Introducción a la antifilosofía. Boris Groys

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Introducción a la antifilosofía - Boris  Groys

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incluso si el fundamento para ese abandono es interno y subjetivo. Por eso la duda cartesiana resulta siempre insuficiente. Es cierto que fue esa duda la que constituyó la subjetividad de la modernidad, al liberarla de las coacciones externas del pensamiento. Pero Descartes debilitó al mismo tiempo esta subjetividad, condenándola al fracaso, porque introdujo la duda como finita, provisoria y metodológica: esta duda debía en virtud de su propia lógica desembocar en una evidencia. El sistema hegeliano fue solo la consecuencia más radical de esta estrategia autodenegatoria de la subjetividad moderna. De este modo, cuando Kierkegaard quiso sustraerse a las coacciones exteriores de su existencia luego de su interiorización en el sistema hegeliano, se encontró frente a la tarea de inventar una duda nueva, infinita, que se mantuviese inmune contra toda evidencia, tanto lógica como no lógica, y fuese capaz de fundar una subjetividad nueva, infinita, invencible. La duda cartesiana era una introducción a la evidencia infinita. Kierkegaard, por el contrario, busca escribir una introducción concluyente a la duda infinita.

      Toda evidencia produce un efecto no solo fascinante, sino también desengañante, racionalizante, trivializante. La comprensión filosófica, en el fondo, es esta fascinación por medio del desengaño. El trabajo de la Ilustración filosófica consistió, como es sabido, en reducir todo lo maravilloso, profundo y extraordinario a lo banal y manifiesto. Allí donde se logró dicha reducción, la Ilustración se consideró exitosa y suspendió cualquier empeño ulterior. Lo banal, lo trivial, lo ya esclarecido y transparentado fue admitido entonces sin ninguna duda adicional tal como se mostraba con evidencia.2 Este es precisamente el lugar en el Kierkegaard aplica ahora su duda radicalizada. Pues lo banal puede ocultar detrás de sí a lo extraordinario de la misma manera como lo extraordinario oculta detrás de sí a lo banal. Con esta suposición se abre el camino a una duda infinita, absoluta, que ya no tiene más límites. Kierkegaard explora con virtuosismo en sus textos las posibilidades de esta duda radicalizada. Cada vez que habla sobre algo que en algún ámbito de la vida reivindica para sí una importancia extraordinaria, Kierkegaard procede como un típico ilustrado, poniendo en duda y riéndose de dicha reivindicación. Pero cuando se trata de algo completamente banal y manifiesto, Kierkegaard sostiene que detrás de ello se oculta lo radicalmente otro, y llama a dar un salto de fe a través de la superficie de las cosas. La subjetividad del autor se vuelve así infinita, porque se mueve en una duda permanente e insuperable.

      Sin embargo, la mera constatación de que detrás de lo evidente y banal podría ocultarse algo diferente no resulta suficiente para fundamentar una duda infinita de ese tipo. Es necesario mostrar por añadidura cómo y por qué la evidencia puede ocultar detrás de sí a lo otro. En la articulación que le da Kierkegaard a esta sospecha sin precedentes, el concepto de lo nuevo juega un rol decisivo. En sus Migajas filosóficas, publicadas bajo el seudónimo Johannes Climacus, Kierkegaard muestra que desde Sócrates la evidencia había sido entendida como efecto de la reminiscencia, puesto que el alma solo sería capaz de identificar con evidencia algo que ya ha visto alguna vez. Es por eso que el método de Sócrates no consiste en enseñarle al hombre lo nuevo, sino meramente en reconducirlo hacia sí mismo para que pueda descubrir dentro de sí la verdad que ha estado presente todo el tiempo en su alma. Así Sócrates se niega a sí mismo como maestro porque procura encontrar la verdad junto a sus discípulos. Sócrates se retira entonces a una cuasi inexistencia, borra su existencia viviente en la evidencia hacia la cual conduce a sus discípulos. El tiempo de la propia vida no representa para él más que el tránsito a la eternidad y no tiene por lo tanto ningún valor autónomo, existencial.

