Cuéntamelo todo. Cambria Brockman
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La chica a mi izquierda jugaba con sus uñas. La observé retirar la irritada piel de la cutícula de su pulgar con su dedo índice. Tirar, rascar, escarbar. Repitió esto hasta que la endurecida cutícula cayó al suelo.
—Básicamente, no os emborrachéis demasiado, ¿de acuerdo, chicos? —dijo la chica que estaba frente a nosotros—. Mejor llegar a un estado de aturdimiento confortable.
Algunos de mis compañeros rieron. Me pregunté si la administración habría pensado que sería más conveniente traer a una estudiante de último año para tener una charla con nosotros sobre las drogas y el alcohol. Parecía estar funcionando.
Dirigí mi mirada hacia las copas de los pinos que contrastaban con el cielo nebuloso del verano, donde podía distinguir la punta del campanario de la capilla y la parte superior de los edificios académicos de ladrillo. Edleton, Maine, era un lugar idílico para una pequeña universidad de “humanidades”, ubicada entre bosques de arce, pino y roble. Cuando papá y yo la visitamos, en mi último año de instituto, el guía nos habló sobre el pequeño pueblo industrial, cómo los camiones de madera salpicaban las carreteras y llevaban la madera para transformarla en pulpa o pellas para calefacción. En ocasiones, tablones para suelos. A papá le interesaba más la explotación forestal que Hawthorne e insistió en que fuéramos al pueblo después; hizo fotos de todos los viejos molinos de piedra y el deteriorado molino de agua del río que alguna vez los había impulsado.
Durante el recorrido escuché a otro posible estudiante susurrar acerca de cómo los habitantes del lugar odiaban a los estudiantes privilegiados. Un joven había sido apuñalado hacía unos años, cuando se había desatado una pelea en un bar de la localidad. No lo habían llevado al hospital a tiempo, y se había desangrado en la acera.
A mi lado, la chica de la cutícula me dio un codazo en el brazo, mientras miraba a un tipo frente a nosotras. Seguí su mirada. El cabello del chico era negro azabache, su piel oscura era un grato soplo de aire fresco en este mar blanco, sus brazos estaban flexionados mientras jugaba al Tetris en su teléfono. Llevaba una sudadera con capucha y unos caros vaqueros oscuros. Sus pies estaban plantados firmemente en el suelo, sus relucientes zapatillas deportivas nuevas se juntaban con las perneras de sus pantalones.
Un susurro en mi oído:
—Es un príncipe.
Miré a la chica, su rostro parecía a punto de explotar por la incontenible emoción. Sus ojos brillaban, bajo el maquillaje que formaba grumos en sus pestañas. Escudriñé el resto de su cuerpo con el rabillo del ojo. Sus facciones eran oscuras, justo lo opuesto a las mías. Tenía la piel bronceada, ojos oscuros y vellos oscuros en los brazos. Me pregunté si sería una de las estudiantes internacionales, quizá de India o Sri Lanka. Sus uñas estaban pintadas con un esmalte azul astillado, y su pelo negro, cortado en sedosas capas que rodeaban su rostro. Lo que me sorprendió fue el gran tamaño de su pecho, que sobresalía de su pequeño torso.
Se acercó más a mí.
—Estuve fisgoneando su perfil en el grupo de Facebook. Tiene como diez Lamborghini. Es de Emiratos Árabes. Dubái, o Abu Dabi, o lo que sea... Abu Dabi, creo. Sí. Porque su padre es el ministro de economía de allí. Me emocioné un poco y seguí la búsqueda en Google, pero no me juzgues mal —susurró, con un cadencioso acento británico.
Nunca me ha impresionado la riqueza. Vengo de una familia sin problemas financieros, nunca nos ha faltado nada, aunque tampoco es que compráramos artículos de lujo. Por supuesto que aspiro a amasar mi propia fortuna algún día, pero nunca he sentido celos hacia aquellos que han nacido con ella. Siempre parecía haber demasiadas ataduras en esos entornos.
—Deberíamos hacernos amigas suyas —dijo, mientras una sonrisa maniaca se asomaba a su rostro.
Su atrevimiento era sorprendente. Ya hablaba como si nosotras fuéramos amigas. Ni siquiera conocía su nombre. Lo único que compartíamos era el lugar donde nos habíamos sentado, en una larga mesa en un extremo del comedor. Dejó escapar un sonoro suspiro y se hundió en la silla, envolviendo sus sandalias alrededor de las patas de metal. La observé sacar algo de su bolso, goma de mascar, y me la ofreció.
—Entonces, ¿cómo te llamas? —susurró.
—Malin —respondí—. ¿Y tú?
—Gemma —sonrió y apretó mi brazo—. Mi compañera de habitación y yo estamos organizando una fiesta, ya sabes, una especie de bienvenida. Será esta noche, deberías venir.
—Claro —respondí—. Entonces, ¿eres de Inglaterra? —me di una palmadita mental en el hombro por haber continuado semejante charla insustancial.
—Mamá estudió aquí en los años setenta. Ella es americana; papá, paquistaní. Es todo un tema. Siempre están compitiendo por mostrarme su cultura. El caso es que estuvieron de acuerdo en que yo debía recibir una educación estadounidense adecuada para integrarme, sea lo que sea lo que signifique eso. Aunque creo que ya estoy bastante integrada —acarició su suave vientre y puso los ojos en blanco—. Pero en realidad no importa. Aquí hay chicos guapos. Con mucha mejor higiene dental —se detuvo, como si estuviera considerando algo—. Bueno, no es que eso sea importante para mí.
Gemma sacó su teléfono de su bolso que vibraba y tiró un paquete de cigarrillos al suelo, junto a sus sandalias.
—Debe ser mi novio —dijo, guiñando un ojo.
Unos minutos más tarde me envió un mensaje de texto con su número y, sin más, ya éramos amigas.
El plato de papel se hundió en mi mano derecha y el jugo de langosta goteó sobre el cuidado césped. Aferré el tenedor y el cuchillo de plástico contra mi estómago. Alguien empujó mi hombro, y la langosta salió despedida al frente, con sus garras extendidas al cielo. Una chica de pelo sedoso gritó: “¡Lo siento!” mientras pasaba junto a mí; su voz era alegre y genuina. La vi desaparecer en la fila de estudiantes en el bufé, sumándose al desfile en busca de comida y bebida.
Me puse a la orilla de un mar de estudiantes sentados en pequeños grupos donde se presentaban y forjaban amistades. A lo lejos, vi una zona de jardín a la sombra de un gran árbol. El suelo estaría frío y no habría nadie que me hiciera preguntas, tratando de averiguar quién soy. Pero recordé el trato que había hecho con papá y me obligué a caminar en medio de las olas. Me quedé mirando la langosta, con sus ojos muertos como canicas negras.
Por mucho que hubiera creído que la universidad sería lo mismo que el instituto, me sentía sorprendida por la falta de agrupaciones cliché. No había deportistas, chicas de hermandades, góticos o cerebritos. A mis pies, todos vestían camisas a cuadros y pantalones de algodón. Mi madre me había sugerido que llevara vaqueros y una blusa sencilla, y me di cuenta de su tendencia a tener razón en situaciones como éstas. Las chicas iban vestidas con ropa informal, con el cabello recogido en una cola de caballo o trenzado sobre los hombros. Era como si todos hubieran intentado tener el mismo aspecto, escogiendo conscientemente un uniforme, ansiosos por encajar. Me abrí paso a través de los clones, un catálogo de amantes de la naturaleza con buen gusto: cada grupo había sido arrancado de sus páginas y colocado en el campus.
Estudié mis opciones. No parecía haber sitio