CHAMP. Diego Cuéllar

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CHAMP - Diego Cuéllar Liderazgo con valores

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de las de antes. Posteriormente, recién licenciados, firmaron a la vez su primer contrato de trabajo en la misma empresa. Entraron con el mismo pie en el mundo profesional, en una de las grandes escuelas del marketing, que solían presentarse en las más prestigiosas universidades y escuelas de postgrado para reclutar talentos de primer nivel y hacer de ellos directivos competentes dispuestos a desplazarse a cualquier parte del planeta. A comienzos de los años noventa, en plena crisis del petróleo, encontrar una posición con proyección en una empresa multinacional de calado era un lujo que no estaba al alcance de cualquiera. Una oportunidad irrechazable.

      Durante cuatro años se formaron en el mundo del marketing y el product management y contaron con los mejores profesionales como mentores. Eran como esponjas; absorbían el conocimiento de la realidad profesional de forma acelerada de la misma forma que la esponja se llena de agua. Trabajaban hasta el agotamiento, con ahínco y determinación, con las tozudas ganas a las que suelen acompañar la juventud y el deseo de aprender.

      –¿Recuerdas aquello? –comentó Javier–. La verdad es que ni nosotros mismos podíamos imaginar que aquel lanzamiento pudiese alcanzar tal repercusión. Estaba perfectamente diseñado: la investigación del mercado, los estudios del consumidor, la formulación, el packaging… Toda la estrategia de marketing fue perfecta –se quedó colgado de sus recuerdos por unos instantes y continuó–. Formábamos un buen equipo, con un ambiente de trabajo magnífico. Aquellas compañías contaban con los recursos para hacer las cosas bien, y sobre todo cuidaban a su gente, o al menos yo siempre lo sentí así.

      –Poníamos toda la carne en el asador. Trabajábamos a destajo, quemábamos todas las horas disponibles del día –dijo Miguel–. ¿Acaso has olvidado el día de tu boda? ¡Un poco más y te tengo que llevar al altar a punta de pistola! Aquel sábado nos acercamos a la oficina a imprimir una presentación que debíamos entregar a la dirección el lunes a primera hora. Te advertí que estabas loco, que no era un buen día para estar allí, pero te empeñaste en dejar el trabajo terminado. El plotter –Dios mío, qué antiguo suena eso– se bloqueó, y lo que no debía llevar más de treinta minutos se tragó casi cuatro horas. ¡Te casabas a las cinco de la tarde y no eras capaz de apagar el ordenador! Yolanda rugía de desesperación: «¡Dile que si no aparece por aquí inmediatamente a ponerse el traje, que vaya pensando en quedarse con su madre!».

      –Lo recuerdo muy bien –dijo Javier sin parar de reír–; me aterraba coger el teléfono. Luego pasé la noche de bodas pidiendo disculpas. Menudo carácter tiene Yolanda, ¡nunca estuve tan al límite!

      –¿Te acuerdas de la última convención en Santo Domingo? –preguntó Miguel con la inercia de la conversación–. A la tres de la madrugada, cuando me disponía a ir a la habitación, me chistaron dos jefes regionales que permanecían ocultos al abrigo de la penumbra, sentados en un velador frente a la puerta de la discoteca. «Acércate, Miguel, que te vas a reír un rato» me invitaron, dando unas palmaditas en el asiento de una silla vacía que esperaba un espectador. Me quedé con ellos. A los cinco minutos salió por la puerta de la discoteca el director de Ventas en dirección a su habitación. «Ha salido Nicolás. En tres minutos sale Alexandra». Tres minutos exactos después, asomó por la puerta Alexandra, que tomó la misma dirección que Nicolás. «¡Va detrás de él!» les dije con cara de asombro. «No te pongas nervioso, que esto no ha hecho más que empezar. Ahora sale Roberto… En breve aparece Olga». ¡Me quedé pasmado! «Joder, ¿en qué mundo vivo? –les dije– ¡no me entero de nada!». Escondidos los tres a la sombra de la luna, con la última copa en la mano, me descubrieron la misma rutina hasta con seis parejas distintas, algunos incluso casados y otros simplemente hasta arriba de copas dispuestos a triunfar en su particular secreto a voces.

