La Reina Roja. Victoria Aveyard
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Pero cuando Provos vuelve a tomar asiento, el cambio no ha terminado aún. El zumbido de la electricidad aumenta hasta hacerlo crepitar todo a nuestro alrededor, lo que me para los vellos de los brazos de punta. Una luz violácea brilla cerca de la base del Jardín, y echa chispas con la energía que procede de puntos minúsculos e invisibles en la piedra. Ningún Plateado se levanta para controlar esto como hizo Provos antes. Entiendo por qué. Esto no es obra de un Plateado, sino una maravilla de la tecnología, de la electricidad. Relámpagos sin truenos. Los haces de luz se entrecruzan y cortan, y tejen una red brillante y cegadora. Me duelen los ojos de sólo mirarla, como si me clavaran puñales afilados en la cabeza. No sé cómo pueden soportarlo los demás.
Los Plateados parecen sobrecogidos, intrigados con algo que no pueden controlar. En cuanto a los Rojos, miramos boquiabiertos, sumergidos en un temor reverente.
La red se cristaliza mientras la electricidad se expande y se ramifica. Y entonces, tan súbitamente como llegó, el ruido termina. Los rayos se congelan, se solidifican en pleno vuelo y producen un escudo transparente de color púrpura entre el escenario y nosotros. Entre nosotros y lo que pueda aparecer allá.
Mi mente se desboca, preguntándose qué podría requerir un escudo de relámpagos. Un oso no, tampoco una manada de lobos, ni cualquiera de las singulares fieras del bosque. Ni siquiera las criaturas mitológicas, los grandes felinos, los tiburones de los mares o los dragones que representarían un peligro para los abundantes Plateados que hay acá arriba. ¿Y por qué tendría que haber bestias en la prueba de las reinas? Se supone que ésta es una ceremonia para elegir soberanas, no para luchar contra monstruos.
Como si me respondiera, el suelo del círculo de estatuas, convertido ahora en el pequeño centro de la base del cilindro, se ensancha. Sin pensarlo, me muevo hacia delante, con la esperanza de ver mejor. Los demás sirvientes se aglomeran a mi lado, queriendo ver qué horrores puede generar este aposento.
La joven más pequeña que haya visto nunca emerge de la oscuridad.
La aclamación asciende mientras una Casa de seda color café y gemas rojas aplaude a su hija.
—¡Rohr, de la Casa de Rhambos! —prorrumpe la familia, anunciándola al mundo.
La chica, que no tiene más de catorce años, sonríe a los suyos. Es menuda en comparación con las estatuas, pero curiosamente sus manos son grandes. El resto de ella parece proclive a ser arrebatada por una brisa fuerte. Da una vuelta al cerco de estatuas, sin dejar de sonreír hacia arriba. Posa su mirada en Cal, quiero decir en el príncipe, al que intenta atraer con sus ojos de liebre, o con la sacudida ocasional de su cabello castaño rubio. En suma, parece ridícula. Hasta que se acerca a una estatua de sólida piedra y arranca su cabeza de un solo golpe.
La Casa de Rhambos habla de nuevo:
—¡Colosa!
Bajo nuestra presencia, la pequeña Rohr destruye en un instante el escenario y convierte las estatuas en pilas de polvo al tiempo que resquebraja el suelo que pisan las plantas de sus pies. Es como un terremoto en forma modestamente humana que lo destruye todo a su paso.
Así que de esto trata el concurso.
Una puesta en escena violenta, hecha para exhibir la belleza y el esplendor de las jóvenes, y su fuerza. La hija más talentosa. Esto es una demostración de poder, con el objeto de enlazar al príncipe con la mujer más impactante, para que sus hijos puedan ser los más fuertes. Y así ha sido desde hace cientos de años.
Me estremezco de sólo pensar en la fuerza del dedo meñique de Cal.
Él bate palmas cortésmente cuando la joven Rohr concluye su despliegue de destrucción organizada y regresa a la rampa. La Casa de Rhambos la vitorea mientras ella desaparece.
