Los films de Almodóvar. Liliana Shulman
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Tras ir evolucionando hacia una clave decididamente dramática, si bien continuó incluyéndolo esporádicamente en sus films, Almodóvar retoma el camp como dominante narrativo en Los amantes pasajeros. Allí, por ejemplo, los azafatos del avión a la deriva ejecutan una versión actualizada de Fabio McNamara. Como los personajes que interpretó el artista, ellos lucen su afectada homosexualidad, “ostentándola [en un] camp que socava la moral de aquellos otros homosexuales, no dispuestos a aceptar su estigmatizada identidad” (Newton, 1993: 51), tal como ocurre con uno de los pilotos, que hacia finales del film (cuando pensaban que morirían inmediatamente), acepta la suya. Cantando y bailando entre los asientos, para distraer a los pasajeros del avión impedido de aterrizar, los azafatos de Los amantes pasajeros exhiben “la parafernalia de la sensibilidad gay” (Dyer, 1999:113). Reafirmando la idea de Newton, los mismos se ríen de sí mismos, poniendo así en ridículo más a la mirada falocéntrica que los censura, que a ellos mismos.
Empero, no todo es hilaridad en el camp. En un interesante análisis de Las amargas lágrimas de Petra von Kant (Rainer Werner Fassbinder, 1972), Jack Babuscio sostiene que el film responde a los criterios del camp, dada su artificialidad. Varios son los factores que la determinan: la extrema teatralidad de sus diálogos, los claustrofóbicos mise en scene como si de un escenario se tratara, la caracterización barroca de Petra y Karin (una aristocrática diseñadora de modas y la joven objeto de su pasión, respectivamente) y el espíritu sadomasoquista que sobrevuela toda la narración. En el marco de un extravagante melodrama como Las amargas lágrimas de Petra von Kant, afirma Babuscio, temas como la balanza de poder y el sexo, la vanidad y su ansia de posesión, o la pose como mecanismo de autoprotección, son de especial resonancia para la sensibilidad camp.
También Todo sobre mi madre está especialmente marcada por la artificialidad de la desdichada diva Huma Rojo. No obstante, la desgarradora escena de la muerte de Esteban y la manera en que Almodóvar transmite la desesperación de Manuela, su madre, son, aunque trágicas, no menos camp que las anteriormente descriptas. El siniestro ocurre en medio de una lluvia impasible que se refleja en el parabrisas del vehículo de Huma, estallado por el impacto del cuerpo de Esteban. La tranquilidad de esa lluvia, fundiéndose poéticamente con los reflejos del agua sobre la calle sobre la que yace el chico, es incongruente para los espectadores, testigos de la desgracia. El alarido atroz de Manuela sobre el cuerpo de su hijo y lo repetitivo de su discurso estéril (“¡Hijo mío!, ¡hijo mío, por favor!…”), primero de su boca y luego en voice over, son estremecedores. El espectador se turba entre lo bello y lo monstruoso de la escena. Los desesperados gritos de Manuela, su boca abierta y petrificada en una mueca, podrían ser los suyos propios, consustanciado con la diégesis. Almodóvar ha creado para el momento una mise en scene extremadamente estilizada y manierista. La ilusión de vértigo creada por el rotar de la cámara, el clamor repetitivo y la gesticulación desmesurada de Manuela podrían interpretarse como un desliz kitsch del director, pero la platea no los vive como tal. La escena exuda emocionalidad; una característica distintiva del kitsch. Pero pese a ello, el terror de Manuela emplazada en el tempo apacible de la escena, la paleta de grises perturbada solo por el rojo de su abrigo y la imagen de esa madre, desaforada aunque enmudecida por el voice over, hacen de la escena una joya camp en la que ironía, esteticismo y teatralidad se enfrentan para describir el dolor indescriptible. El hipersentimentalismo del kitsch (Babuscio) –del que hablaríamos si Almodóvar hubiera intentado generar la compasión del público hacia Manuela mediante una gesticulación exagerada de su parte o una banda de sonido patética– cede paso al remolino de emociones encontradas inducido por el horror y la belleza de las imágenes elaboradas por Almodóvar; dos elementos contrapuestos que únicamente pueden llegar a conjugarse en la artificialidad del camp.
