Introducción a la cultura japonesa. Hisayasu Nakagawa

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Introducción a la cultura japonesa - Hisayasu Nakagawa [sic]

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los japoneses son muy sensibles a este clima uniformador y a su maravillosa capacidad de identificación; y están prestos para adaptarse a ello inmediatamente. Sin embargo, en semejante clima no se apreciará en demasía que un individuo afirme su independencia frente a la totalidad, la cual, en ocasiones, se mostrará hostil frente a quien se distingue.

      Aun así, se puede leer en los periódicos japoneses el elogio de investigadores nipones que han obtenido excelentes resultados en el extranjero (en particular los premios Nobel) y leer cómo los periodistas hablan con orgullo de las conquistas japonesas. De hecho, y a pesar de ello, este fenómeno no hace sino traducir el fracaso japonés, puesto que estos investigadores no podían desarrollar su talento en una sociedad japonesa en la que el igualitarismo uniformador excluye toda forma de originalidad.

      El filósofo francés de la Ilustración al que me he referido antes critica la cultura francesa y la opone a la cultura inglesa, que encarna la filosofía de la Ilustración. Para un filósofo japonés de finales del siglo xx, la crítica es más difícil, porque la ventaja de una cultura es al mismo tiempo su principal defecto. Por eso Voltaire era un filósofo de rostro sereno, mientras que el filósofo japonés de hoy en día muestra un rostro pesimista.

      Traducir la identidad

      hace algunos años en París, en un pequeño teatro cercano a la Ópera, asistí a una representación de El sueño de d’Alembert de Diderot que me dejó desconcertado. La adaptación teatral la había realizado Jacques Kraemer en colaboración con Jean Deloche. Había leído por primera vez, a los dieciocho años, este diálogo del philosophe en su traducción japonesa. Más adelante, a los veinte años, leí el texto original. Desde entonces, lo he releído varias veces. Ahora bien, qué sorpresa descubrir de pronto a los cincuenta y tres años que siempre me había engañado en lo tocante al sentido que había que dar al texto. A pesar de mis repetidas lecturas de la obra de Diderot, el casillero conceptual que me había formado inconscientemente en la lectura de la traducción japonesa había continuado censurando mis impresiones.

      Estaba desconcertado pero al mismo tiempo entusiasmado por este descubrimiento. En la pequeña sala del teatro se veía en el escenario el piso de Mademoiselle de Lespinasse. Allí se encuentran el célebre matemático d’Alembert, enfermo y dormitando, el ama de casa en la cabecera de la cama, y el doctor Bordeu, al que ella ha hecho llamar para que examine a d’Alem­bert. Mademoiselle de Lespinasse está sorprendida y a la vez inquieta por las extravagantes frases que su amigo pronuncia en su delirio; las escribe y después da cuenta de sus anotaciones al médico. Primero, el enfermo ha soñado que un enjambre de abejas se transformaba en un único animal por la fusión de sus patas, merced a la cual las abejas se mantienen unidas las unas a las otras. Después una tela de araña con un pequeño insecto atrapado mutaba, a causa del

      delirio, en un sistema nervioso coordinado con el cerebro de un ser humano.

      Mientras explica el primer sueño del matemático al doctor, la joven tiende su mano con los dedos separados. El hombre joven le toma la mano, imbricando sus dedos con los suyos. Los dos personajes se acercan hasta el punto de que sus labios están a punto de rozarse, pero la mujer joven se separa del doctor como si quisiera impacientarlo. Unos instantes más tarde, volviendo a la historia de la araña que arrastra hacia ella el insecto prisionero en la tela, Mademoiselle de Lespinasse atrae el brazo de Bordeu. Él, mirándola con intensidad, se inclina hacia ella.

      Así, la acción sucede en dos niveles. En el plano del discurso se presentan, en función de analogías, un nuevo modelo de ser vivo y un nuevo modelo de sistema nervioso del hombre: dos modelos que d’Alembert propone en su sueño. En el plano gestual, se desarrolla una escena de seducción mutua o flirteo.

      Al haber interpretado siempre El sueño de d’Alembert a través del casillero deformado de la traducción japonesa, nunca pude acceder al segundo nivel de lectura. No es que la traducción japonesa fuese mala, en absoluto. Según los criterios japoneses, se consideraba una muy buena traducción. Aun así, era una trampa en la que difícilmente hubiese podido evitar caer. En francés, las personas, siendo cada una un sujeto independiente y atomístico, evolucionan dentro de una especie de espacio newtoniano, a saber, en un espacio absoluto y vacío. De ahí, esa identidad abstracta de todos los sujetos, que trasciende la situación.

      En cambio, en japonés esta identidad no puede existir por el mero hecho de que el espacio, por así decir, no es sino la red social sutilmente jerarquizada de todas las personas. Sin esta red, no hay japoneses. En la traducción japonesa de El sueño de d’Alembert todos los personajes están situados en una red social estric­tamente determinada. Esta red es el resultado

      de una elección tanto instintiva como fruto de la reflexión del traductor, pero una vez hecha la elección, pesa sobre toda la traducción. Por ello, el lector de la traducción japonesa percibe al doctor Bordeu como un hombre de cincuenta y cinco a sesenta años, y la señorita de Lespinasse como una joven de veinticinco a treinta y cinco años, cuando en el texto original no hay nada que indique su edad. Al doctor se le presenta como un anciano amable, sin interés por las mujeres y aún menos como un libertino. En cuanto a la joven, aparece llena de curiosidad intelectual, aunque ingenua y comedida.

      En el texto francés, en cambio, los personajes no están sujetos a esta determinación japonesa. Por ejemplo, escuchemos a Mademoiselle de Lespinasse dando su opinión sobre el estado del enfermo: «Entonces se le iluminó el rostro. Quise tomarle el pulso, pero no sé dónde había escondido la mano. Parecía experimentar una convulsión. Su boca estaba entreabierta; su aliento apresurado; lanzó un suspiro profundo y después otro más débil y más profundo; volvió su cabeza sobre la almohada y se quedó dormido». Aquí vemos a d’Alembert entregándose a un acto sexual solitario. A continuación, el matemático, todavía dormitando, murmura una visión que revela tec­nología punta, se podría decir la inseminación artificial, discurso muy revelador a la luz de su reciente actividad. La señorita de Lespinasse dice con candidez: «Confié en que el resto de la noche fuera tranquila», y Bordeu responde: «Normalmente ése es el efecto que eso produce».

      Ahora bien, el traductor japonés, aunque afrancesado concienzudo, ha caído en la trampa de la lengua japonesa, porque no podía entender la importancia de la palabra «eso». Como ya apunté, en japonés se da por hecho una relación social estrictamente definida entre personajes que, en nuestro caso, consiste en la edad de Mademoiselle de Lespinasse y del doctor Bordeu, los caracteres dados a estos dos per­sonajes y la distancia que separa a un viejo ­médico cuya profesión tiene un valor de respetabilidad sagrada de una joven dama que le observa con el debido respeto, condiciones éstas que impiden imaginar toda alusión sexual en su discurso o en sus gestos.

      La escena a la que asistía en la sala del teatro parisino era totalmente distinta a la que había imaginado mientras leía la traducción japonesa, que oculta la relación erótica de los dos per­sonajes. Mi reflexión me llevó a descubrir de

      golpe el tema no dicho, casi obsesivo, de El

      

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