Anuario iberoamericano de regulación. Varios autores
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La temática que nos proponemos abordar es una temática propia del Estado intervencionista o regulador. En efecto, cuando se consideraba que el Estado era un simple gendarme que solo fijaba reglas generales de actuación y sancionaba los incumplimientos, la redistribución de la riqueza se hacía, principalmente, por las transacciones entre particulares en el mercado y el Estado recurría a la política tributaria para obligar a los ciudadanos a contribuir al todo social según su capacidad contributiva, redistribuyendo lo recaudado a través del gasto público. Pero, como sabemos bien, hacia mediados de la década del veinte, en todo el mundo estos paradigmas cambiaron de modo sustancial. Las exigencias del Estado de Bienestar obligaron a que la redistribución fuese necesaria hacerla “aquí y ahora” y entre sectores económicos bien determinados, por ejemplo: desde la industria extranjera hacia la industria nacional; desde el sector agropecuario hacia el sector industrial, desde el “capital” hacia el “trabajo”, etc.7. De modo tal que se entendió que el Estado no podía descansar en las fuerzas del mercado ni exclusivamente en la política tributaria, sino que era necesario que la redistribución se hiciese de modo directo e inmediato a través de una política estatal concreta8. Esta modalidad de intervención directa e inmediata que tiende a incidir en la conducta de los agentes económicos para cambiar su curso de acción o para alterar sus efectos es conocida generalmente en la literatura jurídico-económica como Regulación9.
Desde la perspectiva jurídica-económica, es importante que se tenga en cuenta –para el tema que vamos a desarrollar– que la intervención regulatoria del Estado presenta tres características:
En primer lugar, que la regulación –y, en rigor, todo el fenómeno económico en cuanto tal– aparece frente al fenómeno de la “escasez”. En efecto, mientras que las necesidades son múltiples e infinitas, los recursos disponibles para satisfacerlas son limitados o escasos10, de allí que “administrar” en este campo sea, precisamente, el “arte” de aplicar esos recursos escasos a la mayor cantidad posible de esas necesidades múltiples11. Por otra parte, los derechos de propiedad también son consecuencia del fenómeno de la escasez, puesto que, ante ella, si no existieran tales derechos, los agentes se apropiarían de los recursos sin importarles los costos o los perjuicios que su utilización provocaría para los demás. De allí que los derechos de propiedad son socialmente relevantes porque especifican de qué modo las personas pueden beneficiarse o perjudicarse y, por tal razón, determinan quién debe pagar a quién para modificar las acciones llevadas a cabo. En definitiva, los derechos de propiedad internalizan los efectos benéficos o perjudiciales derivados de la utilización de recursos escasos12, haciendo a las personas responsables por el uso de tales recursos13.
Por lo tanto, cualquier redistribución de esos recursos necesariamente generará un daño al sujeto pasivo de esa medida regulatoria cuyos activos le son tomados o restringidos por el Estado para aplicarlos de modo directo a cubrir las necesidades de otros14. No hay medida regulatoria, desde esta perspectiva, que no sea dañosa para alguien15. De allí que bien se haya dicho que las regulaciones nunca son neutras16. Es que, hay que entender, la regulación tiene lugar cuando los costos de transacción son demasiado altos para que la distribución de recursos y rentas pueda ser lograda, óptimamente, por mecanismos de mercado de modo tal que, por vía de acuerdos, los agentes económicos internalicen esos costos17. De allí que, entonces, cuando mayores sean los costos de transacción, y, por lo tanto, mayor relevancia tenga la intervención regulatoria, mayor importancia, tienen las normas de responsabilidad que deben intentar asignar y distribuir esos costos con base a criterios de eficiencia y de justicia18.
En segundo lugar, que la regulación consiste, básicamente, en la fijación de las condiciones económicas de funcionamiento de las empresas y sujetos regulados y de la de sus activos19. En otros términos, la regulación suplanta las decisiones que en el orden normal de las actividades económicas están en manos de la discrecionalidad de los actores económicos. La libertad de empresa, si bien no puede ser anulada por la regulación, encuentra en esta importantes limitaciones. Inclusive, la existencia y alcance del mercado están predeterminados por las normas regulatorias. De ello se deriva, entonces, una directa relación entre las normas reguladoras y aquello que el sujeto regulado puede o debe hacer, lo que hace que, en definitiva, tanto el mercado como la empresa regulada sea aquello que la regulación dice que son20.
En tercer lugar, que la regulación se adopta –como ocurre con toda acción humana– con información incompleta. Eso supone que cuando las autoridades dictan esas medidas carecen de toda la información relevante para poder conocer de antemano y con precisión cuál va a ser su exacto efecto o impacto a lo largo del tiempo21; de lo que se deriva que toda medida regulatoria está sujeta a un importante grado de provisionalidad, es decir que necesariamente la regulación necesitará ser modificada, con el transcurso del tiempo, para ir ajustándose a las nuevas necesidades o para buscar efectos diferentes de los que efectivamente han generado su aplicación práctica22.
Evidentemente, esos cambios –como ya lo anticipamos– son susceptibles de afectar situaciones jurídicas de sus destinatarios o de los sujetos que han realizado transacciones a la luz de las regulaciones anteriores. Surge, así, una noción fundamental en esta materia, cual es la de riesgo, que no es otra cosa que la incertidumbre en tanto que previsible y mensurable y de la que puede generarse un daño. Por lo contrario, cuando la incertidumbre no es previsible ni mensurable, técnicamente, no hay riesgo sino pura incertidumbre o álea23.
Por tal razón, al ser previsible y mensurable, el riesgo puede ser distribuido entre, o asumido por, los agentes económicos y, aun, trasladado a terceros (por ejemplo, por medio de un seguro). En definitiva, un riesgo puede ser gestionado24. En cambio, un álea o incertidumbre que no ha podido ser prevista o mensurada, difícilmente pueda ser gestionada en tanto que no podrá ser asumida por un agente económico racional, puesto que no hay forma en que este pueda medirla, cotizarla ni, por lo tanto, asegurarla25. Y hay que tener presente que todos los agentes económicos son, por definición, adversos al riesgo, puesto que se valora más perder lo que ya se tiene que verse privado de obtener ganancias aún no percibidas26.
Ahora bien, el riesgo derivado de un cambio en la regulación que puede perjudicar en un momento dado los intereses y estrategias de los operadores económicos del sector es lo que se conoce como riesgo regulatorio27. Por lo que hemos dicho, en los sectores regulados, es casi connatural a ellos que estén sujetos, en alguna medida, al riesgo derivado de la posible modificación de las regulaciones existentes. No obstante, en tanto que se trata de un riesgo propio del cambio de la normativa sectorial y no de un álea, el riesgo regulatorio no incluye a las consecuencias dañosas de modificaciones a normas ajenas al sector regulado ni a las que se originan con motivo de una “revolución” absoluta de sector, alterando los principios básicos y fundamentales del mismo28.
Dada la íntima dependencia de la empresa regulada con las normas regulatorias, el riesgo regulatorio es un elemento central en esta clase de mercados, toda vez que tiene un impacto directo para las empresas que afecta, especialmente, sus