La Reina Roja. Victoria Aveyard

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La Reina Roja - Victoria Aveyard Reina Roja

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      Ella es una Plateada; no le puedo hablar así. Podría mandarme al cepo, quitarme mis raciones, castigarme, castigar a mi familia. No, comprendo, cada vez más horrorizada. Ella es la reina. Podría matarme. Podría matarnos a todos.

      Pero ella no parece ofendida. En cambio, casi sonríe. Siento náuseas cuando nuestras miradas se cruzan, y me doblo en dos una vez más.

      —Eso vale para mí como una reverencia —dice entre dientes, se ve que disfruta mi dolor.

      Yo contengo el impulso de vomitar y alargo los brazos para agarrarme de las rejas. Mi puño se cierra alrededor del frío acero.

      —¿Qué me van a hacer?

      —No quedo mucho por hacerte ya. Pero esto… —mete una mano entre los barrotes para tocarme la sien, con lo que triplica mi dolor y me hace caer contra las rejas, con apenas bastante consciencia para sujetarme—, esto es para evitar que hagas una tontería.

      Siento ganas de llorar, pero me recompongo de una sacudida.

      —¿Una tontería como sostenerme en pie? —logro proferir.

      El dolor casi no me deja pensar, y menos aún ser educada, pero me las arreglo para contener un torrente de maldiciones. ¡Mare Barrow, controla tu lengua, por favor!

      —Como electrocutar algo —espeta la reina.

      Gracias a que el dolor cede, reúno fuerzas suficientes para llegar a la banca de metal. Hasta que apoyo la cabeza en la fría pared de piedra asimilo las palabras de la señora. Electrocutar.

      El recuerdo de las piezas dentadas cruza por mi mente. Evangeline, el escudo de rayos, las chispas y yo. No es posible.

      —Tú no eres Plateada. Tus padres son Rojos, tú eres Roja y tu sangre también lo es —murmura la reina, mientras da vueltas frente a los barrotes de mi jaula—. Eres un milagro, Mare Barrow, una imposibilidad. Algo que ni siquiera yo puedo entender, y eso que ya lo vi todo de ti.

      —¿Era usted? —pregunto casi chillando, y alzo los brazos de nuevo para sostener mi cabeza—. ¿Estuvo usted en mi mente? ¿En mis recuerdos? ¿En mis pesadillas?

      —Si quieres conocer a alguien, conoce sus temores —parpadea frente a mí como si yo fuera una tonta—. Además, tenía que saber con qué estamos tratando.

      —No soy un objeto.

      —Lo que eres aún está por verse. Pero deberías dar gracias de una cosa, niña relámpago —dice ella con sorna, y apoya la cara contra las rejas. Las piernas se me engarrotan de repente, pierdo toda sensación, como si me hubiera sentado mal. Como si estuviera paralizada. El pánico sube por mi pecho mientras veo que ni siquiera puedo mover los dedos de los pies. Así ha de ser como se siente papá, inútil y abatido. Pero, de un modo u otro, consigo levantarme, y mis piernas se vuelven a mover, para llevarme hasta las rejas. La reina me mira desde el otro lado. Pestañea al compás de mis pasos. Ella es un susurro y juega conmigo. Cuando estoy lo bastante cerca, toma mi cara entre sus manos. Yo me quejo mientras el dolor en mi cabeza se multiplica. ¡Qué no daría ahora por la simple condena del reclutamiento!—. Hiciste eso frente a cientos de Plateados, personas que formularán preguntas, personas con poder —sisea ella en mi oído, y mi cara queda envuelta en su aliento empalagoso—. Ésa es la única razón de que sigas viva.

      Aprieto las manos e invoco de nuevo el relámpago, pero no aparece. Ella sabe lo que hago y ríe con desfachatez. Detrás de mis ojos explotan estrellitas que nublan mi vista, pero oigo cómo la reina se marcha en un torbellino de seda rumorosa. Recupero la vista justo cuando su vestido desaparece al dar la vuelta a una esquina, y me quedo completamente sola en la celda. Apenas consigo volver a la banca, contengo el impulso de vomitar.

      El agotamiento me acomete en oleadas, comienza por los músculos y se hunde en mis huesos. No soy más que un ser humano, y los humanos no estamos hechos para enfrentar días como hoy. Sobresaltada, reparo en que mi muñeca está descubierta. La cinta roja ha desaparecido, me la quitaron. ¿Qué podría significar esto? las lágrimas luchan por salir, pero no voy a llorar. Me queda mucho orgullo todavía.

      Puedo contener las lágrimas, pero no las preguntas ni la duda que corroe mi corazón.

       ¿Qué me pasa?

       ¿Qué soy?

      Cuando abro los ojos, veo que un agente de Seguridad me mira al otro lado de los barrotes. Sus botones de plata brillan bajo la débil luz, pero no son nada comparados con el resplandor de su calva.

      —Deben decirles a mis familiares dónde estoy —suelto de pronto, mientras me enderezo.

      Al menos les dije que los quiero, evoco nuestros últimos momentos.

      —Mi único deber es llevarte arriba —replica él, aunque sin sarcasmo. Este individuo es un dechado de tranquilidad—. Cámbiate de ropa.

      Me doy cuenta entonces de que mi cuerpo está cubierto aún por un uniforme quemado a medias. El agente señala una ordenada pila de ropa junto a los barrotes. Me da la espalda, para concederme así algo semejante a la privacidad.

      La ropa es simple pero fina, más suave que la que me haya puesto nunca; una camisa blanca de manga larga y un pantalón negro, ambos decorados con una raya plateada a cada lado. También hay zapatos: una botas negras lustradas que me llegan a las rodillas. Para mi sorpresa, no hay una sola puntada roja en estas prendas. Por qué, no sé. Mi desconocimiento se ha vuelto ya una constante.

      —Listo —mascullo, al subir la última bota por mi pierna con algo de dificultad.

      Mientras la bota se acomoda en su sitio, el agente voltea. No oigo el tintineo de las llaves, pero tampoco veo una cerradura. Ignoro cómo piensa sacarme de mi jaula sin puertas.

      Pero en vez de abrir una entrada oculta, da un tirón con la mano y las barras de metal se pandean. ¡Claro! Este carcelero es un…

      —Magnetrón, sí —dice él mismo, moviendo los dedos—. Y por si acaso te lo preguntaras, la joven a la que estuviste a punto de freír es mi prima.

      Casi me ahogo con el aire de mis propios pulmones, sin saber cómo reaccionar.

      —Lo lamento.

      Parece una pregunta.

      —Lamenta no haber acabado con ella —repone él, sin ánimo de burla—. Evangeline es una arpía.

      —¿Es un rasgo típico de familia? —mi boca se mueve más rápido que mi cerebro, y reprimo una exclamación, al ver lo que acabo de decir.

      Pero en vez de reprenderme por hablar cuando no debo, el agente esboza una sonrisa.

      —Supongo que lo descubrirás por ti misma —dice con una mirada dulce—. Soy Lucas Samos. Sígueme.

      No me hace falta preguntar para saber que no tengo otra opción.

      Me guía fuera de la celda, por una escalera de caracol, hasta donde se encuentran al menos doce agentes más. Éstos me rodean sin decir nada, en estudiada formación, y me fuerzan a acompañarlos.

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