Narrativa completa. H.P. Lovecraft
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Mi siguiente paso fue estudiar nuevamente con atención microscópica la aldea abandonada que con mayor frecuencia había visitado la muerte y donde Arthur Munroe había visto algo que no pudo narrar. Aunque mis inútiles inspecciones anteriores habían sido excepcionalmente meticulosas, ahora tenía nuevos datos que comprobar, pues la tenebrosa excavación de la fosa me había convencido de que al menos en una de sus fases, la monstruosidad había sido una criatura del subsuelo.
Esta vez, el 14 de noviembre, concentré mi búsqueda especialmente en las laderas de Cone Mountain y Maple Hill que dominaban la desdichada aldea, prestando especial atención a la tierra desprendida del corrimiento que presentaba esta última elevación. Durante el registro de la tarde no encontré nada en claro y empezaba a oscurecer cuando me hallaba en lo alto de Maple Hill observando la aldea y la Montaña de las Tempestades al otro lado del valle. Había ocurrido una estupenda puesta de sol y ahora salía la luna, casi llena, vertiendo su resplandor plateado sobre el llano, la ladera lejana de la montaña y los extraños montículos que se levantaban aquí y allá. Era un paisaje pacífico y antiguo, pero consciente de lo que se escondía en él, lo detesté. Odié la luna farsante, el llano hipócrita, la montaña purulenta y aquellos infaustos montículos. Todo me parecía contaminado por un repugnante contagio, inspirado por una nociva sociedad con poderes ocultos y anormales.
Más tarde, mientras observaba absorto el paisaje bañado por la luz de la luna, me llamaron la atención la singular distribución de algunos elementos topográficos de la naturaleza. Aunque no poseía conocimientos sólidos de geología, me había sentido atraído desde el principio por las colinas y los extraños montículos de la zona. Había notado que estaban distribuidos por una zona bastante amplia alrededor de la Montaña de las Tempestades, aunque eran menos numerosos en la llanura que en la cumbre de dicho montículo, donde las antiquísimas glaciaciones hallaron sin duda menos resistencia a sus extraordinarios y fantásticos caprichos. Ahora, a la luz de aquella luna baja que creaba alargadas sombras espantosas, me di cuenta con gran asombro de que los distintos puntos y líneas del grupo de montículos guardaban una rara relación con la cima de la Montaña de las Tempestades. Aquella cima era invariablemente el centro del que surgían, de manera irregular e indefinida, las líneas o filas de puntos, como si la cruel mansión Martense hubiese alargado unos visibles tentáculos de terror. La idea de tales tentáculos me causó un inexplicable estremecimiento y dejé de examinar mis razones para creer que estos montículos fueran fenómenos glaciares. Mientras más lo pensaba, menos creía que fuesen tal cosa y, ante mi cerebro recientemente despejado, comenzaron a surgir grotescas y espantosas analogías basadas en hechos superficiales y en mi experiencia bajo tierra. Antes de darme cuenta, había empezado a murmurar palabras delirantes e incoherentes, dialogando conmigo mismo: “¡Dios mío!... Son madrigueras... ese horrible lugar debe de ser una colmena... cuántos... aquella noche en la mansión... atraparon a Bennett y a Tobey primero, desde cada lado de donde estábamos...”. Luego empecé a cavar furiosamente en el montículo más cercano, cavé con desesperación, temeroso pero casi satisfecho. Cavé y por último di un grito con insana emoción al descubrir un túnel o madriguera exactamente igual a la que yo había explorado aquella diabólica noche.
