Colección de Julio Verne. Julio Verne

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norte, que forma la punta oriental del golfo de Carpentaria. Los arrecifes eran todavía numerosos, pero ya más dispersos, y estaban indicados en el mapa con una extremada precisión. El Nautilus evitó con facilidad los rompientes de Money, a babor, y los arrecifes Victoria, a estribor, situados a 130º de longitud sobre el paralelo 10, que seguíamos rigurosamente.

      El 13 de enero, llegados al mar de Timor, pasamos cerca de la isla de este nombre, a 122º de longitud. La isla, cuya superficie es de mil seiscientas veinticinco leguas cuadradas, está gobernada por rajás. Dichos príncipes dicen ser hijos de cocodrilos, es decir, tener el más alto origen a que puede aspirar un ser humano. Sus escamosos antepasados abundan en los ríos de la isla y son objeto de una particular veneración. Se les protege, se les mima, se les adula, se les alimenta, se les ofrecen jóvenes muchachas en ofrenda. ¡Pobre del extranjero que ose poner la mano sobre estos sagrados saurios!

      Pero el Nautilus no tuvo nada que ver con tan feos animales. Timor sólo fue visible un instante, a mediodía, cuando el segundo fijó la posición. Asimismo, sólo pude entrever la pequeña isla Rotti, que forma parte del grupo, y cuyas mujeres tienen adquirida en los mercados malayos una sólida reputación de belleza.

      A partir de ese punto, la dirección del Nautilus se inflexionó en latitud hacia el Sudoeste. Se puso rumbo al océano Indico. ¿Adónde iba a llevarnos la fantasía del capitán Nemo? ¿Se dirigiría hacia las costas de Asia o hacia las de Europa? Determinaciones poco probables en un hombre que rehuía los continentes habitados. ¿Descendería, pues, hacia el Sur? ¿Pasaría por el cabo de Buena Esperanza y por el de Hornos hacia el polo antártico? ¿O regresaría a aquellos mares del Pacífico en los que su Nautilus podía hallar una navegación fácil e independiente? Era esto algo que sólo el porvenir podría decirnos.

      Tras haber bordeado los escollos de Cartier, de Hibernia, de Seringapatam y de Scott, últimos esfuerzos del elemento sólido contra el elemento líquido, el 14 de enero nos hallamos más allá de todo vestigio de tierra. La velocidad del Nautilus se redujo considerablemente, y, muy caprichoso en su comportamiento, navegaba alternativamente en inmersión y en superficie.

      Durante este período del viaje, el capitán Nemo se entregó a interesantes experimentos sobre las diversas temperaturas del mar en capas diferentes. En condiciones normales, estos datos se obtienen por medio de instrumentos bastante complicados. Las informaciones que éstos procuran son por lo menos dudosas, ya sean sondas termométricas cuyos cristales se rompen a menudo bajo la presión de las aguas, ya sean aparatos basados en la variación de resistencia de los metales a las corrientes eléctricas. Los resultados así obtenidos no pueden ser controlados con un rigor suficiente. Pero el capitán Nemo podía permitirse ir por sí mismo a buscar la temperatura en las profundidades del mar, y su termómetro, puesto en comunicación con las diversas capas líquidas, le proporcionaba tan inmediata como seguramente los grados solicitados.

      Así es como, ya fuere sobrecargando sus depósitos, ya descendiendo oblicuamente por medio de sus planos inclinados, el Nautilus alcanzó sucesivamente profundidades de tres, cuatro, cinco, siete, nueve y diez mil metros, y el resultado definitivo de sus experimentos fue que, bajo todas las latitudes, el mar, a una profundidad de mil metros, presentaba una temperatura constante de cuatro grados y medio.

      Yo seguía tales estudios con el más vivo interés. El capitán Nemo ponía en ellos una verdadera pasión. A menudo me preguntaba yo con qué fin procedía él a esas observaciones. ¿Las hacía en beneficio de sus semejantes? No era probable que así fuera, pues, un día u otro, los resultados de sus trabajos debían perecer con él en algún mar ignorado. A menos que me destinara a mí el resultado de sus estudios. Pero eso significaría admitir que mi extraño viaje tendría un término, y ese término yo no lo veía.

