Narrativa completa. H.P. Lovecraft
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La noche siguiente, los demonios bailaron sobre los tejados de Arkham, y una locura desenfrenada aulló en el viento. Por la enfebrecida ciudad transitaba suelta una maldición, de la que algunos decían que era más grande que la peste y otros susurraban que era el espíritu encarnado del mismo demonio. Un ser abominable entró en ocho casas esparciendo la roja muerte a su paso… El silencioso y sádico monstruo dejó atrás un total de diecisiete cadáveres y huyó después. Algunas personas que lograron verlo en la oscuridad dijeron que era blanco y como un mono deforme o como un monstruo antropomorfo. No había dejado a nadie entero de cuantos había atacado, ya que a veces había sentido hambre. El número de víctimas llegaba a catorce, las otras tres las había encontrado muertas al entrar en sus casas, víctimas de la enfermedad.
La tercera noche, los delirantes grupos dirigidos por la policía lograron atraparlo en una casa de la Calle Crane, cerca del campus universitario. Habían organizado la búsqueda con toda minuciosidad, manteniendo el contacto a través de puestos voluntarios telefónicos y cuando alguien del área de la Universidad avisó que había escuchado arañazos en una ventana cerrada, enviaron inmediatamente la red. Debido a las precauciones y a la prevención general no hubo más que otras dos víctimas y la captura se realizó sin más incidentes. La criatura fue contenida finalmente por una bala aunque no terminó con su vida y fue llevada al hospital local, en medio de la furia y la aversión generales, porque aquel ser había sido humano. Esto quedó claro a pesar de sus ojos mugrientos, su silencio simiesco, y su demoníaco salvajismo. Le cerraron la herida y lo llevaron al manicomio de Sefton, donde estuvo golpeándose la cabeza contra los muros de una celda acolchada durante dieciséis años, hasta un reciente accidente a causa del cual huyó en condiciones de las cuales a nadie le gusta mencionar. Lo que más desagradó a quienes lo apresaron en Arkham fue que, al asearle la cara a la sanguinaria criatura, observaron en ella un parecido increíble y ridículo con el mártir sabio y abnegado al que habían sepultado hacía tres días: el difunto doctor Allan Halsey, benefactor público y decano de la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic.
Para el desaparecido Herbert West, y para mí, la repulsión y el horror fueron indecibles. Aun esta noche me estremezco, mientras pienso en todo ello, y tiemblo aún más de lo que temblé aquella mañana en que West murmuró entre sus vendas:
—¡Maldita sea, no estaba bastante fresco!
Reanimador 3: Seis disparos a la luz de la luna
No es común descargar los seis disparos de un revólver a toda prisa cuando solo uno habría sido suficiente, pero hubo muchas cosas en la vida de Herbert West que no eran comunes. No es frecuente, por ejemplo, que un médico recién graduado de la Universidad se vea obligado a esconder las razones que lo llevan a elegir determinada casa y consulta, sin embargo, ese fue el caso de Herbert West. Cuando ambos obtuvimos el título de la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic y tratamos de disminuir nuestra pobreza estableciéndonos como facultativos de medicina general, tuvimos mucho cuidado en disimular que habíamos seleccionado nuestra casa por su aislamiento y su cercanía al cementerio.
Un deseo de soledad de este tipo rara vez adolece de motivos y como es natural, nosotros también los teníamos. Nuestras necesidades se debían a un trabajo rotundamente impopular. Exteriormente éramos tan solo médicos, pero por debajo de nuestra túnica había razones de mayor y terrible importancia, ya que lo básico en la vida de Herbert West era la investigación en las negras y prohibidas áreas de lo desconocido, en las que esperaba descubrir el secreto de la vida y devolver la animación eterna al frío barro del cementerio. Una búsqueda de esta especie requiere extraños materiales, entre ellos, cadáveres humanos muy recientes, y para mantenerse provisto de tales elementos indispensables, uno debe existir discretamente y no muy alejado de un lugar de enterramientos anónimos.
