La visita al enfermo. José Carlos Bermejo Higuera
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Aunque el personaje de Quirón fue rescatado en la literatura por Dante en La divina comedia y por Goethe en su Fausto, entre otros, hubo que esperar a los albores del siglo XX para que el mensaje encerrado en su historia adquiriera un claro sentido antropológico de la mano del psicólogo Carl Gustav Jung. Quirón es el arquetipo del sanador herido: el sanador lo es porque sana, pero a su vez está herido, lo cual constituye una paradoja existencial que se encarna en cada persona, tanto en la que busca curar su dolor como en la que ofrece curación.
El sanador herido es, pues, la figura arquetípica de la relación terapéutica, donde el ayudante ejecuta el arte de curar más allá de un método o una terapia puntual, involucrando todo su ser en ese acto y empatizando con la herida del paciente, que le rememora y activa su propia herida, devolviéndole así su percepción, de modo que enfermo y visitante se «pasan» sus roles haciendo fructíferamente sanador el dolor de ambos.
Jung, adelantándose a Carl Rogers y a Martin Buber, ya sabía que ningún proceso terapéutico funciona sin que se involucre la subjetividad que implica la relación personal.
Al hilo de las reflexiones de Carl Jung, diríamos que el autoconocimiento tiene como uno de sus objetivos fundamentales la integración de la propia sombra. La sombra constituye, en lenguaje metafórico, un oscuro tesoro compuesto por los elementos infantiles del propio ser, los apegos, los síntomas neuróticos y los talentos no desarrollados, los sentimientos difícilmente aceptados, los límites y zonas oscuras que, a primera vista, repugnan a la buena imagen que queremos tener y dar de nosotros mismos, los traumas experimentados en la propia biografía, los problemas sin resolver...
Conocer e integrar la propia sombra es sanarse. Supone una apasionante terapia del límite, es decir, un proceso de humanización donde la propia fragilidad se convierte en recurso resiliente, donde lo que desearíamos esconder se transforma en fuente de comprensión de las dinámicas ajenas, hasta que podamos decir serenamente: «Nada humano me es ajeno»; cualquier dinámica personal que encuentro en los demás tiene un eco en mí que me permite ser comprensivo y humano ante ella.
Sentarse ante el telón del propio corazón dispuesto a asistir a la representación realista de nuestro interior puede producirnos pánico. Solo quien sobrevive a la contemplación serena de las escenas menos agradables, de los recuerdos imborrables que afectan y han construido la propia personalidad, de la tiranía de los sentimientos, que a veces no se han dejado manejar por la razón, solo ese será un artista en la escucha de la vulnerabilidad ajena encontrada en la visita al enfermo.
Por desgracia, la cultura no nos facilita mucho el proceso de integración de las propias heridas, de nuestra vulnerabilidad, que entra en juego en la visita al enfermo. Un manejo no maduro de la propia vulnerabilidad puede llevar, como a mi compañera, a defenderse, unas veces con orfidal, otras con mecanismos de defensa que pueden impedir sacarle partido a la propia vulnerabilidad.
BUENAS Y MALAS PRÁCTICAS
Malas prácticas
▶ Contar siempre nuestros problemas semejantes a los que escuchamos en la persona a la que visitamos.
▶ Considerarse incapaz de realizar una buena visita por el hecho de experimentar ansiedad y miedo a qué decir.
▶ Invitar a no explorar la cara oscura de la vida porque, en el fondo, nos revela nuestra propia cara oscura.
Buenas prácticas
▶ Utilizar la experiencia de la propia vulnerabilidad para aumentar la capacidad de comprensión del sufrimiento ajeno.
▶ Revelar los propios problemas del visitante evocados en el diálogo solo cuando creamos que su abordaje exitoso estimula y confronta positivamente al otro.
▶ Conseguir sana admiración ante la limitación humana, considerando que «nada humano me es ajeno».
▶ Compartir las propias dificultades de visitante con alguien que pueda ayudarnos (distinto del paciente) para crecer humanamente en lugar de intentar disimular ante los demás y ante nosotros mismos que tenemos
SEGUNDA PARTE
CLAVES PARA LA VISITA
AL ENFERMO
Sin un corazón lleno de amor y sin unas manos generosas es imposible curar a un hombre
enfermo de soledad
MADRE TERESA DE CALCUTA
Buscar claves («llaves») para la visita al enfermo es algo así como preguntarse cómo entrar por la puerta adecuada al mundo del otro sin molestar, generando confort, siendo efectivamente una ayuda.
Para Doyle1 existe solo una regla para comunicarse con los enfermos, que es: «Responder con afecto y respeto, claridad y dignidad al contacto físico y al acompañamiento humano, como nos gustaría que otras personas lo hicieran con nosotros». Otros se atreverían a matizar y decir que, en realidad, la regla de oro no es la que invita a tratar a los demás como nos gustaría que nos tratasen a nosotros, sino cómo les gustaría a ellos ser tratados, es decir, centrarse en la persona del destinatario de la visita.
Una visita al enfermo debería estar impregnada de un planteamiento que se podría formular así en la mente del visitante (no en sus palabras): «Vengo a acompañarte». Atendiendo al origen etimológico a la palabra «compañero» (cum-panis, que significa «comer pan juntos»), de donde procede «acompañar», sería algo así como pensar: «Al visitar, voy a “sentarme a la mesa de la realidad” (el pan: sus necesidades, sus sentimientos, sus valores, sus posibilidades, sus anhelos…) y lo “masticaremos juntos”». Sí, muy metafórico. Pero muy sugerente: vengo para ti. Tú eres el protagonista. Caminemos juntos al son de tu ritmo, con la sinfonía que haya que tocar según tu partitura.
Porque, en efecto, en la experiencia del sufrimiento, como defendía san Agustín2, para las personas existen dos maneras de percibir el tiempo: el tiempo objetivo (una hora) y el tiempo subjetivo (la vivencia de una hora). Por lo general, para el enfermo, la percepción del paso del tiempo es lenta y pesada cuando se sufre –una hora de sufrimiento es eterna–, mientras que en caso contrario, cuando se está bien parece que los relojes vuelan. «El tiempo no es una cuestión de longitud, sino de profundidad», decía C. Saunders.
Por eso no habrá claves más importantes que la centralidad de la persona del enfermo, la escucha activa, el uso saludable del contacto físico, el prudente uso de la palabra y la gestión moderada de las preguntas. En ocasiones será necesario aprender fundamentalmente a estar en silencio, pero estar. En otras, la visita podrá consistir en un «aprender a no estar» (lo que Nouwen llamaría el servicio de la ausencia3), y en otras, lo mejor que podremos hacer será sencillamente compartir algunas actividades de entretenimiento y ocio que distraigan a la persona del riesgo de centrarse solo en la experiencia negativa por la que está atravesando.
Una de las claves previas a la visita al enfermo es la claridad y nobleza de las motivaciones. Las razones que conducen a una persona a la cabecera del enfermo pueden ser muy diversas. Para algunos, la visita a los enfermos forma parte de la rutina del trabajo; para otros se trata de satisfacer la obligación del vínculo familiar; otros lo hacen por formalidad y cumplimiento o –digamos– por sentido de solidaridad (que admite muchos grados); y hay otros que han sido llamados por el mismo paciente o por el personal de asistencia. Lógicamente, cada situación crea expectativas distintas e incide