La Reina Roja. Victoria Aveyard
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу La Reina Roja - Victoria Aveyard страница 15
Una imagen de un racimo de pavorreales cruza mi mente.
—¿Y qué hacen? ¿Dan una vuelta, dicen un par de cosas y agitan las pestañas?
Walsh resopla y sacude la cabeza.
—No —sus ojos brillan entonces—. Estarás de servicio, así que podrás verlo tú misma.
Las puertas de madera tallada y vidrio fluido se alzan al fondo. Un sirviente las mantiene abiertas para permitir que pase la fila de uniformes Rojos. Llega mi turno.
—¿Tú no vienes?
Puedo notar la desesperación en mi voz, casi rogándole a Walsh que se quede conmigo. Pero ella se aleja y me deja sola. Antes de estorbar el avance o estropear de otro modo este organizado ensamblaje de sirvientes, me obligo a seguir y salir al sol de lo que Walsh llamó el Jardín Espiral.
Al principio creo estar en medio de otro ruedo como el de la aldea. El espacio se curva hacia bajo en una hondonada inmensa, pero en vez de bancas de piedra, la espiral de terrazas está llena de mesas y sillas afelpadas. Plantas y fuentes escurren por los peldaños, dividiendo las terrazas en palcos. Éstos confluyen en la base, donde hay un prado circular decorado por estatuas de piedra. Delante de mí se encuentra un palco cargado de sedas rojas y negras. Cuatro asientos, cada uno de hierro cruel, lucen desdeñosos desde su sitial.
¿Qué demonios es este sitio?
Mi trabajo pasa sin darme cuenta, siguiendo el ejemplo de otros Rojos. Soy auxiliar de cocina y se supone que debo limpiar y ayudar a los cocineros, y ahora mismo preparar el ruedo para el próximo evento. No estoy segura de entender por qué la familia real necesita un estadio. En el pueblo sólo se usa para las Gestas, para ver luchar a un Plateado con otro, pero ¿qué significado podría tener aquí? Esto es un palacio y sus pisos nunca se mancharán de sangre. Pero lo que, a falta de un mejor nombre, yo llamo ruedo, me hace tener un mal presentimiento. El hormigueo regresa y vibra en oleadas bajo mi piel. Cuando termino y vuelvo a la entrada de sirvientes, la prueba de las reinas está a punto de comenzar.
Los demás ayudantes se esfuman y se desplazan a una plataforma alta rodeada de cortinas transparentes. Yo corro tras ellos y choco con la fila justo en el momento en el que se abre otra serie de puertas, directamente entre el palco real y la entrada de sirvientes.
Empezamos.
Mi mente retrocede al Huerto Magno, a las criaturas bellas y despiadadas que se hacen llamar seres humanos. Todas ellas ostentosas y presumidas, con duras miradas y peor genio. Estos Plateados, las Grandes Casas como Walsh las llama, no serán distintos. Incluso podrían ser peores.
Entran en manada, como un rebaño de colores que se distribuye por el Jardín Espiral con una gracilidad fría. Las diversas familias, o Casas, son fáciles de distinguir; todos sus miembros visten del mismo color. Lila, verde, amarillo, negro, un arcoíris de matices en dirección al palco de su familia. Yo pierdo la cuenta rápidamente. ¿Cuántas Casas hay? El gentío no deja de incrementarse, y algunos se detienen a charlar mientras otros se abrazan con rigidez. Me doy cuenta de que esto es una fiesta para ellos. Es probable que tengan pocas esperanzas de que de aquí salga una reina, así que esto es una mera diversión.
Pero algunos no parecen estar de ánimo festivo. Una familia de cabello plateado y atavíos de seda negra se sienta en concentrado silencio a la derecha del palco del rey. El patriarca de la Casa tiene barba puntiaguda y ojos negros. Más abajo cuchichea una Casa de color azul marino y blanco. Para mi sorpresa, reconozco a uno de los suyos. Sansón Merandus, el susurro que vi hace unos días en la plaza. A diferencia de los otros, él mira misteriosamente al suelo, con su atención puesta en otra parte. Tomo nota mental de no topar con él, ni con sus mortales aptitudes.
