El miedo a sentir que se te escapa de las manos sin poder controlarlo. Y el miedo a ser consciente de que tu mayor demonio está ante ti y se llama obsesión.

      Entré con paso acelerado, echándole un vistazo por encima a la gran suite. Obviamente era el jefe, pero aquello no tenía palabras. Era la elegancia personificada, el lujo y el poder en una simple habitación. Todo lo que poseía tenía un nombre, y se llamaba riqueza. Giré mi cuerpo de manera inmediata, me crucé de brazos y lo enfrenté con mal humor:

      —¿Te crees que es normal el comportamiento que has tenido? —Se acercó con parsimonia hacia mí, y retrocedí un paso cuando alzó su mano con la intención de rozarme. Estaba deseándolo, podía verlo en sus ojos—. ¡Ni se te ocurra tocarme!

      Soltando un fuerte resoplido, me obedeció. Se pasó una de sus grandes manos por aquel rostro perfecto, con una barba de varios días y un semblante serio y estremecedor. Después, se la llevó hasta su cabello negro y repitió el gesto. El corazón se me detuvo al observar, como tantas veces lo había hecho, aquel contraste con sus ojos tan claros que casi rozaban el gris plata.

      —Era la única manera de que me hicieras caso. No voy a tirarme toda la vida detrás de ti. —Eso último lo dijo enfadado.

      Alcé una ceja, sin poder creerme lo que acababa de soltar.

      —¿Toda la vida? —le pregunté con ironía, y él supo por qué estaba diciéndolo—. Quizá no te hayas enterado o tengas tanto ego que no veas más allá de ti, pero cuando una persona te ¡evita! —elevé mi tono más de la cuenta al pronunciar la última palabra—, está claro que es porque no quiere saber nada de ti.

      Alzó su rostro de manera altiva y movió sus labios de forma sensual, siéndome imposible obviarlos. Se dio cuenta de ese detalle y sonrió como un rufián.

      —El problema es que esa persona a la que evitas no te ha hecho nada —añadió en tono neutro.

      —O quizá puede ser que la persona a la que evito sea tan tonta que no quiere darse cuenta.

      Se quedó callado durante unos segundos antes de pasar por mi lado para servirse una buena copa de alcohol, que no tenía ni idea de qué sería. Me señaló el vaso, invitándome, y negué con la cabeza, estupefacta. Porque Edgar Warren también tenía esa condición: la de pasota, la de «Me sudan los cojones, literalmente». Eso me sacaba de quicio, y siempre lo había hecho, o por lo menos las pocas veces que conseguíamos decir más de dos palabras coherentes cuando hablábamos, casi siempre de trabajo.

      Se lo bebió de un trago. Después miró hacia el balcón y se sirvió otro, que acabó en su estómago de la misma forma que el anterior. Sin cambiar mi postura, lo miré.

      —Me abandonaste con si fuera una puta carta —siseó entre dientes—. ¿Alguien te ha dicho que eso es de cobardes?

      Noté que mi pecho iba a explotar; ya no sabía si de rabia o de todo lo que acumulaba.

      —No te equivoques. Yo no te abandoné. —Se giró y fijó su atención en mí de manera desafiante—. Me despedí.

      —Sin motivos. —Nuevamente, me contestó antes de darme tiempo a terminar.

      Apreté los dientes, a punto de reventarlos.

      —Tú y yo no éramos nada —escupí de malas formas—. Solo nos veíamos, como bien decías, para follar de vez en cuando. —Repetí su habitual palabra de cortesía con cierto sarcasmo y tonito—. Y hasta donde yo sé, a personas que no tienen nada —recalqué—, no se les debe ninguna explicación.

      —A mí sí.

      Sentí cómo mis mejillas quemaban. No sabía cuánto me quedaba para estallar como una bomba, pero intuí que poco. Amaba estar con él, pero cuando se ponía en aquel plan chulo y prepotente a partes iguales me desquiciaba.

      —¿Por qué? —le pregunté con arrogancia—. ¿Te crees el dios del universo?

      —¿Lo soy? —me vaciló.

      Descrucé mis brazos, sin poder contener las ganas de matarlo con mis propias manos, y cerrando mi mano en un puño, lo estampé contra el escritorio que tenía a mi izquierda, movimiento que él siguió hasta que el sonido inundó la habitación.

      —¡Maldita sea, Edgar!

      Encaminó sus pasos hacia mí y, al quedar justamente enfrente, me preguntó en un susurro como si nada de lo que acababa de hacer o mi simple tono de voz le demostrasen lo cabreada que estaba:

      —¿Puedo tocarte?

      Sentí unas terribles ganas de llorar por su comportamiento, y la impotencia resurgió en mí como un ave fénix al no poder estamparle la cabeza contra la madera.

      —No —sentencié—. No puedes tocarme.

      —¿Y si no te hago caso? —Sonrió burlón.

      Pero no me hizo ni puta gracia, y mucho menos cuando acercó su rostro tanto que casi rozó mis labios.

      —Yo no soy tu dueña, Edgar —el aire comenzó a fallarme—, y no tengo que decirte lo que tienes que hacer o no —le respondí con desdén.

      —Sí lo eres, y lo sabes —murmuró sensual.

      Podía apreciar la tensión en sus brazos. En sus músculos. En su rostro. Apretaba tanto la mandíbula que puse en duda el aguante de esa perfecta y blanquecina dentadura. Cerró los ojos un instante, tratando de tranquilizarse; imaginé que por la cercanía que teníamos. Lo escuché respirar profundamente, para después volver a soltar el aire contenido. Pero lo que más me desarmó fue ver en esos preciosos ojos, cuando los abrió, la necesidad que tenía de mí.

      ¿Por qué? ¿Por qué yo y no otra persona? ¿Qué más daba? Mi pecho subía y bajaba a toda velocidad; mis manos, aunque traté de disimularlo, temblaban. Me traspasó, y pude apreciar un azul tan intenso y oscuro como muy pocas veces había visto. Lo único que podía era hacerle daño, de alguna forma tendría que entrar en razón, y no pensaba volver a pasar por lo mismo nunca más.

      —No —hablé con decisión—. Lo único que sé es que eres un jodido demente que tiene un problema muy grande.

      Mi firmeza lo dejó traspuesto, sin embargo, no se me olvidaba con quién hablaba. Segundos después, se recompuso tras apartarse de mí, sabiendo que no conseguiría ablandarme con un simple acercamiento. Porque, aunque en mi fuero interno ardiese de deseo por fundirme con su cuerpo, mi cabreo monumental y mi orgullo no lo permitirían.

      —Ah, ¿sí?, ¿y cuál es? —me cuestionó con soberbia.

      Ahora, la que acercó el rostro a su cara fui yo. Rechinando los dientes, le dije:

      —Tu obsesión.

      Sonrió lascivo.

      Antes de que pudiera ser consciente, sujetó mis

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