Narrativa completa. H.P. Lovecraft

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Narrativa completa - H.P. Lovecraft Colección Oro

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se rompía de forma inocua contra las piedras del pasadizo mientras la túnica del extraño personaje se incendiaba, alumbrando la horrible escena con un resplandor fantasmal. El grito de espanto y de maldad impotente que lanzó el frustrado asesino resultó demasiado para mis nervios, ya estremecidos, y caí desmayado al suelo fangoso.

      Finalmente cuando recobré el conocimiento, todo estaba espantosamente a oscuras y, recordando lo ocurrido, temblé ante la idea de tener que soportar aún más; pero fue la curiosidad lo que acabó imponiéndose. ¿Quién, me preguntaba, era este malvado personaje, y cómo había llegado al interior del castillo? ¿Por qué podía querer vengar la muerte del pobre Michel Mauvais y cómo se había transmitido la maldición durante el gran número de siglos pasados desde la época de Charles le Sorcier? El peso del espanto, sufrido durante años, desapareció de mis hombros, ya que sabía que aquel a quien había abatido era lo que hacía peligrosa la maldición, y, viéndome ahora libre, ardía en deseos de saber más del ser siniestro que había perseguido durante siglos a mi linaje, y que había convertido mi propia juventud en una interminable pesadilla. Dispuesto a seguir explorando, me tanteé los bolsillos en busca de eslabón y pedernal, y encendí la antorcha de repuesto. Enseguida, la luz renacida reveló el cuerpo retorcido y achicharrado del misterioso extraño. Esos ojos espantosos estaban ahora cerrados. Desasosegado por la visión, me giré y accedí a la estancia que había al otro lado de la puerta gótica. Allí encontré lo que parecía ser el laboratorio de un alquimista. En una esquina se encontraba una inmensa pila de reluciente metal amarillo que centelleaba de forma portentosa a la luz de la antorcha. Debía de tratarse de oro, pero no me detuve a cerciorarme, ya que estaba afectado de forma extraña por la experiencia sufrida. Al fondo de la estancia había una abertura que conducía a uno de los muchos barrancos abiertos en la oscura ladera boscosa. Lleno de asombro, aunque sabedor ahora de cómo había logrado ese hombre llegar al castillo, me volví. Intenté pasar con el rostro vuelto junto a los restos de aquel extraño, pero, al acercarme, creí oírle exhalar débiles sonidos, como si la vida no hubiera escapado por completo de él. Horrorizado, me incliné para examinar la figura acurrucada y abrasada del suelo. Entonces esos horribles ojos, más oscuros que la cara quemada donde se albergaban, se abrieron para mostrar una expresión imposible de identificar. Los labios agrietados intentaron articular palabras que yo no acababa de entender. Una vez capté el nombre de Charles le Sorcier y en otra ocasión pensé que las palabras «años» y «maldición» brotaban de esa boca retorcida. A pesar de todo, no fui capaz de encontrar un significado a su habla entrecortada. Ante mi evidente ignorancia, los ojos como pozos relampaguearon una vez más malévolamente en mi contra, hasta el punto de que, inerme como veía a mi enemigo, me sentí estremecer al observarlo.

      Súbitamente, aquel miserable, animado por un último rescoldo de energía, alzó su espantosa cabeza del suelo húmedo y hundido. Entonces, recuerdo que, estando yo paralizado por el miedo, recuperó la voz y con aliento agonizante vociferó las palabras que en adelante habrían de perseguirme durante todos los días y las noches de mi vida.

      —¡Ignorante! —decía a gritos—. ¿No puedes ni adivinar? ¿No tienes el entendimiento para ver la voluntad que por más de seis siglos ha mantenido la horrorosa maldición sobre tu familia? ¿Te he mencionado el elixir de la eterna juventud? ¿Sabes acaso quién desveló el secreto de la alquimia? ¡Fui yo! ¡Yo! ¡Yo! ¡El mismo que vive desde hace seiscientos años para continuar con mi venganza, yo soy Charles Le Sorcier!

       The Alchemist: escrito en 1908. Publicado en noviembre de 1916.