Curiosamente, no veo a ninguna mujer en edad de casarse con un príncipe. Tal vez se preparan en otro lado y esperan con ansia su oportunidad de ganar una corona.
De cuando en cuando, alguien oprime en su mesa un botón de metal con forma cuadrada para que se encienda una luz, lo cual indica la necesidad de un sirviente. Aquél de nosotros que esté más cerca de la puerta respectiva debe acudir al llamado, mientras los demás seguimos a la espera de nuestro turno para servir. Como es de suponer, tan pronto como me acerco a su puerta, el detestable patriarca de los ojos negros pulsa el botón de su mesa.
Doy gracias al cielo por mis pies, que nunca me han fallado. Paso casi saltando entre el gentío, bailando en medio de los cuerpos diligentes mientras el corazón me late con fuerza en el pecho. En vez de robarles, estoy aquí para servirles. La Mare Barrow de la semana pasada no sabría si reír o llorar de esta versión de sí misma. Pero ella fue una tonta, y ahora pago el precio de su estupidez.
—¿Señor? —pregunto ante el patriarca que pidió el servicio. Aunque mentalmente me propino un par de insultos. No digas nada, es la primera regla, y ya la he incumplido.
Él no parece notarlo y se limita a alzar un vaso de agua vacío con mirada de aburrimiento.
—Juegan con nosotros, Ptolemus —se queja ante un joven musculoso que tiene a su lado y el cual imagino que es el desafortunado portador del nombre Ptolemus.
—Un alarde de poder, padre —señala éste; se termina su propio vaso, me lo tiende y lo tomo sin pensarlo—. Nos hacen esperar porque pueden.
Aluden a la familia real, que aún está por hacer acto de presencia. Pero oír a estos Plateados hablar así de ella, con tanto desdén, resulta desconcertante. Los Rojos insultamos al rey y los nobles si podemos salirnos con la nuestra, pero pienso que ése es nuestro derecho exclusivo. Estas personas no han sufrido un solo día en su vida. ¿Qué problemas podrían tener entre ellas?
Quiero quedarme y escuchar, pero hasta yo sé que eso va contra las reglas. Me vuelvo y subo los escalones hasta la salida. Aquí hay una pileta oculta detrás de unas flores de color vivo, quizá para que yo no tenga que atravesar el pretendido ruedo a fin de reabastecerme de agua. Pero en este momento se oye cómo un tono metálico y agudo recorre el lugar, muy parecido al que da principio a las fiestas del Primer Viernes. Resuena en varias ocasiones y deja oír una melodía suntuosa que anuncia sin duda la entrada del rey. Todas las Grandes Casas se ponen de pie, les guste o no. Veo que Ptolemus le vuelve a murmurar algo a su padre.
Desde mi atalaya, escondida detrás de las flores, estoy al nivel del palco del monarca, un poco más atrás. Mare Barrow, a sólo unos metros del rey. ¿Qué pensaría mi familia o Kilorn al respecto? Este hombre nos manda a la muerte y yo me he convertido sin más ni más en su ayudante. Qué asco.
El rey entra con brío, pavoneándose. Aun visto desde atrás, es mucho más gordo de lo que parece en las monedas y la televisión, aunque también más alto. Viste un uniforme rojo y negro de corte militar, aunque dudo que lo haya usado un solo día en las trincheras. Son los Rojos los que mueren ahí. Insignias y medallas destellan en su pecho, como testimonio de cosas que no ha hecho nunca. Incluso porta una espada dorada, pese a los numerosos guardias que lo rodean. La corona que sostiene en la cabeza me es familiar, de oro rojo y hierro negro trenzados, cada punta es una llama crepitante y ondulada. Parece arder sobre su cabello negro salpicado de canas. Qué apropiado, porque este rey es un quemador, como lo fue su padre, y el padre de su padre,