Después llega Heron, de la Casa de Welle, la hija de mi gobernador. Es alta, de rostro semejante al de la garza homónima.* La tierra removida fluctúa en torno suyo mientras ella reconstruye el escenario. “Guardaflora”, canturrea su familia. Una verdosa. Bajo su mando, los árboles crecen en un abrir y cerrar de ojos, hasta rozar con sus copas el escudo de rayos. Ahí donde las ramas lo tocan, éste despide chispas y prende fuego a los retoños. La chica siguiente, una ninfa de la Casa de Osanos, no se queda atrás. Usa las fuentes convertidas en cascadas para apagar el fuego contenido del bosque con un huracán de rápidos, hasta que sólo quedan árboles carbonizados y tierra abrasada.
Esto continúa durante lo que parecen horas. Cada chica sale a demostrar su valor, y todas topan con un auditorio cada vez más destruido, pero han sido entrenadas para hacer frente a cualquier cosa. Varían en edad y apariencia, pero todas son deslumbrantes. Una de ellas, de apenas doce años de edad, hace estallar todo lo que toca como si fuera una bomba ambulante. “¡Olvido!”, clama su familia, describiendo su poder. Mientras ella elimina la última de las estatuas blancas, el escudo de rayos se mantiene firme. Sisea contra el fuego de la jovencita, y el ruido rechina en mis oídos.
Electricidad, Plateados y alaridos se revuelven en mi cabeza mientras veo a ninfas, verdosas, colosas, telquis, raudas y lo que parece un centenar de Plateadas de otros tipos lucirse bajo el escudo. Cosas que ni siquiera en sueños creí posibles suceden ante mis ojos, al tiempo que estas muchachas convierten su piel en piedra o rompen paredes de cristal a gritos. Los Plateados son más grandes y fuertes de lo que siempre temí, con poderes que ni siquiera sabía que existieran. ¿Cómo pueden ser reales estas personas?
He recorrido un largo camino, y de repente estoy de vuelta en el ruedo, viendo a los Plateados alardear de todo lo que nosotros no somos.
Me lleno de asombro cuando un animus que domina criaturas hace bajar del cielo un millar de palomas. En el momento en que las aves se arrojan de cabeza sobre el escudo de rayos y revientan en nubecillas de sangre, plumas y electricidad mortífera, mi encanto se vuelve indignación. El escudo echa chispas otra vez, y desintegra lo que queda de las aves hasta lucir como nuevo. Los aplausos por el retorno al escenario del despiadado animus casi me producen náuseas.
Otra joven, es de esperar que sea la última, sale al ruedo, ya reducido a polvo.
—¡Evangeline, de la Casa de Samos! —proclama el patriarca de cabello plateado.
Él es el único de su familia en tomar la palabra, y su voz retumba en todos los rincones del Jardín Espiral.
Desde mi atalaya, veo que el rey y la reina se incorporan en sus asientos. Evangeline ya ha captado su atención. En marcado contraste, Cal se mira las manos.
Mientras que las otras muchachas portaban vestidos de seda, y algunas una extraña armadura dorada, Evangeline aparece con un traje de cuero negro. Chamarra, pantalones, botas, todo con estoperoles de dura plata. No, no de plata. De hierro. La plata no es tan mate ni tan dura. Su Casa la aclama de pie. Es de la familia de Ptolemus y el patriarca, los hombres de cabello plateado a los que serví agua. Pero también la vitorean otros, otras familias. Quieren que ella sea la reina. Es la favorita. Llevándose dos dedos a la frente, Evangeline saluda, primero a su familia y luego al palco del rey. Ellos corresponden al gesto, descaradamente a favor de ella.
Quizás esto se parece a las Farsas Plateadas más de lo que creí. Salvo que en vez de poner a los Rojos en su sitio, aquí el rey pone en su lugar a sus súbditos, poderosos como son. Una jerarquía dentro de la jerarquía.
He estado tan absorta en las pruebas que apenas reparo en que llega mi turno de volver