Narrativa completa. H.P. Lovecraft

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Narrativa completa - H.P. Lovecraft Colección Oro

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un par de minutos pude ver el resplandor de su linterna y oír cómo crujía el alambre mientras lo desenrollaba detrás de él, pero el resplandor desapareció bruscamente, como tapado por un giro de la escalera, y el sonido del alambre se apagó del mismo modo. Yo estaba solo, pero unido a las misteriosas profundidades por aquel alambre verde cuyo revestimiento aislante brillaba bajo los pálidos rayos de la luna.

      Continuamente observaba mi reloj bajo la luz de mi linterna y estaba pendiente del auricular con agitada ansiedad, pero esperé más de un cuarto de hora sin escuchar nada. Luego sentí un ligero chasquido y llamé a mi amigo con cierta preocupación. A pesar de mi disposición, yo no estaba preparado para escuchar las palabras que me llegaron desde aquella pavorosa bóveda, ellas tenían un acento de alarma que resultaba profundamente estremecedor, ya que procedían del imperturbable Harley Warren. Él, quien con tanta tranquilidad me había dejado solo un momento antes, hablaba ahora desde abajo con un susurro tembloroso más impresionante que el grito más desgarrador:

      —¡Dios! ¡Si pudieras ver lo que yo veo!

      No pude contestarle. Me había quedado sin habla y solo pude esperar. Warren habló de nuevo:

      —¡Carter, es terrible... es monstruoso... increíble!

      Esta vez la voz no me falló y le hice un montón de preguntas. Aterrado, le preguntaba sin cesar:

      —Warren, ¿qué es? ¿Dime qué es?

      Volví a escuchar la voz de mi amigo, claramente desesperada y ronca de temor:

      —¡No puedo decírtelo, Carter! ¡Es demasiado terrible! No me atrevo a decírtelo... ningún hombre podría saberlo y continuar viviendo... ¡Dios mío! ¡Nunca había imaginado nada semejante!

      Otra vez el silencio. El cual solo era interrumpido por mis ocasionales y también estremecidas preguntas. De nuevo escuché la voz de Warren con un susurro trémulo de desesperada consternación:

      —¡Carter! ¡Por el amor de Dios, vuelve a colocar la losa y márchate! ¡Ahora! ¡Déjalo todo y márchate... es tu única oportunidad! ¡No me pidas explicaciones. Haz lo que te digo!

      Le escuché, pero solo era capaz de repetir frenéticamente mis preguntas. A mi alrededor había tumbas, oscuridad y sombras, debajo de mí, una amenaza más allá del alcance de la imaginación humana. Pero mi amigo estaba expuesto a un peligro mucho mayor que el mío y a través de mi propio miedo experimenté un ligero resentimiento al pensar que él me creía capaz de abandonarlo en aquellas circunstancias. Se oyeron más chasquidos y tras una breve pausa un lamentable grito de Warren:

      —¡Carter, coloca de nuevo la losa! ¡Por el amor de Dios!

      El ruego casi infantil de mi compañero era revelador de que se encontraba bajo la influencia de una terrible emoción, lo que me estimuló a actuar.

      —¡Resiste, Warren! ¡Voy a bajar!

      Pero, ante tal ofrecimiento, la voz de mi amigo se convirtió en un alarido de absoluta desesperación:

      —¡Noooo! ¡No puedes comprenderlo! Es demasiado tarde... la culpa ha sido mía. Coloca de nuevo la losa y corre... es lo único que puedes hacer por mí.

      Su voz cambió de nuevo, esta vez era como de resignación sin esperanza. Sin embargo, seguía siendo tensa debido a la ansiedad que Warren experimentaba por mi suerte.

      —¡Corre! ¡Deprisa! Antes de que sea demasiado tarde!

      No quise contradecirle, intenté sobreponerme a la parálisis que se había apoderado de mí y quise cumplir mi promesa de acudir en su ayuda. Pero su siguiente susurro me sorprendió aún sumergido en un indescriptible terror.

      —¡Carter, apresúrate! Ya todo es inútil... tienes que huir... la losa... es mejor uno que dos... Una pausa, más chasquidos, luego la débil voz de Warren:

      —Todo va a terminar... no lo hagas más difícil... cubre esos malditos peldaños y sálvate... no pierdas más tiempo... Hasta nunca, Carter... no volveremos a vernos.

      El susurro de Warren comenzó a crecer hasta convertirse en un grito. Un grito que también comenzó a crecer hasta convertirse en un alarido que contenía todo el horror de todos los siglos.

      —¡Malditos sean los seres infernales! ¡Hay legiones de ellos! ¡Dios mío! ¡Huye, Carter! ¡Huye! ¡Huye!

      Otra vez, el silencio. Ignoro durante cuánto tiempo permanecí sentado, estupefacto, susurrando, murmurando, llamando, gritándole a aquel teléfono. Una y otra vez, durante aquel interminable lapso de tiempo, susurré, murmuré, llamé y grité:

      —¡Warren! ¡Warren, contesta! ¿Estás ahí?

      Y entonces llegó hasta mí el horror definitivo, el horror indecible, el impensable, el increíble. Ya he mencionado que parecieron transcurrir siglos después de que Warren me diera su última y desesperada advertencia, y que solo mis propios gritos rompían aquel pavoroso silencio. Pero al cabo de unos instantes se oyó un chasquido en el receptor y apreté el oído para escuchar. Grité nuevamente:

      —Warren, ¿estás ahí? —y en respuesta escuché aquello que envió una nube oscura sobre mi cerebro.

      No trataré de describir la voz que escuché, puesto que las primeras palabras me sacaron de mi estado de consciencia y generaron un vacío mental que se prolonga hasta el momento en que desperté en el hospital. ¿Qué podría decirle? ¿Que era una voz hueca, profunda, sobrenatural, gelatinosa, incorpórea, remota e inhumana? La escuché y no supe nada más... Ese fue el final de mi experiencia y también el final de mi historia. La oí mientras estaba petrificado en aquel cementerio desconocido, en una hondonada, entre lápidas carcomidas y tumbas en ruinas, entre la exuberante vegetación y vapores miasmáticos... La escuché surgiendo de las infernales profundidades de aquel maldito sepulcro abierto, mientras contemplaba unas sombras necrófagas danzando bajo una pálida luna menguante.

      Y lo que dijo fue:

      —¡Imbécil, Warren está MUERTO!

       The Statement of Randolph Carter: escrito en 1919 y publicado en 1920.

      Tragedia extemporánea

      por Marcus Lollius, procónsul de la Galia.

      El antro de Sheehan, que adorna uno de los callejones bajos del céntrico distrito ganadero de Chicago, no es justamente un lugar que pudiera llamarse agradable. Su atmósfera, plagada de miles de olores semejantes a los que el señor Coleridge podría haber encontrado en Colonia, apenas sabe lo que son los rayos purificadores del sol y tiene que luchar, para hacerse un lugar, contra las acres humaredas de miles de puros y cigarrillos baratos que cuelgan de los torpes labios de las bestias humanas que rondan en ese lugar de día y de noche. Pero la popularidad del Sheehan no se ve afectada por ello, y hay una razón para que sea de ese modo. Esta resulta obvia para cualquiera que se moleste en olfatear los aromas mezclados que allí se encuentran.

      Sobre y entre los humos y el olor a encierro, se percibe un aroma que una vez fue familiar en todo el mundo, pero que ahora se encuentra limitado a las calles ocultas de la vida a causa del decreto de un gobierno benevolente: el olor del fuerte y terrible whisky... un fruto prohibido muy valioso este año de gracia de 1950.

      El

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