CHAMP. Diego Cuéllar
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Yolanda enviaba algunos emails en el momento en que Javier llegó a casa. Se levantó y fue a su encuentro mientras este colgaba la gabardina en la percha del recibidor.
–¿Qué tal con Miguel? –dijo al acercarse y le besó la mejilla. La vuelta a España había dulcificado la relación entre ellos aunque aún quedaba un largo camino por recorrer.
Tras resumirle su conversación, se propusieron convencer a Álvaro para que acudiese a la reunión del lunes. La tenue luz de la lámpara de pie del salón iluminaba la cara de Yolanda, que se mostraba radiante, entusiasmada con la simple idea de que su hijo no solo se relacionase con otras personas, sino que además pudiese demostrar sus excelentes capacidades creativas y su perfecto manejo de las últimas tecnologías de programación y diseño 3D. Lo hacía con la meticulosidad y la disciplina que caracterizaban a su padre. Sus progresos en la universidad eran espectaculares, a pesar de su incorporación tardía a la vuelta de Japón. «En el fondo se parece demasiado a aquello que odia» pensó Yolanda, con la esperanza de que un día despertase a todo lo bueno que eso significaba. Amaba a Javier y, por encima de todo, amaba a su hijo Álvaro.
Llamaron a la puerta de su cuarto. Al no recibir respuesta la empujaron con suavidad. Era tarde, Álvaro estaba sentado de espaldas frente al ordenador con los auriculares puestos y las luces apagadas. El resplandor de la pantalla recortaba la silueta de su cabeza y proyectaba una inquietante sombra en la pared. En eso consistía su retiro del mundo, algo muy común en los últimos tiempos, en los que compartía poco o nada acerca de sus estudios y actividades con sus padres.
Se quitó los cascos al percibir su presencia y se giró.
–¿Qué? –dijo con sequedad.
***
1 En el argot del marketing internacional es habitual utilizar tecnicismos en inglés, que acaban convirtiéndose en parte esencial del lenguaje y que en muchos casos no tienen una traducción fidedigna que exprese su verdadero significado.
2. LA ENTREVISTA
El verdadero conocimiento consiste
en conocer los límites de la propia ignorancia.
Confucio
El lunes siguiente Álvaro llegaba a las puertas de
TEKNOFAN® a las ocho y treinta minutos. Había heredado la escrupulosa puntualidad de su padre y no quiso arriesgarse a llegar tarde. Entre otras cosas porque los últimos días en casa habían resultado muy difíciles desde que su padre se atreviese a hacer planes para él sin su consentimiento. Lo que comenzó como una propuesta acabó siendo una imposición que tensó la cuerda hasta un extremo de difícil solución. Aún resonaba en su cabeza el portazo con el que Javier zanjó la conversación, rojo de ira. A Álvaro le atacaba un sentimiento de culpa porque sabía que era él quien conscientemente bloqueaba cualquier intento conciliador de su padre, avivando su enojo con lo único que sabía que él no podía manejar: la ignorancia. Además, la idea contra la que se rebeló en el fondo le resultó atractiva desde el primer instante. No quería empeorar las cosas.
Antes de entrar prefirió esperar un poco en una cafetería situada frente al portal. Sentado con un café junto al ventanal, se entretuvo en observar a la gente que llegaba al trabajo. El perfil era joven, informal y algo desaliñado, aunque sin exceso. Muchos de ellos llegaban en bicicleta y entraban empujándola hasta el vestíbulo. TEKNOFAN® estaba situada en el centro de Madrid, en un local cuya puerta daba directamente a la calle. A través de un gigantesco ventanal decorado con acetatos de motivos tecnológicos que recorría toda la acera se podían percibir la actividad y el bullicio en el interior. Le gustaban el colorido y el logotipo. A primera vista rezumaba tecnificación y diversión, un lugar en el que fluían las ideas, un buen ambiente. Pronto lo averiguaría.
A falta de diez minutos para las nueve pagó su café, se colgó la mochila al hombro, los cascos enganchados al cuello como una herradura y cruzó el portal. La recepción estaba situada tras una segunda puerta corredera que evitaba las corrientes de aire.
–Buenos días. Tengo una cita con Miguel Quiñones a las nueve –se dirigió a cualquiera de las dos personas de recepción que le miraron al unísono al entrar. Se adelantó ella:
–¿Me dices tu nombre, por favor?
–Álvaro, Álvaro Gutiérrez. –La recepcionista hizo una llamada telefónica desde su terminal IP y tras una breve pausa le pidió que la acompañase.
El despacho de Miguel no era grande, parecía funcional y minimalista. Se veían pocos papeles y destacaban las tres pantallas de ordenador con las que trabaja simultáneamente desde su Mac, escondiéndolo casi por completo. La luz de la mañana se colaba a chorros por dos grandes ventanas octogonales situadas justo a la espalda de su sillón. A esa hora impregnaban de un tono cálido, anaranjado, el ambiente del despacho. Se levantó y se acercó hacia Álvaro con la mano tendida.
–Cuánto me alegro de tenerte aquí, Álvaro. Tu padre me ha contado maravillas de ti –dijo.
Álvaro enarcó las cejas pero no dijo nada, un detalle que no pasó desapercibido para Miguel. Le estrechó la mano y le ofreció sentarse a una mesa auxiliar limpia de papeles y distracciones. Álvaro reparó en cómo Miguel desconectaba el altavoz de su teléfono y lo apartaba de su vista para evitar interrupciones.
–Nos tomamos muy en serio las reuniones; la eficiencia es una de las claves de la productividad. Por otro lado, es un simple concepto de educación. Aquí todo el mundo es importante, así que consideramos una grave falta de respeto el hecho de responder emails, WhatsApps o llamadas cuando estamos reunidos. Solo en justificadas excepciones nos permitimos saltarnos esta regla.
A Álvaro le pareció extraño y algo anacrónico. Él estaba acostumbrado a gestionar las conversaciones a la vez que manejaba su smartphone y no resultaba tan difícil. Sin embargo se mantuvo callado. Se limitó a asentir con la cabeza y luego dijo:
–Me han gustado la entrada y el aparcamiento de bicicletas en el vestíbulo, son una pasada.
–Una idea original de uno de los programadores –contestó Miguel–. Teníamos espacio excesivo en recepción y un compañero pidió aparcar su bicicleta dentro. Hubo más solicitudes; entonces decidimos habilitar un parking para diez plazas en un lugar cercano a la entrada. Fue un éxito; muchos empleados reservan diariamente su hueco para venir en sus bicicletas particulares y eso refuerza nuestra contribución para construir un mundo menos contaminado, más limpio.
En realidad todo en TEKNOFAN® sugería un ambiente de trabajo atractivo. La recepción era espaciosa, con dos recepcionistas encargados de atender la entrada de clientes y las necesidades administrativas internas. La decoración era austera pero muy original: se combinaban muebles modernos con palets pintados de colores y en el vestíbulo podías optar por sentarte en viejas sillas de madera restauradas o acomodarte en amplios y modernos sofás de piel. El lugar más demandado, según le mostraron al entrar, era una sala de descanso a medio iluminar en la que se escuchaba una tranquila música de fondo, dispuesta para tomar un café, comer una manzana o disfrutar de un partido de ping-pong.
–En