La conquista de la actualidad. Steven Johnson
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Sección de un mapa de Venecia del siglo xv, que muestra la isla de Murano.
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En los primeros años del nuevo siglo, Murano se había convertido en la “isla del vidrio”, y tanto sus vasos decorados como otros exquisitos objetos de cristal se convirtieron en símbolos de estatus en toda Europa occidental. (En la actualidad, los vidrieros continúan trabajando y la mayoría son descendientes directos de las familias originales que emigraron de Turquía). No era exactamente un modelo que podría replicarse en tiempos modernos; de hecho, los gobernantes que hoy quieran atraer a sus ciudades a los artesanos no deberían considerar la imposición de un exilio forzado ni las fronteras armadas bajo la pena de muerte. No obstante, de alguna manera, funcionó. Tras años de prueba y error, experimentando con diferentes compuestos químicos, el vidriero de Murano Angelo Barovier tomó algas marinas –ricas en óxido de potasio y manganeso–, las quemó para crear cenizas y luego añadió estos ingredientes al vidrio fundido. Cuando la mezcla se enfrió, creó un tipo de vidrio extraordinariamente claro. Sorprendido por su semejanza con los más nítidos cristales de cuarzo, Barovier lo denominó “cristallo”. Este fue el nacimiento del vidrio moderno.
Aunque los vidrieros como Barovier tuvieron éxito en la creación del vidrio transparente, no fue sino hasta el siglo xx que pudimos comprender científicamente el porqué de esta transparencia. La mayoría de los materiales absorben la energía de la luz. En un nivel subatómico, los electrones orbitan alrededor de los átomos que hacen que el material “engulla” efectivamente la energía del fotón, lo que hace que estos electrones ganen energía. Pero los electrones solo pueden ganar o perder energía en escalones específicos, denominados “saltos cuánticos”. El tamaño de estos escalones varía en función de los distintos materiales. Por ejemplo, el óxido de silicio tiene grandes escalones, es decir que la energía de un solo fotón no es suficiente para darles a los electrones el mayor nivel de energía. En cambio, la luz pasa a través del material. (Sin embargo, la mayoría de la luz ultravioleta no tiene suficiente energía que podamos absorber, por eso no es posible broncearse a través de una ventana). Pero la luz no solo atraviesa el vidrio: también puede doblarse, distorsionarse o incluso romperse en las longitudes de onda que la componen. Puede utilizarse el vidrio para cambiar la apariencia del mundo, doblando la luz de maneras específicas. Este descubrimiento fue aún más revolucionario que las simples transparencias.
En los monasterios de los siglos xii y xiii, los monjes que trabajaban con manuscritos religiosos a la luz de la vela utilizaban trozos de vidrio curvados como herramientas para la lectura. Colocaban sobre la página estos instrumentos que actuaban efectivamente como voluminosas lupas a fin de poder agrandar las inscripciones en latín. Nadie sabe exactamente dónde o cuándo sucedió, pero en esta época, en el norte de Italia, los vidrieros descubrieron algo que cambiaría la forma en que vemos el mundo –o al menos permitiría esclarecerla–: al darle forma al vidrio en pequeños discos concéntricos, colocando cada uno en un marco y uniendo estos marcos en la parte superior, se crearon las primeras gafas.
La primera imagen de un monje con anteojos, 1342.
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Estas rudimentarias gafas se denominaron roidi da ogli, es decir, “discos para los ojos”. Gracias a su semejanza con las lentejas –lentes en latín– los discos se denominaron “lentes”. Durante muchas generaciones, estos ingeniosos dispositivos fueron casi exclusivos de los eruditos en los monasterios. La condición de hipermetropía –dificultad para ver de cerca– estaba ampliamente presente en toda la población, pero mucha gente ignoraba su presencia porque no leía. Para los monjes que se esforzaban por traducir a Lucrecio a la luz de la vela, la necesidad de gafas era muy evidente. Pero el resto de la población –la mayoría, analfabeta– casi no tenía oportunidad de discernir formas tan pequeñas como las letras en su rutina diaria. Las personas sufrían de hipermetropía, pero no tenían motivo para darse cuenta. Por ello, las gafas continuaron siendo objetos costosos y poco habituales.
Por supuesto, todo esto cambió con Gutenberg y la invención de la primera imprenta en 1440. Sería posible llenar una pequeña biblioteca con toda la erudición histórica que se ha publicado documentando el impacto de la imprenta, la creación de lo que Marshall McLuhan denominó “la galaxia Gutenberg”. Las tasas de alfabetización aumentaron drásticamente; aparecieron teorías subversivas científicas y religiosas en torno a los canales oficiales de creencias ortodoxas, y los entretenimientos populares, como la novela y la pornografía impresa, se volvieron más habituales. Pero el gran descubrimiento de Gutenberg tuvo otro efecto menos reconocido: hizo que una gran cantidad de personas se dieran cuenta por primera vez de que eran hipermétropes. Y esa revelación implicó una explosión en la demanda de gafas.
Anteojos del siglo xv.
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A continuación, se produjo uno de los casos más extraordinarios del efecto colibrí en la historia moderna. Gutenberg imprimía libros relativamente económicos y portátiles, lo cual desencadenó un aumento de la alfabetización y expuso una falla en la agudeza visual de gran parte de la población, lo que a su vez creó un nuevo mercado para la fabricación de gafas. Unos cien años después de la invención de Gutenberg, miles de fabricantes de gafas en toda Europa habían prosperado, y los anteojos se convirtieron en la primera pieza de tecnología avanzada –desde la invención de la ropa en el Neolítico– que la población común podía llevar regularmente.
Pero el efecto coevolutivo aún no había terminado. Al igual que el néctar de las flores desencadenó un nuevo tipo de vuelo en el colibrí, el incentivo económico creado por el nuevo mercado de las gafas dio pie a un nuevo campo de experiencia. Europa no solo estaba atiborrada de lentes, sino también de nuevas ideas al respecto. Gracias a la imprenta, el continente se vio poblado por personas expertas en manipular la luz a través de piedras de vidrio ligeramente convexas. Estos fueron los aficionados de la primera revolución óptica. Sus experimentos inauguraron un nuevo capítulo en la historia de la visión.
En 1590, en la pequeña ciudad de Middelburg en los Países Bajos, Hans y Zacharias Janssen –padre e hijo, fabricantes de gafas– experimentaron alineando dos lentes, no una junto a la otra como en las gafas, sino una delante de la otra, lo que les permitió ampliar los objetos que veían y derivó en la creación del microscopio. En el transcurso de los siguientes setenta años, el científico británico Robert Hooke publicaría su revolucionario volumen ilustrado Micrographia, con hermosas imágenes dibujadas a mano que recreaban lo que Hooke había visto a través del microscopio. Hooke analizó pulgas, madera, hojas y hasta su propia orina congelada.