Cuéntamelo todo. Cambria Brockman
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Ruby habla sobre el frío, el Salto, la adrenalina, pero lo único que oigo es la palabra que papá susurró a mi oído, golpeando en mi cabeza.
Finge.
CAPÍTULO UNO
Primer año
Aquellas primeras semanas en Hawthorne aparecen en mi mente como libros en un estante, pulcros y ordenados, separados por género. Me pregunto si los demás lo recuerdan como yo. Trozos y piezas de recuerdos, momentos dispersos, cosas que dijimos, que hicimos. Las razones por las que llegamos a estar tan unidos; todo se reduce a esos primeros días, en los que las inseguridades y los nervios nos unifican.
Después de que mis padres llevaran mis pertenencias a mi habitación desnuda y me escoltaran al comedor, me encontré sola. No conocía a nadie, y vivía en una habitación individual en la residencia del campus. Me recordó a mi primer día en el jardín de infancia. Mi madre me había dejado ahí, y su olor todavía persistía en el aire después de que se hubo marchado. Ella usaba un perfume que definía partes de mi infancia, cada recuerdo se mezclaba con esa fragancia. Me senté en una de las mesas comunales en miniatura, en silencio y calma, mientras mis compañeros entraban en pánico, lloraban, gritaban y montaban rabietas. La universidad era similar, salvo por el espectáculo. Ahora todos eran mayores, capaces de ocultar su miedo, pero los huecos en sus estómagos los corroían, y pude ver el mismo pánico en sus ojos. Se preguntaban si harían amigos, si encontrarían un lugar donde pudieran encajar durante los próximos cuatro años de sus vidas. Levanté la vista hacia el nuevo y resplandeciente comedor, cuya construcción apenas había terminado el último verano; sus paredes de cristal reflejaban una luz cálida en mis ojos. Los carteles pegados en el exterior promovían clubes universitarios y eventos deportivos. Pensé en mis padres, que estarían cruzando en ese momento la frontera entre Maine y Nueva Hampshire, conduciendo por debajo del límite de velocidad a través de la carretera interestatal 95, hacia el aeropuerto de Boston. Mi madre quizás estaría mirando por la ventana mientras papá conducía, observando los árboles pasar, preguntándose cuándo comenzarían a mudar sus hojas.
Al primero que conocí fue a John, antes de que nadie más entrara en mi vida en Hawthorne. Todos me consideraron la mejor amiga de Ruby, su compinche, desde el primer día. No afirmé lo contrario. Además, la gente se sentía atraída por Ruby, su coleta de pelo castaño y su sonrisa permanente atraían la atención, yo no. Todos querían estar cerca de ese tipo de perfección. La gente asumió que ella me había arrancado de entre la multitud de chicas dispuestas a ser sus amigas cuando, en realidad, fui yo quien la eligió.
El comedor estaba lleno de nuevos estudiantes, y algunos empujaban para abrirse paso hasta los asientos vacíos. Me quedé quieta, analizando mis opciones. La gente se presentaba, hablando de lo que habían hecho en el verano. No necesitaba elegir un asiento todavía. La charla comenzaría dentro de diez minutos. Podría beber un café del carrito de afuera. Giré sobre mis talones y me alejé; me sentí aliviada en el espacio abierto y el aire fresco.
—Un café con hielo —le dije a la camarera que estaba detrás del carrito. Parecía mayor, tal vez éste era su trabajo en el campus. Tal vez estaría cursando el penúltimo año—. Solo, por favor.
—Igual para mí —dijo una voz a mis espaldas. Miré por encima de mi hombro, y tuve que levantar todavía más la mirada, para ver el rostro que emitía esa voz. No era normal que me sintiera pequeña.
Unos ojos azules me miraron fijamente. Él sonrió con una de esas sonrisas a medias, encantadora y extravagante, y tenía un rostro atractivo; su espeso cabello rubio sobresalía por debajo de su sombrero. Miré de nuevo a la camarera, tal vez demasiado rápido. Ella también lo miró fijamente, hasta que él se aclaró la garganta y ella nos entregó ambas bebidas.
—Yo invito —dijo. Antes de que pudiera protestar, él ya le había dado más de cuatro dólares.
—Eh, hum —murmuré—. Gracias, no era necesario.
—No hay problema —dijo él—. Mantén a tus amigos cerca, y a tus enemigos aún más cerca, ¿no es lo que dicen?
Lo miré confundida. Su boca se curvó en una sonrisa astuta.
—La pegatina —dijo, señalando algo en mi mochila—. ¿Los Texans? —señaló su sombrero de ala ancha—. Yo soy de los Giants.
Bajé la mirada a mi mochila. Papá le había puesto la pegatina después de que los Texans ganaran dos partidos seguidos el invierno anterior. Fue un gran acontecimiento porque lo usual es que pierdan, con mucha diferencia. Papá estaba tan emocionado que su rostro parecía el de un niño. No lo había visto así desde que era pequeña, así que no quité la pegatina por temor a que su rostro cayera de nuevo en la aflicción.
—Bueno, sí, arriba los Texans —dije—. Aunque no creo que representemos una gran amenaza.
—Eh, nunca se sabe, quizá con unos buenos fichajes —respondió con un guiño.
Hablaba de esa manera relajada, tipo adolescente. Boba y dulce. Sonreí un poco, esperando parecer agradecida y agradable. Aunque, en realidad, estaba molesta. Odiaba estar en deuda con la gente. Sobre todo, con tipos como éste, que sabía que me pondría un mote de mascota y chocaría su mano con la mía cada vez que me viera, o me ofrecería su puño para golpear el mío, dejándome adivinar qué saludo elegiría. Normalmente prefiero pagar mi café.
Abrió la puerta del comedor para mí, y me deslicé dentro, ansiosa por alejarme para no tener que seguir hablando.
—John —alguien gritó desde el exterior y John, el forofo de los Giants soltó la puerta y dejó que se cerrara entre nosotros, al tiempo que ya le estaba dando al otro chico un apretón de manos y una palmada en la espalda. Parecían atletas, por la manera en que sus cuerpos se movían con gracia y precisión, a pesar del ligero aire de indiferencia que ambos cargaban sobre sus hombros. Líneas bronceadas en sus espinillas. Fútbol, supuse.
Me coloqué en la fila para recibir mi paquete de orientación y los observé a través del vidrio. Me pregunté si se acababan de conocer, si habrían jugado juntos en la pretemporada o si se conocían de antes. Era curioso observar a las personas interactuar, verlas decidir qué decir, cómo actuar. Su primera impresión era la más importante. Noté su lenguaje corporal, los intentos por parecer despreocupados. Entonces intenté relajar mis hombros, pero fue inútil.
John y yo nos miramos fijamente y su boca se curvó en esa sonrisa sugestiva que vería mil veces. Me guiñó un ojo, y me volví rápido, fingiendo que no lo había visto. Prefería pasar desapercibida, pero había heredado la piel clara de porcelana y los ojos verdes de mi madre. Mis rasgos faciales eran simétricos y suaves, y sin importar cuánto comiera, mi cuerpo permanecía delgado. El sol de Texas tornaba mi cabello dorado, a pesar de mi necesidad de mostrarme discreta.
Volví la cabeza, pero aún podía sentir sus ojos en mí, estudiándome. Su risa retumbó cuando las puertas de cristal se abrieron y cerraron para otros estudiantes.
Había cierta familiaridad en él... en la forma en que sonreía, en cómo quería hacer algo agradable por mí, el color de su piel y su pelo. Tragué saliva y me obligué a que los recuerdos pasaran.
—Los amigos que hagas esta