Más tarde, recuerdo que comencé a correr con la pala en la mano. Fue una carrera pavorosa por el campo lleno de montículos alumbrados por la luna y los inclinados precipicios cubiertos de monte de las colinas, saltaba, gritaba y jadeaba, corriendo hacia la espantosa mansión Martense. Recuerdo que cavé descabelladamente por todo el sótano invadido de espinos, cavé intentando descubrir el núcleo y el centro del perverso universo de montículos. Y recuerdo también cómo me reí al encontrar el pasadizo: el agujero que había en la base de la vieja chimenea, donde crecía un espeso matorral y reflejaba extrañas sombras a la luz de la única vela que, casualmente, llevaba conmigo. Aún no sabía qué se ocultaba en aquella infernal colmena, en espera de que un trueno lo despertara. Habían muerto ya dos entidades y tal vez no había más. Pero aún experimentaba en mí la fuerte determinación de llegar hasta el más profundo secreto del terror, que nuevamente me parecía definido, material y orgánico. Mi duda entre examinar el pasadizo inmediatamente, solo, con mi linterna de bolsillo, o intentar reunir un grupo de colonos para efectuar el registro, fue obstaculizada un momento después por una repentina ráfaga de viento que me apagó la vela y me dejó totalmente a oscuras. La luna había dejado de filtrar su brillo a través de las grietas y aberturas que había sobre mí y con una sensación de alarma o presentimiento escuché que se aproximaba el rumor siniestro y revelador de una tormenta. Una indeterminada asociación de ideas se apoderó de mi mente, haciéndome retroceder a tientas hacia el punto más alejado del sótano. Sin embargo, mi vista no se separó ni un solo instante de la terrible abertura en la base de la chimenea y empecé a distinguir ligeramente los ladrillos y la maleza, a medida que los distantes relámpagos lograban atravesar la espesura exterior y colarse por las grietas de lo alto de las paredes. Cada segundo sentía que me invadía una mezcla de miedo y de curiosidad. ¿Qué haría surgir la tormenta... o tal vez no había nada ya que pudiese surgir? Orientado por el resplandor de un relámpago, me situé detrás de un espeso matorral desde donde podía ver la abertura sin revelar mi presencia.
Si el cielo es compasivo, algún día borrará de mi mente la escena que presencié y me permitirá vivir mis últimos años en paz. Ahora ya no puedo dormir durante la noche y tengo que ingerir sedantes cuando truena. Inesperadamente, aquello emergió de pronto. Salió un demonio con un jadeo infernal y un gruñido sofocado, huyendo como una rata de los profundos e inimaginables abismos. Luego, del agujero de la chimenea surgió una vida multitudinaria y leprosa, un flujo repugnante, engendro nocturno de putrefacción orgánica, devastadoramente más espantosa que los más negros conjuros de la locura y una enfermedad mortal. Bullía, hervía, subía, borboteaba como una baba de reptiles, se contorsionaba al brotar del boquete, esparciéndose como un contagio séptico manando del sótano hacia todas las salidas. Desbordándose por el maldito y tenebroso bosque para verter en él el pavor, la locura y la muerte. Solo Dios sabe cuántos eran... miles tal vez. Resultaba aterrador verlos emerger en esas cantidades bajo la luz intermitente de los relámpagos. Cuando empezaron a disminuir lo suficiente como para poderlos observar como seres separados, vi que eran como demonios o simios deformes, enanos y peludos, monstruosas y diabólicas caricaturas de la raza de los monos. Eran terriblemente mudos, apenas se oyó un chillido cuando uno de los rezagados giró con la destreza de una larga práctica y calmó su hambre en un compañero más débil. Los otros se abalanzaron sobre los restos y los engulleron con babeante satisfacción. Acto seguido, a pesar de mi perturbación, consecuencia de mi repugnancia y mi miedo, ganó mi curiosidad morbosa y cuando la última de las monstruosidades salió viscosamente de aquel mundo inferior de desconocida pesadilla, saqué mi pistola automática y disparé, camuflando la detonación con los truenos.
Estrepitosas, resbaladizas sombras torrenciales de viscosa locura persiguiéndose por los infinitos y sangrientos corredores de cielo púrpura y brillante... fantasmas deformes y mutaciones caleidoscópicas de un terrorífico y recordado escenario, bosques de monstruosos e hinchados robles cuyas raíces se tuercen como serpientes y absorben el jugo abominable de una tierra hirviente de demonios caníbales. Tentáculos que surgen a tientas de núcleos subterráneos, dotados de pulposa perversión. Trastornados relámpagos por encima de muros diabólicos cubiertos por una hiedra perversa y arcadas demoníacas ahogadas por una vegetación fungosa... Bendito sea el cielo por haberme otorgado el instinto que me llevó de modo inconsciente a lugares donde viven los hombres, el pueblo pacífico que dormía bajo las apacibles estrellas de despejados cielos. Al cabo de una semana me había recobrado bastante como para pedir de Albany un grupo de hombres para que dinamitaran la mansión Martense y la cima entera de la Montaña de las Tempestades, bloquearan todas las madrigueras, y derribaran determinados árboles hinchados cuya sola existencia representaba un insulto a la cordura. Después de todo ese trabajo, logré dormir un poco aunque jamás alcanzaré el verdadero descanso mientras