      Fuera como fuese, el capitán Nemo me dio a conocer algunos datos por él obtenidos acerca de las densidades del agua en los principales mares del Globo. De tal comunicación deduje yo algo interesante a título personal, que no tenía carácter científico.

      Fue en la mañana del 15 de enero, cuando me hallaba paseando con el capitán por la plataforma. Me preguntó si conocía las diferentes densidades de las aguas marítimas. Le respondí negativamente, precisándole que la ciencia carecía de observaciones rigurosas sobre este punto.

      -Yo he efectuado esas observaciones, y puedo certificar la certeza de las mismas.

      -Bien, pero el Nautilus es un mundo aparte, y los secretos de los sabios no llegan a la tierra.

      -Tiene usted razón, señor profesor -me dijo tras algunos instantes de silencio-. Es, efectivamente, un mundo aparte. Es tan extranjero a la Tierra como a los planetas que la acompañan en su viaje alrededor del Sol. Nunca se conocerán los trabajos de los sabios de Saturno o de Júpiter. Sin embargo, y puesto que el azar ha ligado nuestras vidas, voy a comunicarle el resultado de mis observaciones.

      -Le escucho, capitán.

      -Usted sabe, señor profesor, que el agua de mar es más densa que el agua dulce. Pero esta densidad no es uniforme. En efecto, si se representara por la unidad la densidad del agua dulce, hallaríamos uno y veintiocho milésimas para las aguas del Atlántico, uno y veintiséis milésimas para la del Pacífico, uno y treinta milésimas para las del Mediterráneo…

      «¡Ah! -pensé-, así que se aventura por el Mediterráneo!»

      -… uno y dieciocho milésimas para las del Jónico y uno y veintinueve milésimas para las del Adriático.

      Decididamente, el Nautilus no rehuía los mares frecuentados de Europa, y de ello inferí que podría llevarnos -tal vez en breve -hacia continentes más civilizados. Pensé que Ned Land acogería con gran satisfacción esta información.

      Durante varios días, nuestra jornadas transcurrieron en medio de experimentos de todas clases, tanto sobre los grados de salinidad de las aguas a diferentes profundidades como sobre su electrización, coloración y transparencia. Y en todos estos estudios el capitán Nemo desplegó tanta ingeniosidad como amabilidad hacia, mí. Pero luego, durante varios días consecutivos, no volví a verle y permanecí de nuevo aislado a bordo.

      El 16 de enero, el Nautilus pareció dormirse a unos metros tan sólo bajo la superficie. Sus aparatos eléctricos no funcionaban, y su hélice inmóvil le dejaba errar al dictado de la corriente. Supuse que la tripulación se ocupaba de las reparaciones interiores, hechas necesarias por la violencia de los movimientos mecánicos de la máquina.

      Mis compañeros y yo fuimos entonces testigos de un curioso espectáculo. Los observatorios del salón estaban descubiertos, y como el fanal del Nautilus estaba apagado reinaba una vaga oscuridad en medio de las aguas. El cielo, tormentoso y cubierto de espesas nubes, daba una insuficiente claridad a las primeras capas del océano.

      Observaba yo el estado del mar en esas condiciones, en las que los más grandes peces aparecían como sombras apenas dibujadas, cuando el Nautilus se halló súbitamente inundado de luz. Creí en un primer momento que se había encendido el fanal, pero una rápida observación me hizo reconocer mi error.

      El Nautilus flotaba en medio de una capa fosforescente que, en la oscuridad, se hacía deslumbrante. El fenómeno era producido por miriadas de animales luminosos, cuyo brillo se acrecentaba al deslizarse sobre el casco metálico del aparato. Advertí entonces una serie de relámpagos en medio de las capas luminosas, como coladas de plomo fundido en un horno o masas metálicas llevadas a la incandescencia, de tal modo que, por contraste, algunas zonas luminosas parecían oscuras en ese medio ígneo que abolía la oscuridad. No, aquella luminosidad era muy diferente de la irradiación continua de nuestro alumbrado habitual; había en ella una intensidad y un movimiento insólitos. ¡Se diría una luz viva!

      Y viva

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