West y yo nos habíamos conocido en la Universidad y fui el único que congenió con sus pavorosos experimentos. Gradualmente me había transformado en su inesperado ayudante y ahora que dejábamos la Universidad teníamos que continuar juntos. No era factible que dos doctores encontraran salida juntos, pero finalmente, por referencias de la Universidad, se nos facilitó una consulta en Bolton, pueblo industrial próximo a Arkham, sede de la Universidad. Las fábricas textiles de Bolton son las más grandes del valle de Miskatonic y sus políglotas operarios no han sido nunca pacientes agradables para los médicos de la zona. Buscamos nuestra casa con mucho cuidado y acogimos finalmente un edificio ruinoso, cercano al final de la Calle Pond, a cinco bloques de nuestro vecino más cercano y separado del cementerio tan solo por una prolongación de terreno cortado por una delgada franja de espeso bosque que hay al norte. Esa distancia era mayor de lo que hubiéramos querido, pero no encontramos una casa más cercana, a menos que nos hubiésemos situado al otro lado del prado, lo que quedaba muy distante de la zona industrial. Pero no estábamos demasiado molestos ya que no teníamos vecinos entre nosotros y nuestra macabra fuente de abastecimiento. El camino era algo largo, pero podíamos acarrear nuestros silenciosos ejemplares sin que nadie nos incomodase. Nuestro trabajo fue sorpresivamente cuantioso desde el principio mismo. Lo bastante abundante como para satisfacer a la mayoría de los doctores jóvenes y lo bastante abundante para resultar un fastidio y una molestia para aquellos estudiosos cuyo interés verdadero estaba en otra cosa. Los obreros de las fábricas eran de inclinación algo revoltosas, así que además de sus profusas necesidades de asistencia médica, sus frecuentes golpes, cuchilladas y disputas nos daban mucho trabajo. Pero lo que efectivamente retenía nuestro interés era el laboratorio secreto que habíamos ubicado en el sótano. Un laboratorio con su larga mesa bajo las luces eléctricas donde, en las primeras horas de la madrugada, inyectábamos a menudo los diversos elixires de West en las venas de los cadáveres que conseguíamos de la fosa común. West experimentaba, febrilmente, tratando de tropezar con algo que pusiese en marcha de nuevo los movimientos vitales, tras haber sido interrumpidos por ese fenómeno que llamamos muerte, pero tropezaba con los más horrendos obstáculos. La solución debía tener una composición especial de acuerdo con los distintos tipos: la que se usaba para los conejillos de Indias no servía para los seres humanos y cada tipo demandaba sensibles alteraciones. Los cuerpos tenían que ser extraordinariamente frescos, dado que una leve descomposición del tejido cerebral hacía imposible que la reanimación fuese perfecta. En efecto, el problema más grande estaba en obtener cadáveres suficientemente frescos… West había tenido horribles experiencias con cadáveres de dudosa calidad, durante sus investigaciones secretas en la Universidad. Los resultados de una animación parcial o imperfecta eran mucho más aterradores que los fracasos totales y los dos teníamos pavorosos recuerdos de ese tipo de resultados. Desde nuestra primera sesión diabólica en la deshabitada granja de Meadow Hill, Arkham, no habíamos dejado de experimentar una oculta amenaza y West, que en casi todos los aspectos era un frío autómata, científico, rubio y de ojos azules, declaraba a menudo, con cierto estremecimiento, que le parecía ser víctima de una disimulada persecución. Tenía el sentimiento de que lo seguían, una ilusión mental originada por sus trastornados nervios y aumentada por el innegablemente perturbador hecho de que al menos uno de nuestros tres cadáveres reanimados aún seguía vivo. Se trataba de un ser aterrador y carnívoro, que permanecía encerrado en una celda acolchada de Sefton. Había otro además, el primero, cuyo destino preciso nunca lo llegamos a saber.
Tuvimos mucha suerte con los ejemplares de Bolton, mucha más suerte que con los de Arkham. Aún no hacía ni una semana que nos habíamos instalado cuando nos apoderamos de una víctima de accidente la misma noche de su entierro y logramos que abriese los ojos con una expresión extraordinariamente lúcida antes de que fallara la solución. Había perdido un brazo… De haber tenido el cuerpo