      I. Una simple chica de campo

      Ermengarde Stubbs era una joven rubia hermosísima, hija de Hiram Stubbs, granjero y contrabandista de licor, pobre pero honrado, oriundo de Hogton, Vermont. En principio, su nombre completo era Ethyl Ermengarde, pero su padre la convenció para que no usara su primer nombre a partir de la creación de la Decimoctava Enmienda, alegando que le causaría sed pues le recordaría el alcohol etílico (C2H3OH). El destilado propio de Stubbs era, sobre todo, de alcohol metílico o de madera (CH3OH).

      Ermengarde decía tener dieciséis primaveras y calificaba de calumnias las afirmaciones que le atribuían treinta años. Poseía grandes ojos negros, una destacada nariz romana, pelo rubio que nunca oscurecía en las raíces —a no ser que la farmacia local estuviera corta de suministros— y una constitución hermosa pero vulgar. Medía alrededor de un metro setenta de alto, pesaba cerca de cincuenta y dos kilos en la báscula de su padre —y también en las demás— y era reconocida como la más hermosa por todos los galanes del pueblo que admiraban la granja de su padre y saboreaban su producción de licor. Dos vehementes amantes deseaban en matrimonio a Ermengarde. El caballero Hardman, que mantenía una hipoteca sobre la antigua casa de Stubbs, era muy rico y aún más viejo. De tez morena y apariencia cruel, montaba siempre a caballo y nunca soltaba la fusta. Durante mucho tiempo había cortejado a la dulce Ermengarde y ahora su deseo se había elevado hasta alturas febriles, ya que había descubierto que debajo de las humildes tierras del granjero Stubbs había una rica veta de ¡¡ORO!!

      —¡Ajá! —se dijo—, tengo que seducir a esa joven, antes de que su padre se entere de esa sorprendente riqueza ¡y sumaré mi fortuna a otra aún mayor! —y comenzó a frecuentarlos dos veces por semana, en vez de una sola como había hecho hasta ese momento.

      Pero, para mala suerte de los siniestros deseos de este infame, el caballero Hardman no era el único pretendiente de la bella joven. Muy cerca del pueblo vivía un segundo pretendiente… el apuesto Jack Manly, cuyos ondulados cabellos dorados habían atrapado el amor de la dulce Ermengarde cuando ambos eran solo un par de niños en la escuela del pueblo. Jack había tardado mucho tiempo para confesarle su pasión a la chica, pero un día, mientras paseaba junto a Ermengarde por un sendero sombreado cerca del viejo molino, había reunido el valor para exponer a la luz aquello que guardaba dentro de su corazón.

      —¡Oh, luz de mi vida! —le dijo—. ¡Mi espíritu está agobiado de tal forma que me veo obligado a hablar! Ermengarde, mi ideal (aunque lo que en realidad dijo fue idea), la vida se ha tornado en un sin sentido sin tu presencia. Amada de mi corazón, observa cómo este interesado muerde el polvo por ti. ¡Ermengarde, oh, Ermengarde, levántame y déjame ver el séptimo cielo diciéndome que serás mía algún día! Es cierto que soy pobre, ¿pero es que no soy lo bastante joven y fuerte como para hacerme camino hacia el éxito? Es lo único que puedo prometerte, mi querida Ethyl… quiero decir, Ermengarde… mi única, mi más hermosa…

      Aquí hizo una pausa para secarse los ojos y limpiarse la frente, cosa que la bella aprovechó para contestarle:

      —Jack… mi ángel… al fin… quiero decir... ¡esto es tan inesperado y tan sorprendente! No hubiera imaginado que alguien como tú guardara tales sentimientos hacia un ser de tan poca importancia como la hija del granjero Stubbs… ¡pero, si no soy más que una niña! Tu nobleza natural es tanta que yo había temido… quiero decir… que no te hubieras fijado en mis discretos encantos y que fueras a buscar fortuna en la gran ciudad, y allí conocieras y te casaras con una de esas exquisitas damas a las que vemos brillar en las revistas de moda. Pero Jack, como yo te correspondo en sentimientos, dejemos a un lado todo este rodeo innecesario. Jack, querido mío, mi corazón quedó prendado del tuyo hace mucho tiempo por tus grandes virtudes. Siento un enorme afecto por ti, considérame tuya y asegúrate de comprar el anillo en la tienda de Perkins que tiene bellos diamantes de imitación en su escaparate.

      —¡Ermengarde, amor mío!

      —¡Jack, mi adorado!

      —¡Querida mía!

      —¡Amor mío!

      —¡Mi bien!

      II. Y el villano aún la persigue

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