Narrativa completa. H.P. Lovecraft
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Poco hay registrado sobre el nombre y origen de este hombre ya que eso incumbía exclusivamente al mundo despierto aunque mencionan que ambos eran oscuros. Basta con saber que habitaba en una ciudad de muros altos donde ocurría un estéril anochecer y que trabajaba todo el día entre sombras y griteríos, regresando a casa por la tarde, a un cuarto cuya ventana no daba a campos y arboledas, sino a un triste patio hacia el que muchas otras ventanas se abrían en sombría desesperanza. Desde ese alféizar solo se distinguían paredes y ventanas, a menos que uno se inclinara mucho para curiosear hacia arriba, hacia las pequeñas estrellas que brillaban. Y dado que las paredes desnudas y las ventanas transportan pronto a la demencia al hombre que sueña y lee demasiado, el inquilino de esta habitación solía asomarse noche tras noche, observando a lo alto para percibir alguna fracción de cosas que existían más allá del mundo despierto y de lo gris de la elevada ciudad. Con el pasar de los años, fue dominando por su nombre a las estrellas de tránsito lento y comenzó a seguirlas con la imaginación cuando, con pesar, se escurrían fuera de su vista, hasta que un día su mirada se abrió a la infinidad de paisajes secretos cuya existencia no llegó a imaginar el ojo mundano. Y una noche esquivó un tremendo abismo y los cielos colmados de sueños se arrojaron hacia la ventana del recluido observador para mezclarse con el aire viciado de su habitación y hacerle cómplice de sus fabulosas maravillas.
A ese cuarto llegaron raras corrientes de medianoches violetas brillando con polvos de oro. Torbellinos de oro y fuego apiñándose desde los más apartados espacios, cuajados de fragancias de más allá de los mundos. Océanos de opio se volcaron allí, iluminados por soles que los ojos jamás han observado, amparando entre sus remolinos insólitos delfines y ninfas marinas de profundidades olvidadas. El infinito silencioso se enroscaba alrededor del soñador, seduciéndolo sin siquiera rozar su cuerpo que se asomaba rígidamente a la solitaria ventana. Y durante días no marcados por los calendarios del hombre, las mareas de las remotas esferas lo llevaron gentilmente a reunirse con los sueños por los que tanto se había empecinado, aquellos que el hombre había perdido. Y en el transcurrir de infinidad de ciclos, lo dejaron durmiendo tiernamente sobre una verde playa al amanecer, un litoral de verdor, perfumado por los capullos de lotos y plantado de rojas calamitas…
Azathoth: escrito en 1922 y publicado de manera póstuma en 1938.
El horror oculto37
I. La sombra en la chimenea
La noche que fui a la mansión abandonada, a buscar el horror oculto, los truenos sacudían el aire en lo alto de la Montaña de las Tempestades. No estaba solo porque la osadía no formaba parte entonces de ese amor por lo grotesco y lo terrible que ha adoptado como oficio la búsqueda de horrores extraños en la vida y en la literatura. Me acompañaban dos hombres fieles y musculosos a quienes había pedido que me ayudaran cuando llegara el momento. Hombres que por sus características únicas, me acompañaban desde hacía mucho tiempo en mis espantosas exploraciones. Nos fuimos del pueblo en secreto a fin de evitar a los periodistas que aún quedaban después del tremendo terror del mes anterior: la muerte solapada y espantosa. Pensé que más tarde podrían ayudarme, pero en ese momento no los quería a mi alrededor. Ojalá, Dios me hubiese estimulado a dejarles participar conmigo en esa búsqueda, para no haber tenido que sobrellevar yo solo el secreto, durante tanto tiempo, por miedo a que el mundo me creyese loco, o todo él enloqueciese ante las diabólicas implicaciones del caso. Ahora que me he resuelto a contarlo —no sea que el rumiarlo en silencio me convierta en un demente— quisiera no haberlo guardado jamás. Porque yo, únicamente yo, sé qué tipo de espanto se escondía en esa montaña sombría y espantosa.
