Anuario iberoamericano de regulación. Varios autores

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Anuario iberoamericano de regulación - Varios autores

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y largo plazo– y entran en transacciones con terceros teniendo como presupuesto que las bases fundamentales de dichas regulaciones serán respetadas y que, de producirse cambios en ellas, estos no serán bruscos55 ni tendrán carácter revolucionario respecto del régimen imperante, serán adoptados por el Estado de modo transparente, no discriminatorio y no retroactivo, siguiendo los procedimientos aplicables56 y dispuestos con base en el principio de proporcionalidad, de forma tal de afectar solo en la medida estrictamente necesaria57 los derechos y expectativas legítimas que los operadores han adquirido al amparo de la regulación anterior.

      De allí que más allá del vínculo jurídico que los operadores tengan con el Estado, lo cierto es que existe entre ellos una suerte de compromiso regulatorio implícito de que tales modificaciones regulatorias se llevarán a cabo respetando tales pautas de modo de permitir, cuando menos, la amortización del capital invertido. Y dicho compromiso debe tenérselo por más robusto cuanto mayor sea el nivel de inversión exigido (industrias de capital intensivo) y cuanto más difícil sea, para el inversor u operador económico, poder salir del mercado con el menor daño posible (supuestos de inversión hundida)58.

      Sobre esas bases, el instituto de la confianza legítima se constituye en un pilar fundamental en esta materia59, a punto tal que Muñoz Machado ha dicho que “el principio de confianza legítima es una de las importaciones más claras y notables que han acompañado a la teoría de la regulación”60. Por otra parte, la regulación globalmente avanza hacia la utilización de mecanismos de soft law en virtud de los cuales las normas, en lugar de establecer mandatos y compromisos imperativos, se basan en la imposición de estándares de conducta, de principios y lineamientos de políticas y cursos de acción, aplicables, tanto a los poderes públicos como a los operadores económicos61, de modo tal que negar cualquier valor jurídico a la confianza que los actores económicos depositaron en el cumplimiento y seguimiento, por parte de las autoridades, de tales estándares, principios y lineamientos, importaría una grave afrenta al Estado de Derecho, con más que perniciosos efectos para la economía nacional62.

      De allí que, en realidad y a diferencia de lo que se ha señalado en cierta jurisprudencia y doctrina españolas63, la confianza legítima no se ve limitada por el riesgo regulatorio, sino que este es el que queda limitado por la confianza legítima64.

      De todas formas, cabe aclararlo, la existencia de un supuesto de situación jurídica tutelable, comprensiva de la confianza legítima, es siempre una cuestión que solo puede verificarse con base en las particularidades concretas del caso y del régimen regulatorio de que se trate. Para responsabilizar al Estado con fundamento en este instituto no es suficiente invocar cualquier expectativa de negocio de los operadores ni la simple confianza que estos aleguen haber depositado en las regulaciones con base en las cuales realizaron sus transacciones65. De lo contrario, el instituto sería fuente del ya mencionado riesgo moral, toda vez que permitiría trasladar a los contribuyentes los riesgos que debieron asumir los agentes económicos. Como bien lo ha dicho Coviello, la confianza legítima es de procedencia excepcional y solo ampara a los comerciantes prudentes, diligentes y que obraron de buena fe66. De allí que, tal como surge del derecho comparado, este instituto, a los fines de justificar la procedencia de la responsabilidad estatal, solo protege a los actores económicos respecto de aquellos riesgos que, con fundamento en razones de equidad, justicia y seguridad jurídica, pueda determinarse que no fueron, ni pudieron ser, asumidos por estos al momento de realizar su inversión67.

