Narrativa completa. H.P. Lovecraft
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Hypnos: escrito en 1922 y publicado en 1923.
Lo que trae la luna41
Yo, detesto a la luna. También me da miedo, porque cuando ilumina algunas escenas familiares y amadas hay veces que las transforma en escenas desconocidas e infames.
Fue durante un sombrío verano cuando el brillo de la Luna iluminó el viejo jardín por el que yo caminaba, un sombrío verano de aletargantes flores y acuosos mares de follajes que causan sueños extraños y polícromos. Mientras vagaba cerca de la poca profunda fuente de cristal, vi ondas imprevisibles, rematadas en luz amarilla, como si esas tranquilas aguas se vieran movidas por irresistibles corrientes camino a insólitos océanos que no conciernen a este mundo. Calladas y resplandecientes, deslumbrantes y funestas, esas condenadas aguas se movían hacia no se sabe dónde, mientras que en las orillas verdes, blancas flores de loto se abrían una tras otra frente a la opiácea brisa nocturna y caían sin esperanza en la corriente, agrupándose horriblemente, avanzando hacia delante, bajo el puente de arco tallado y mirando hacia atrás con la espantosa resignación de las energías plácidas y muertas.
Mientras marchaba por la orilla, pisoteando flores dormidas con pasos descuidados, trastornado en todo momento por el terror a seres desconocidos y la sugestión de las caras muertas, percibí que el jardín bajo la luz de la luna no tenía fin, porque allí donde se hallaban los muros durante el día, ahora se prolongaban solamente nuevas imágenes de árboles y senderos, flores y arbustos, templos y dioses de piedra y ángulos de corriente irradiada de amarillo, pasando orillas de hierba y bajo extravagantes puentes de mármol. Y los labios de los rostros muertos de loto murmuraban con tristeza y me incitaban a seguir, así que no me paré hasta que la corriente llegó hasta el río y desembocó entre lodazales de ondulantes cañas y playas de arena radiante, en la orilla de un extraordinario mar sin nombre.
La temible luna resplandecía sobre ese mar y sobre sus confusas olas flotaban extraños perfumes. Y cuando en sus profundidades vi desvanecerse las caras de loto, lamenté no poseer redes para poder capturarlas y asimilar de ellas los secretos que la luna había llevado con ella a través de la noche. Pero, cuando la luna giró hacia el oeste y la callada marea bajó de la sombría costa, observé bajo esa luz viejos capiteles que estaban casi cubiertos por las olas, así como blancas columnas con remates de algas verdes. Y notando que ese lugar estaba absolutamente hechizado por la muerte, palpité y no quise hablar de nuevo con los rostros de loto.
Entonces, vi a lo lejos sobre el mar, un gran cóndor negro que bajaba del cielo para encontrar descanso en el gran arrecife y de buena gana le hubiera hablado, para preguntarle sobre aquellos que había conocido cuando estaba vivo. Lo hubiera hecho de no estar tan lejos, pero lo estaba y mucho, y se esfumó totalmente cuando estuve demasiado cerca de ese gigante arrecife.
Así que vi cómo la marea se retiraba bajo esa luna menguante y vi relucir los capiteles, las torres y los techos de esa ciudad muerta y húmeda.
Mientras veía, mi nariz tuvo que combatir contra el espeluznante olor de los muertos del mundo, ya que en verdad, en ese lugar desconocido e ignorado se hallaba toda la carne de los cementerios reunida por gordos gusanos marinos que la carcomen y se saturan de ella.
La vil luna ya estaba muy baja sobre esas infamias, pero los gruesos gusanos no necesitan la luna para poder comer. Y, mientras veía las ondas que revelaban el movimiento de los gusanos abajo, sentí un escalofrío nuevo que venía de muy lejos y que me señaló que el cóndor había levantado su vuelo, como si mi carne hubiera descubierto el horror antes de que mis ojos pudieran advertirlo.