En un pequeño vehículo circulamos por kilómetros de montes y bosques inexplorados hasta que la boscosa pendiente nos detuvo. De noche y sin la acostumbrada cantidad de investigadores, el campo tenía un aspecto más tenebroso de lo habitual, así que con frecuencia nos sentíamos tentados a utilizar las luces de acetileno pese a que estas podían llamar la atención. A oscuras no resultaba un paisaje agradable. Creo que habría notado su anormalidad aun cuando hubiese obviado el terror que allí amenazaba. No había animales salvajes, ellos son precavidos cuando la muerte está cerca. Los viejos arboles grabados por los rayos parecían irregularmente grandes y encorvados y el resto de la vegetación lucía prodigiosamente espesa e inquieta, mientras que unos raros montículos y pequeñas prominencias de tierra cubierta de maleza y fulgurita me hacían imaginar serpientes y abultados cráneos humanos de proporciones abrumadoras.
El horror había estado escondido en la Montaña de las Tempestades durante más de un siglo. Esto lo supe de inmediato por las noticias de los periódicos acerca de la catástrofe que había hecho que el mundo se fijara en esta región. Se trata de una lejana y solitaria colina de esa parte de Catskills donde la civilización holandesa penetró débil y temporalmente en otro tiempo, dejando al retirarse unas cuantas mansiones en ruinas y una población miserable de colonos advenedizos que crearon infortunadas aldeas en las aisladas laderas. Esta zona era raramente visitada por la gente normal, hasta que se formó la policía estatal y, aún actualmente, la policía montada se limita a pasar solo de vez en cuando. Sin embargo, el horror goza de una vieja importancia en todos los poblados vecinos y es el principal tema de conversación en las reuniones de los pobres mestizos que a veces dejan sus valles para ir a cambiar sus cestas artesanales por objetos de primera necesidad, ya que no pueden cazar, criar ganado ni cultivar la tierra.
El horror oculto habitaba en la solitaria y retirada mansión Martense, la cual coronaba la elevada pero gradual colina cuya tendencia a las frecuentes tormentas le valió el nombre de Montaña de las Tempestades. Durante un centenar de años, la vieja casa de piedra rodeada de árboles, había sido tema de historias extraordinariamente descabelladas y monstruosamente espantosas. Historias acerca de una muerte sigilosa, solapada y colosal que en verano salía al exterior. Con aterrada insistencia, los colonos advenedizos narraban historias sobre un demonio que atrapaba a los caminantes solitarios después del anochecer y se los llevaba y los dejaba en un terrible estado de semidevorado desmembramiento. Otras veces hablaban de huellas de sangre que llevaban a la distante mansión. Algunos decían que los truenos hacían salir al horror oculto de su refugio y otros que el trueno era su voz fuera de esta apartada zona. Nadie creía en estas contradictorias y dispares fábulas, con sus confusas y singulares descripciones de un demonio entrevisto, sin embargo, ningún campesino ni aldeano dudaba que la mansión Martense era refugio de una macabra entidad. La historia local imposibilitaba semejante duda, pero cuando circulaba entre los aldeanos algún chisme particularmente dramático, los que iban a explorar la residencia no hallaban nunca nada. Las abuelas contaban extrañas fábulas sobre el espectro Martense, leyendas relativas a la propia familia Martense, y a la rara diferencia hereditaria de sus ojos, a sus monstruosos y viejos relatos, y al asesinato que había provocado su maldición.
El sobresalto que me había llevado a mí a ese lugar era la repentina y extraordinaria confirmación de la leyenda más trastornada de los montañeses. Una noche de verano, después de una tormenta de una violencia nunca vista, la aldea se despertó con una desbandada de colonos advenedizos que ninguna ilusión podría haber causado. La horda de miserables habitantes gritaba y narraba sollozando que un horror inconfesable había caído sobre ellos, cosa que nadie puso en duda. No lo habían visto, pero habían escuchado tales lamentos en una de las aldeas, que supieron de inmediato que la tenebrosa muerte la había visitado. Por la mañana, la policía estatal y los ciudadanos acompañaron a los estremecidos montañeses al lugar que, según decían, había