Narrativa completa. H.P. Lovecraft
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Mientras el espejismo de la casa ardiente se deshacía, me encontré gritando y debatiéndome como un demente entre los brazos de dos hombres, uno de los cuales era el espía que me había seguido hasta la cripta. La lluvia caía a raudales, y sobre el horizonte sur había fogonazos de los relámpagos que acababan de pasar sobre nuestras cabezas. Mi padre, con el rostro surcado de pesar, no hacía ningún gesto mientras yo le pedía a voces que me dejara reposar en la tumba, advirtiendo con frecuencia a mis captores que me trataran con toda la delicadeza posible. Un círculo oscurecido en el suelo del arruinado sótano indicaba un violento golpe de los cielos, y en esa parte un grupo de aldeanos curiosos con linternas indagaban en una pequeña caja de antigua factura que la caída del rayo había aflorado a la luz. Cesando en mis inútiles y ahora sin objeto forcejeos, observé a los espectadores mientras examinaban el hallazgo, y se me permitió participar de su descubrimiento. La caja, cuyos cerrojos habían sido destruidos por el golpe que la había desenterrado, contenía multitud de documentos y objetos de valor; pero yo tan solo tenía ojos para una cosa. Era la miniatura en porcelana de un joven con una elegante peluca de rizos, ostentando las iniciales «J. H.». El rostro era tal y como yo me veía, de manera que bien pudiera haber estado contemplándome en un espejo.
Al día siguiente me metieron en este cuarto con barrotes en la ventana, pero me he mantenido al tanto de ciertas cosas gracias a un sirviente no muy espabilado, y ya entrado en edad, por quien tenía gran cariño durante la infancia, y quién, al igual que yo, ama los cementerios. Lo que me he atrevido a contar de mis experiencias dentro de la cripta tan solo me ha brindado sonrisas conmiserativas. Mi padre, viene muy a menudo, dice que no he traspasado el portal encadenado, y jura que el herrumbroso cerrojo, cuando él lo examinó, no daba muestras de haber sido tocado en cincuenta años. Incluso afirma que todo el pueblo conocía mis viajes a la tumba, y que con frecuencia me observaban durmiendo en el enramado exterior a la tenebrosa fachada, los ojos entreabiertos y fijos en el resquicio que conduce al interior. Contra tales afirmaciones carezco de pruebas, ya que mi llave se perdió durante la lucha en esa noche de horror. Las extrañas cosas del pasado que aprendí durante aquellos encuentros nocturnos con los muertos son atribuidos al fruto de mi codicioso e incesante hojear de los viejos volúmenes de la biblioteca familiar. De no haber sido por mi viejo criado Hiram, estos serían momentos en que yo mismo estaría bastante seguro de mi propia locura.
Pero Hiram, siempre fiel y con una confianza ciega en mí, me ha llevado a publicar al menos parte de esta historia. Hace una semana logró forzar el cerrojo de la puerta de la tumba sempiternamente entornada y bajó con una linterna hacia la profundidad. Sobre una losa y en el interior de un nicho, consiguió un ataúd viejo, pero sin nada adentro, en cuya fascinante placa se deja ver esta simple palabra: «Jervas.» En ese ataúd y en esa cripta él me prometió que descansaré.
The Tomb: escrito en 1917 y publicado en 1922.
Una semblanza del
Doctor Samuel Johnson9
Ese privilegio de las evocaciones, sin importar lo imprecisas o equivocadas que estas resulten, es algo que le pertenece generalmente a las personas de mucha edad, y con frecuencia, gracias a esos recuerdos es que llegan al futuro los hechos sombríos de la historia, así como los cuentos menores ligados a los grandes acontecimientos.
Para muchos de mis lectores que a veces han visto y han tomado nota sobre la presencia de una cierta veta antigua en mi manera de escribir, me es grato presentarme como un hombre joven entre los participes de mi generación y nutrir la fantasía de que nací en América en 1890. Sin embargo, ahora estoy dispuesto a revelar un secreto que había guardado por miedo a no ser creído y a hacer partícipe a la gente de un saber acumulado acerca de un período, del que conocí de primera mano a sus más insignes personajes. Entonces, sepan que nací en el condado de Devonshire, el 10 de agosto de 1690 (o de acuerdo con nuevo calendario gregoriano, el 20 de agosto), por lo tanto, mi próximo cumpleaños será el 228. Me trasladé pronto a Londres y siendo muy joven conocí a muchos de los más famosos gentilhombres del reinado de Guillermo, incluyendo al llorado Dryden, que era fanático de las tertulias del Café de Will. Luego, conocí a Addison y Swift, y también fui amigo íntimo de Pope, al que respeté y admiré hasta el día de su muerte. Pero el más tardío de todos mis conocidos es el finado doctor Johnson del que quiero escribir ahora, de manera que haré llegar mi juventud hasta aquellos días.
Mi primer contacto con el doctor fue en mayo del año 1738 y no lo había conocido hasta entonces. Pope apenas había terminado el epílogo a su Sátiros (el texto comenzaba: “No aparecen dos así en el mismo año”) y se preparaba para su publicación. El mismo día de su aparición, fue publicada también una sátira copiando el estilo de Juvenal, titulada Londres y obra del —para entonces— desconocido Johnson. Tuvo tanto impacto que muchas personas de talento comentaron que era obra de un poeta aún más grande que Pope. Sin embargo, pese a que algunos críticos han mencionado que Pope se sintió envidioso, este no restringió los elogios para su nuevo rival, y enterándose por Richardson quién era ese nuevo rival, me comentó, “este Johnson pronto será deterré”.
Hasta 1763 no tuve contacto personal con el doctor, hasta que me lo presentó en el Mitre, James Boswell, un joven escocés de buena familia y muy educado, pero de poco genio y cuyas inclinaciones métricas yo había revisado algunas veces.
La primera vez que vi al doctor Johnson era un hombre gordo y de baja estatura, muy mal vestido y de apariencia desaseada. Recuerdo que usaba un pelucón enredado, suelto y sin empolvar que le quedaba pequeño para su cabeza. Su ropa era de un color pardo herrumbroso, muy deteriorada y le faltaba más de un botón. Su rostro, demasiado gordo para ser admirable, estaba marcado por las consecuencias de un desorden glandular y, además, su cabeza se movía continuamente presa de un tipo de convulsión. Sin embargo, yo ya estaba al tanto de todo eso de boca del propio Pope que se había cuidado de investigarlo.
Como yo tenía setenta y tres años, diecinueve más que el doctor (y digo doctor aunque tal reconocimiento no le llegó sino dos años más tarde), yo esperaba, por supuesto, alguna atención a mis años y no le tenía tanto miedo como otras personas. Cuando le pregunté qué opinaba de mi comentario positivo sobre su diccionario en el Londoner, mi periódico, me respondió:
—Señor mío, no recuerdo haber leído su periódico y no tengo ningún interés en los veredictos de esa parte menos rígida de la humanidad.
Más que molesto por lo poco cortés de ese personaje,