      Rieron con ganas las anécdotas de episodios vividos en un tiempo que ambos recordaban con devoción y agradecimiento: sus innumerables peleas con el equipo de Ventas, las fiestas hasta la madrugada después de los lanzamientos, las amistades peligrosas.

      Transcurridos los primeros años, sus carreras se separaron, y con ellas sus vidas. Los reencuentros se volvieron esporádicos, la última vez quince años antes en la sala business del aeropuerto de Heathrow en Londres. Javier continuó su periplo multinacional, y ahora, con cincuenta y seis años recogía los frutos de una trayectoria brillante que le llevó a las posiciones más altas dentro de la empresa en la que pasó la mayor parte de su vida. Destinado en cuatro países distintos como director general y CEO, arrastró a su familia, que se adaptó sin queja aunque no sin sacrificio mientras él consumía la mayor parte de su tiempo en largas visitas de negocio a las filiales alrededor del mundo.

      –Siento que me he perdido algo –confesó–. Profesionalmente he hecho todo lo que he deseado. Mi sueño se ha cumplido, pero descuidé a mi familia en el camino. Los he arrastrado por Europa y Asia; mi hijo ha tenido que estudiar en colegios de cuatro países diferentes con nuevos métodos escolares, nuevos idiomas, nuevos amigos. Nunca entendí el esfuerzo que suponía para ellos, la generosidad de su incondicional esfuerzo. Solo me importaba mi trabajo. Al principio fue fácil, ya sabes, la plasticidad de los pequeños; pero cuando Álvaro cumplió dieciséis años y nos desplazamos a Japón, todo cambió.

      Miguel no quiso interrumpir la reflexión de Javier ni el silencio incómodo, el reproche visible en el gesto fruncido de su frente, la mirada perdida en la espuma de su cerveza que poco a poco perdía la blancura y la consistencia.

      –Se cansó de ser un nómada –continuó–, se cansó de mí, de lo que yo representaba, y en cierto modo se plantó. Pasó los siguientes años encerrado en sí mismo mientras yo viajaba sin cesar, escondiéndome de él y de su rebeldía adolescente. No podía soportar llegar a casa y encontrarme con la inquisitiva mirada de mi propio hijo. Sentía su rencor, alimentado por una existencia hueca en aquel país tan extraño a la que no le encontraba sentido. Y yo, cansado de bregar con un día a día exasperante, lo último que no quería era enfrentarme al mismo ambiente hostil en mi propia casa. Cada vez mis viajes eran más largos. A veces desaparecía durante semanas y a mi vuelta el abismo se volvía más grande e impenetrable. Mi familia, lo más importante de mi vida, era lo único que no sabía manejar. De no haber sido por Yolanda quizás nos habríamos enterrado todos en ese agujero que no dejábamos de cavar.

      –Has vuelto, Javier, y con todas tus necesidades básicas cubiertas para poder enfocarte en lo que realmente te preocupa. Puedes concentrarte en ellos, rehacer tu vida y recuperar a tu familia. –Miguel intentaba animarle.

      –¡Cómo no! Es exactamente lo que voy a hacer –Javier fingió un nuevo talante–. Álvaro acaba de cumplir veinte años y en junio finaliza el tercer curso en la facultad de Informática. Es evidente que detesta seguir mis pasos, y no me extraña, teniendo en cuenta lo que ha sufrido, pero nos permite entrever su genialidad e iniciativa emprendedora en todo lo referente a ordenadores y nuevas tecnologías. Es posible que incluso esté demasiado implicado con las máquinas. Desde que llegamos apenas se relaciona con otras personas. Trato por todos los medios de buscar la mejor manera de ayudarle pero aún no he conseguido encontrar el canal de comunicación correcto con mi propio hijo.

      »Pero bueno –dijo más calmado–, ya basta de hablar de mí. ¿Y tú qué tal, Miguel?

      Miguel tomó un camino distinto. Continuó unos años más en el entorno multinacional formándose y aprendiendo, y a comienzos del siglo XXI, con la revolución de Internet, decidió explorar el incipiente y prometedor universo de las «puntocom» de

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