Mi carne no se estremeció sin razón, ya que cuando levanté la vista, vi que las aguas se habían retirado lejísimo dejando ver mucho del grandísimo arrecife cuyo borde había visto antes. Y cuando noté que ese arrecife no era más que la negra aureola basáltica que coronaba a un terrible ser monstruoso, cuya espantosa frente ahora relucía frente a la sutil luz de la luna y cuyas horrendas pezuñas debían horadar el fango del infierno situado a kilómetros de profundidad, grité y grité hasta que el escondido rostro emergió de las aguas y hasta que sus escondidos ojos me observaron después de la desaparición de esa obscena y traidora luna.
Y para escapar de ese despiadado ser, me sumergí contento y sin titubear en las fétidas profundidades donde, entre muros plagados de algas y calles arruinadas, los gordos gusanos de mar carcomen los cadáveres de los hombres.
What the Moon Brings: escrito en 1922 y publicado en 1923.
El ceremonial42
Efficiunt Daemones,
ut quae non sunt, sic tamen quasi sint,
conspicienda hominibus exbibeant.
Me hallaba alejado de casa y caminaba encantado por la belleza de la mar oriental. Empezaba a atardecer, cuando la escuché por primera vez, chocando contra las rocas. Entonces me percaté de lo cerca que la tenía. Estaba al otro lado del monte, donde los retorcidos árboles recortaban sus siluetas sobre un cielo lleno de tempranas estrellas. Y porque mis padres me habían solicitado que fuese a la vieja ciudad que ahora tenía cerca, continué la marcha en medio de aquel barranco de nieve recién caída por un camino —sinuoso entre los árboles— que parecía llegar únicamente hasta Aldebarán, para luego bajar a esa viejísima ciudad en la que nunca había estado, pero con la que tantas veces había soñado durante mi vida. Era el día del invierno, ese día que ahora los hombres llaman Navidad, aunque en su interior sepan que ya se celebraba cuando aún no existían ni Belén ni Babilonia ni Menfis ni aun la propia humanidad. Era pues, el día del invierno y finalmente llegaba yo al viejo pueblo marinero donde había existido mi raza, cuidadora del ceremonial de tiempos pasados, aun en tiempos en los que estaba prohibido. Llegaba yo al viejo pueblo, cuyos habitantes habían exigido a sus hijos y a los hijos de sus hijos, que celebraran el ritual una vez cada cien años para que nunca se desconociesen los secretos del mundo originario. La mía era una raza vieja. Ya lo era cuando llegó a poblar estas tierras hace trescientos años. Y la mía era una gente diferente, gente sigilosa y furtiva, que venía de los insolentes jardines del Sur, que hablaban otra lengua antes de aprender la de los pescadores de ojos azules. Y ahora estaba regada por todo el mundo y únicamente se congregaba para compartir rituales y misterios que ningún otro ser viviente podría entender.
Yo era el único que volvía aquella noche al viejo pueblo pesquero, tal como mandaba la tradición que solo evocan el pobre y el solitario. Más tarde, al alcanzar la cuesta del monte, dominé la visión de Kingsport, adormecida en el frío del anochecer nevado, con sus antiguas veletas, sus campanarios, sus aleros y chimeneas, sus muelles, sus puentes, sus sauces y cementerios. Los infinitos laberintos de calles rugosas, angostas y retorcidas, que ondulaban hasta lo alto de la colina donde se levantaba el centro de la ciudad coronado por una extraña iglesia que el tiempo parecía no haber tocado jamás. Un sinnúmero de casas coloniales se agrupaban en todos los sentidos y niveles, como las enmarañadas construcciones de madera de algún niño. Las alas grises del tiempo parecían caer sobre los techos y los desvanes nevados. Las lámparas y las ventanas emitían en la noche unos brillos que iban a unirse con Orión y las estrellas primordiales. Y el mar rompía continuamente contra los miserables muelles, aquel