Estando como estamos en el siglo XXI, pasado ya el auge del posmodernismo y supuestamente libres de una moral hegemónica excluyente, la rebeldía intrínseca del camp podría parecer anacrónica. Caryl Flinn condensa en “The deaths of Camp” la posición de intelectuales dispuestos a sepultar el camp por haberse transformado en una exteriorización ya innecesaria de la homosexualidad. Según Flinn, la visibilidad social que ha otorgado el advenimiento del posmodernismo a la comunidad homosexual, la consolidación del movimiento LGBT55 y la erupción del sida hacen del camp una manifestación carente de sentido. La postura es compartida, entre otros, por la escritora y publicista neoyorkina Fran Lebowitz (citada por Flinn, 1999: 432), quien declaró en 1994 que lo que aún llamaban camp bien podía definirse como decamp.56 El camp, otrora patrimonio exclusivo de la comunidad homosexual, sostiene la autora, pasó ya a formar parte del mainstream cultural y social.
Pese a ello y afortunadamente, el camp no ha muerto; solamente ha cambiado en sus objetivos. Es cierto que, con la apertura social promovida por el posmodernismo, su utilización como herramienta política para imponer la visibilidad homosexual ha perdido relevancia. Sin embargo, con el objeto de promover en nuestro actual mundo “posposmodernista” convicciones alimentadas por renovados valores humanistas, el legado del camp continúa impregnando de ironía, esteticismo, teatralidad y humor la escena de las artes. Basta con observar, por ejemplo, obras de los escultores contemporáneos Maurizio Cattelan o Damien Hirst.57 Him, de Cattelan (2001), es una escultura expuesta generalmente en solitario, que reproduce fielmente el físico de un niño arrodillado en actitud de rezar, vestido con un auténtico traje de paño gris y con una melena de cabello natural esmeradamente peinada. La obra recibe al visitante de espaldas, en un ambiente de recogimiento acentuado por la vívida actitud de un niño rezando hacia un vacío que permite al público circular en derredor. De tal manera, al acercarse el deferente espectador y rodear la penitente imagen en el museo, descubre que no de una ingenua criatura se trata, sino de una reconstrucción de la figura de Adolf Hitler. La elección de exponer Him en 2012 junto a las rejas que cierran el espacio que ocupara el gueto de Varsovia fue indudablemente impactante.58 En tan emblemático entorno, el espectador se debate entre la estética, la mofa y la crítica histórico-social de la estatua realizada por Cattelan que, mediante el esteticismo, el humor y la ironía del camp, inexorablemente remite a la tragedia implícita en la conflictiva idea de la banalidad del mal (Arendt, 1963).59 Maurizio Cattelan no ha dudado en proyectar la sensibilidad camp también a su persona y, como otra manifestación de su esteticismo burlón y artificioso, adoptó un Doppelgänger en la vida real con el que logró embaucar tanto al gran público como a audiencias especializadas en arte.60
For the Love of God (Damien Hirst, 2007) es otra excelente muestra de la vigencia del esteticismo, la ironía y la teatralidad del camp. Hirst –artista conocido por sus tiburones preservados en formalina como Death Denied (2008) y otras instalaciones afines– utiliza para For the Love of God un auténtico cráneo humano. El cráneo –reconocido por expertos como masculino y de origen europeo, de entre 1720 y 1810– fue bañado por Hirst en platino y totalmente incrustado de diamantes. La obra es una sobrecogedora representación del memento mori en el que toda significación se desploma en la nada; un ejemplar de vanitas61 elaborado con más de mil quilates de diamantes de variados tamaños, incluida una elaborada composición de diamantes lágrima insertada en la frente, a modo de faro. En esta escultura, Hirst explota tanto la teatralidad como el valor estético y pecuniario de las piedras preciosas, contrastando expresivamente el valor efímero de la vida humana con el eterno valor de los brillantes.
Maurizio Cattelan y Damien Hirst, como ambicionamos demostrar, suscitan asombro y hasta sobresalto en virtud de la implementación de los principios del camp, ya no con la intención de visibilizar la homosexualidad, sino con el propósito de llevar al espectador hacia un pensamiento crítico sobre la vigencia de los valores universales en el siglo XXI.
8. Almodóvar y lo grotesco