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enfermedad: esquizofrenia.

      Durante una temporada –cuando empezaba a ganarme la vida haciendo biografías– visité a mi primo en su casa. Vivía en una doble prisión: el cuarto donde estaba confinado, y su mente, entregada por completo a fantasías complejas, delirantes. Sostener una conversación con él era una tarea desgastante. A veces, sin proponérselo, me obsequiaba imágenes de una extraña y siniestra poesía.

      –Algo malo va a ocurrir –me dijo una tarde mientras jugábamos ajedrez.

      –¿Sí? –respondí, mientras pensaba en cómo quitarme de encima un jaque.

      Tras una larga pausa, en la que se escuchó claramente el tictac del reloj de la pared, Rodolfo continuó:

      –Estoy completamente seguro de que algo terrible sucederá.

      Moví mi caballo para proteger al rey.

      –¿Por qué crees eso?

      Rodolfo respondió con otra pregunta:

      –¿No escuchaste el silencio anoche?

      La mayor parte del tiempo, la mente de Rodolfo divagaba hacia tramas enredadas y paranoicas, en las que él siempre tenía un papel protagónico. Una de sus favoritas era aquélla en la que recibía llamadas telefónicas de un informante chino, quien le pasaba datos privilegiados sobre los planes de una inminente invasión a los Estados Unidos. Pero no se trataba de cualquier ataque: los chinos habían perfeccionado una técnica de guerra que consistía en crear fideos-parásitos que –una vez ingeridos a través de la sopa–, se instalaban en el cerebro de las víctimas y dominaban su voluntad. Y si se tomaban en cuenta las miles de sopas de fideo que China exportaba constantemente a los Estados Unidos, la victoria estaba garantizada.

      –¿Y por qué te han elegido a ti para informarte? –me atreví a preguntarle una vez.

      Su respuesta me sorprendió. No supe si por unos instantes recuperó la lucidez e ironizó sobre su condición o si tan sólo se trataba de una de las tantas manifestaciones de su ego enfebrecido.

      –¿A poco no quisieras ser tú el primero en enterarte?

      Nada me había preparado para lo que vino después. Fue algo que me dejó inquieto, y supongo que eso hablaba bien mí, pues como me dijo un famoso psiquiatra al que entrevisté en diversas ocasiones mientras escribía su biografía: “Nunca te acostumbres a las locuras de los locos, pues entonces tú también te habrás enfermado”.

      Recuerdo que Rodolfo estaba sentado en su mecedora y miraba el jardín a través de la ventana.

      –Hoy por la mañana recibí una comunicación de Neil Armstrong –dijo, al tiempo que se pasaba la mano por la barbilla en actitud circunspecta.

      Era una fantasía que le escuchaba por primera vez, y me intrigó. A mi mente vinieron el telescopio, las comidas en la casa de la abuela y otros recuerdos de la infancia.

      –¿Quieres decir que te llamó por teléfono desde su casa?

      Mi primo rio con condescendencia, como si yo fuera un niño que acabara de hacer un chiste ingenuo.

      –No –dijo–. Neil Armstrong permanece en la Luna. Nunca regresó de allá.

      En los días que siguieron, Rodolfo fue dándole cuerpo a la más singular de las historias que le escuché. Afirmaba que el célebre astronauta se comunicaba con él vía telepática, y que gracias a eso estaba conociendo “la verdad de los acontecimientos de aquel extraño verano de 1969”. Su versión superaba a la famosa teoría de la conspiración –bastante arraigada en la cultura popular– que sostenía que el hombre nunca había pisado la Luna, y que todo fue un montaje perpetrado por la NASA con la ayuda del cineasta Stanley Kubrick.

      –Sí fueron a la Luna –afirmó mi primo–. Pero lo que nadie sabe, y que se ha mantenido en secreto hasta hoy, es que, tras dar el primer paso y pronunciar sus famosas palabras, Neil Armstrong se adentró en la superficie de la Luna y desapareció. Jamás pudieron encontrarlo.

      De acuerdo con la versión de mi primo, el Apolo 11 regresó sin el astronauta más importante, y desde el primer instante en que la tripulación apareció ante los medios de comunicación para hablar de su hazaña, Armstrong fue sustituido por un doble.

      –La NASA no estaba dispuesta a quedar mal ante el mundo si algo no salía bien –dijo Rodolfo–, así que se habían prevenido con un doble de cada astronauta.

      Según mi primo, todo eso explicaba muchas de las cosas que aún no se aclaraban en torno a la misión del Apolo 11: ¿por qué no existía ninguna foto de Neil Armstrong sobre la superficie de la Luna? ¿Por qué Buzz Aldrin, el segundo hombre que pisó el satélite, se volvió un alcohólico tras su retorno? ¿Por qué el supuesto Neil Armstrong vivía recluido en su casa de campo en Ohio y eludía a toda costa las entrevistas? Y, sobre todo, ¿por qué en las pocas ocasiones que aparecía en público, Armstrong era incapaz de explicar una cuestión esencial: ¿qué se siente haber estado en la Luna?

      Aquellas dudas existían: lo vi en Internet, donde encontré diversos foros en las que se analizaban con fervor. Eso no comprobaba nada, por supuesto, pero era la única ocasión en que los delirios de mi primo se sostenían en una base de realidad.

      –Durante las siguientes cinco misiones –dijo Rodolfo– la prioridad secreta fue buscar a Armstrong. No era que esperaran encontrarlo con vida, pero la recuperación de su cadáver se volvió una obsesión para los dirigentes de la NASA, una especie de revancha ante ese primer fracaso. Cuando se dieron por vencidos, el programa Apolo se canceló y eso marcó el fin de la Era Espacial.

      Lo que le sucedió a Armstrong, explicó mi primo, lo experimentaron también los astronautas de las siguientes misiones, sólo que para entonces ya iban preparados. Todos escucharon una música majestuosa e hipnótica, una especie de canto de las sirenas que los atraía hacia el lado oscuro de la Luna. Los que siguieron los pasos del primer astronauta sobrevivieron porque estaban atados al módulo lunar con cuerdas especiales. Desde 1969 a la fecha, Armstrong permanecía “retenido” en la Luna, y utilizaba imágenes psíquicas para comunicarse con la Tierra. Un tipo de comunicación que sólo las mentes “hipersensibles” podían captar. En pocas palabras, el astronauta más célebre de la historia estaba condenado porque sólo los lunáticos podían captar la frecuencia de sus mensajes.

      –Recuerda –me dijo Rodolfo– que mientras hace una elipse alrededor de la Tierra, la Luna nunca gira. Siempre muestra la misma cara, por lo que nadie ha visto su lado oscuro.

      –¿Y qué es lo que hay ahí? –pregunté– ¿Te lo dijo Armstrong?

      –Nosotros somos la plaga –respondió, en tono críptico–. Ellos sólo quieren asegurarse de que nunca salgamos de nuestro planeta.

      –¿Quiénes son ellos?

      Mi primo volvió a prodigarme su risa bondadosa.

      –Jamás lo entenderías. Porque ellos son lo que no somos nosotros.

      Antes de que el trabajo comenzara a absorber la mayor parte de mi tiempo, y que dejara de visitar a Rodolfo, mi primo me contó una última historia sobre astronautas. Habló de Alan Bean, quien viajó en el Apolo 12 y se convirtió en el cuarto hombre en pisar la Luna. Tras su regreso, Bean siguió algunos años involucrado con la NASA, y en 1981 se retiró para convertirse en pintor. Y lo único que ha

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