      Para Platón, el discípulo de Sócrates, el alma reconoce con evidencia las Ideas eternas porque ha visto esas Ideas antes de su nacimiento al mundo. La evidencia se produce por lo tanto siempre a partir de un retorno al origen, al pasado, al recuerdo. La figura de la reminiscencia juega también un rol central en Hegel: la intelección de la racionalidad de la realidad exterior se logra mediante una comparación con las formas históricas que el espíritu absoluto ha acumulado en el transcurso de su historia. Los espacios interiores de las almas son equipados así con imágenes que el alma habría recibido desde su nacimiento como una herencia del más allá o de la historia colectiva de la humanidad. El efecto de la evidencia se produce entonces cuando las experiencias que el alma lleva a cabo en la realidad se corresponden con aquellas imágenes. La pretensión última del sistema hegeliano consiste en que en él se hallarían a disposición exhaustivamente la colección, el museo o el archivo de todas las imágenes que el alma individual necesita para experimentar el mundo con evidencia. Incluso si uno negara esta pretensión y dijese que el sistema hegeliano amerita ser completado, se mantendría atrapado dentro de este. Con ello, solo se postergaría un poco históricamente la victoria teorética de dicho sistema, como sucede en el marxismo.

      De este modo, la concepción filosófica tradicional de la evidencia claramente excluye lo radicalmente nuevo. Pues lo nuevo, para Kierkegaard, es solo lo que no tiene ningún modelo, lo que no puede ser identificado a partir de una comparación con el pasado. Si la evidencia, la razón y la lógica no admiten lo nuevo, degradan de esa manera la existencia individual. Pues el individuo existe en el tiempo. Si la verdad es la evidencia y la evidencia es la reminiscencia, eso significa entonces que el individuo vive en vano: nada nuevo puede acontecer en su tiempo, nada que tenga una importancia real. Contra esto Kierkegaard aduce un ejemplo histórico decisivo: el cristianismo.

      El cristianismo es un acontecimiento en el tiempo. Y es un acontecimiento que no puede ser identificado por medio de la reminiscencia. Dios se mostró en una forma humana que era banal para su época: la forma humana de un predicador ambulante. Esa forma era también fácil de identificar como tal. Los contemporáneos de Cristo no tenían pues ningún fundamento cognoscible para reconocer a Cristo como Dios. En efecto, al adoptar la forma de Cristo, lo divino no se mostró de una manera que pudiera ser identificada exteriormente con evidencia. No hay ninguna diferencia exterior entre el hombre y un Dios que se ha convertido en hombre. De haber existido una diferencia de ese tipo, pasible de ser constatada con evidencia, el cristianismo hubiera sido un mero asunto filosófico.

      La novedad absoluta del cristianismo consiste pues en la banalidad absoluta de la forma de Cristo. Lo radicalmente nuevo se define para Kierkegaard por el hecho de que no acusa marcas exteriores de su unicidad, y por lo tanto no se diferencia exteriormente de lo banal. Si hubieran existido marcas de este tipo, lo nuevo podría haber sido “conocido” o “reconocido” como tal, lo que significa que no habría sido propiamente nuevo. Lo radicalmente nuevo es la diferencia interior y oculta en lo exteriormente idéntico, o, si se quiere, en lo absolutamente banal.

      Lo banal puede definirse como la multiplicación inútil y superficial de determinadas imágenes y formas más allá de su evidencia inmediata. Lo que Nietzsche denomina “el tipo del predicador ambulante” ya es bien conocido. Por eso, la profusión de predicadores ambulantes resulta banal y superficial. Es suficiente ya con que el tipo correspondiente se encuentre disponible en la galería de los tipos humanos superados a lo largo de la historia del espíritu. La existencia individual de todo predicador ambulante –en los tiempos de Cristo tanto como ahora– es forzosamente una existencia perdida, ya que resulta completamente banal. Pero dicha existencia recobra sin embargo su significado cuando se puede decir que entre todos los predicadores ambulantes indistinguibles e igual de banales en su apariencia estaría este que es el Dios verdadero. Por lo demás, todos esos predicadores ambulantes de apariencia banal se vuelven con ello interesantes, porque bajo esta nueva presuposición obtienen todos una significación infinita, al menos en tanto chance personal.

      Para Kierkegaard, lo radicalmente nuevo es entonces una decisión no fundada en ninguna evidencia adicional en favor del individuo, que es escogido de ese modo entre una masa de lo idéntico, banal e indiferenciable. Se trata de una diferencia absoluta, infinita y oculta, que no puede ya ser reconocida puesto que no se muestra exteriormente de ninguna manera, y que en consecuencia solo puede ser correspondida por medio de una elección que no es racionalmente fundamentable. Se abre de ese modo la posibilidad, por cierto, de que una determinada forma que ya fue superada una vez en la historia del espíritu pueda ser incorporada por segunda vez en su archivo. Aunque ya haya sido incorporada al archivo, puede ser incorporada una

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