      III. LA ATRIBUCIÓN DE LAS CONSECUENCIAS DAÑOSAS DEL RIESGO REGULATORIO

      ¿Quién debe soportar las consecuencias especialmente dañosas del riesgo regulatorio: los operadores afectados por la medida o todos los contribuyentes? Recordemos que, tal como ya lo señalamos, las regulaciones nunca son neutras en términos de transferencia de recursos, de modo que la cuestión, en definitiva, consiste en delimitar hasta qué punto el daño causado por los cambios introducidos a las regulaciones debe ser soportado por los afectados como la consecuencia de un riesgo asumido y a partir de donde ese daño, por no derivar de un riesgo asumido, debe ser soportado por toda la comunidad.

      La respuesta a este interrogante ha tenido diferentes enfoques, según haya sido abordado por el Derecho anglosajón (especialmente, el norteamericano) o por aquellos sistemas que, como lo es el argentino, son –en esta materia– tributarios del Derecho continental europeo.

      En los Estados Unidos de Norteamérica, la línea divisoria entre lo que es el poder normal de regulación y lo que constituye un sacrificio patrimonial que debe ser compensado se la ha encontrado, básicamente, en el criterio del grado de afectación, es decir, en los efectos que causa la medida de regulación de modo tal que si el daño es poco considerable en esos supuestos se ha entendido que, en rigor, no se ha afectado el derecho de propiedad sino, solamente, que se ha delimitado el contorno de su ejercicio normal68. En cambio, si esa medida afecta una porción sustancial de ese derecho de propiedad se ha considerado que en estos casos que lo que hay es una expropiación regulatoria (regulatory taking) y, por lo tanto, al regulado no pueden asignársele las consecuencias dañosas del riesgo regulatorio, puesto que ello violaría la garantía de la Quinta Enmienda Constitucional69.

      El problema consiste en que el descripto es un criterio verdaderamente difícil de aceptar como pauta general, porque supone poder mensurar la propiedad, de modo tal que el derecho de propiedad dejaría de ser, en rigor, una realidad jurídica que existe en los términos y límites con los cuales fue legalmente reconocida para pasar a ser una realidad cuantitativa, puesto que solamente habría una propiedad –cuya afectación en términos constitucionales exige su compensación– en tanto y en cuanto la afectación sea sustancial70. La realidad indica que el daño existe con independencia de la extensión de la afectación71. Por otra parte, no puede escaparse que un cambio regulatorio puede, sin llegar a causar una afectación sustancial de los derechos de propiedad de los operadores, afectar, de modo negativo, sus intereses, compromisos y legítimas expectativas, con lo que este criterio se muestra, en nuestra opinión, como muy restrictivo o estrecho para poder establecer un criterio general sobre cómo distribuir las consecuencias dañosas del riesgo regulatorio, especialmente, en países como los de Iberoamérica, que cuentan con instituciones y con una cultura regulatoria claramente diferente a la norteamericana72.

      Por el contrario, en los regímenes que, como el argentino, son tributarios del Derecho continental, la cuestión queda subsumida en el campo de la responsabilidad estatal por su obrar normativo lícito, donde el grado de afectación que provoca la medida no es, por sí, el factor determinante, sino que obliga a verificar la existencia de determinados presupuestos que, de presentarse, obligarían al Estado a tener que indemnizar73. En estos sistemas, la cuestión pivotea –con variantes según los respectivos sistemas nacionales– sobre la necesidad de determinar si el afectado tiene, o no, la carga de soportar la lesión causada, teniendo en especial consideración el principio de igualdad ante las cargas públicas74. Se trata, aquí, de encontrar un factor de atribución de la responsabilidad que permita asignar las consecuencias dañosas de la actividad estatal al Estado o al afectado75.

      En Argentina, sobre la cuestión de determinar quién debe hacerse cargo del daño causado por una modificación regulatoria, hay que tener presente que la jurisprudencia de la Corte Suprema, a partir del año 1992, al tener que resolver una controversia sobre la responsabilidad que una entidad financiera le imputaba al Estado por el daño causado por la modificación de regulaciones financieras76, consideró que para que tal responsabilidad pudiera existir, debía acreditarse la ausencia del deber de soportar el daño en la entidad regulada77. Este requisito –de origen español78 y que en realidad ya se encontraba implícito en otros precedentes

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