Crimen y castigo. Федор Достоевский
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»Dunia está segura de que conseguirá lo que se propone, gracias a su influencia sobre su futuro esposo, influencia que no le cabe duda de que llegará a tener. Nos hemos guardado mucho de dejar traslucir nuestras esperanzas ante Piotr Petrovitch, sobre todo la de que llegues a ser su socio algún día. Es un hombre práctico y no le habría parecido nada bien lo que habría juzgado como un vano ensueño. Tampoco le hemos dicho ni una palabra de nuestra firme esperanza de que te ayude materialmente cuando estés en la universidad, y ello por dos razones. La primera es que a él mismo se le ocurrirá hacerlo, y lo hará del modo más sencillo, sin frases altisonantes. Sólo faltaría que hiciera un feo sobre esta cuestión a Dunetchka, y más aún teniendo en cuenta que tú puedes llegar a ser su colaborador, su brazo derecho, por decirlo así, y recibir esta ayuda no como una limosna, sino como un anticipo por tu trabajo. Así es como Dunetchka desea que se desarrolle este asunto, y yo comparto enteramente su parecer.
»La segunda razón que nos ha movido a guardar silencio sobre este punto es que deseo que puedas mirarle de igual a igual en vuestra próxima entrevista. Dunia le ha hablado de ti con entusiasmo, y él ha respondido que a los hombres hay que conocerlos antes de juzgarlos, y que no formará su opinión sobre ti hasta que te haya tratado.
»Ahora te voy a decir una cosa, mi querido Rodia. A mí me parece, por ciertas razones (que desde luego no tienen nada que ver con el carácter de Piotr Petrovitch y que tal vez son solamente caprichos de vieja), a mí me parece, repito, que lo mejor sería que, después del casamiento, yo siguiera viviendo sola en vez de instalarme en casa de ellos. Estoy completamente segura de que él tendrá la generosidad y la delicadeza de invitarme a no vivir separada de mi hija, y sé muy bien que, si todavía no ha dicho nada, es porque lo considera natural; pero yo no aceptaré. He observado en más de una ocasión que los yernos no suelen tener cariño a sus suegras, y yo no sólo no quiero ser una carga para nadie, sino que deseo vivir completamente libre mientras me queden algunos recursos y tenga hijos como Dunetchka y tú.
»Procuraré vivir cerca de vosotros, pues aún tengo que decirte lo más agradable, Rodia. Precisamente por serlo lo he dejado para el final de la carta. Has de saber, querido hijo, que seguramente nos volveremos a reunir los tres muy pronto, y podremos abrazarnos tras una separación de tres años. Está completamente decidido que Dunia y yo nos traslademos a Petersburgo. No puedo decirte la fecha exacta de nuestra salida, pero puedo asegurarte que está muy próxima: tal vez no tardemos más de ocho días en partir. Todo depende de Piotr Petrovitch, que nos avisará cuando tenga casa. Por ciertas razones, desea que la boda se celebre cuanto antes, lo más tarde antes de la cuaresma de la Asunción.
»¡Qué feliz seré cuando pueda estrecharte contra mi corazón! Dunia está loca de alegría ante la idea de volver a verte. Me ha dicho (en broma, claro es) que esto habría sido motivo suficiente para decidirla a casarse con Piotr Petrovitch. Es un ángel.
»No quiere añadir nada a mi carta, pues tiene tantas y tantas cosas que decirte, que no siente el deseo de empuñar la pluma, ya que escribir sólo unas líneas sería en este caso completamente inútil. Me encarga que te envíe mil abrazos.
»Aunque estemos en vísperas de reunirnos, uno de estos días te enviaré algún dinero, la mayor cantidad que pueda. Ahora que todos saben por aquí que Dunetchka se va a casar con Piotr Petrovitch, nuestro crédito se ha reafirmado de súbito, y puedo asegurarte que Atanasio Ivanovitch está dispuesto a prestarme hasta setenta y cinco rublos, que devolveré con mi pensión. Por lo tanto, te podré mandar veinticinco o, tal vez treinta. Y aún te enviaría más si no temiese que me faltara para el viaje. Aunque Piotr Petrovitch haya tenido la bondad de encargarse de algunos de los gastos del traslado (de nuestro equipaje, incluido el gran baúl, que enviará por medio de sus amigos, supongo), tenemos que pensar en nuestra llegada a Petersburgo, donde no podemos presentarnos sin algún dinero para atender a nuestras necesidades, cuando menos durante los primeros días.
»Dunia y yo lo tenemos ya todo calculado al céntimo. El billete no nos resultará caro. De nuestra casa a la estación de ferrocarril más próxima sólo hay noventa verstas, y ya nos hemos puesto de acuerdo con un mujik que nos llevará en su carro. Después nos instalaremos alegremente en un departamento de tercera. Yo creo que podré mandarte, no veinticinco, sino treinta rublos.
»Basta ya. He llenado dos hojas y no dispongo de más espacio. Ya te lo he contado todo, ya estás informado del cúmulo de acontecimientos de estos últimos meses. Y ahora, mi querido Rodia, te abrazo mientras espero que nos volvamos a ver y te envío mi bendición maternal. Quiere a Dunia, quiere a tu hermana, Rodia, quiérela como ella te quiere a ti; ella, cuya ternura es infinita; ella, que te ama más que a sí misma. Es un ángel, y tú, toda nuestra vida, toda nuestra esperanza y toda nuestra fe en el porvenir. Si tú eres feliz, lo seremos nosotras también. ¿Sigues rogando a Dios, Rodia, crees en la misericordia de nuestro Creador y de nuestro Salvador? Sentiría en el alma que te hubieras contaminado de esa enfermedad de moda que se llama ateísmo. Si es así, piensa que ruego por ti. Acuérdate, querido, de cuando eras niño; entonces, en presencia de tu padre, que aún vivía, tú balbuceabas tus oraciones sentado en mis rodillas. Y todos éramos felices.
»Hasta pronto. Te envío mil abrazos.
»Te querrá mientras viva
»PULQUERIA RASKOLNIKOVA.»
Durante la lectura de esta carta, las lágrimas bañaron más de una vez el rostro de Raskolnikof, y cuando hubo terminado estaba pálido, tenía las facciones contraídas y en sus labios se percibía una sonrisa densa, amarga, cruel. Apoyó la cabeza en su mezquina almohada y estuvo largo tiempo pensando. Su corazón latía con violencia, su espíritu estaba lleno de turbación. Al fin sintió que se ahogaba en aquel cuartucho amarillo que más que habitación parecía un baúl o una alacena. Sus ojos y su cerebro reclamaban espacio libre. Cogió su sombrero y salió. Esta vez no temía encontrarse con la patrona en la escalera. Había olvidado todos sus problemas. Tomó el bulevar V***, camino de Vasilievski Ostrof. Avanzaba con paso rápido, como apremiado por un negocio urgente. Como de costumbre, no veía nada ni a nadie y susurraba palabras sueltas, ininteligibles. Los transeúntes se volvían a mirarle. Y se decían: «Está bebido.»
Capítulo 4
La carta de su madre le había trastornado, pero Raskolnikof no había vacilado un instante, ni siquiera durante la lectura, sobre el punto principal. Acerca de esta cuestión, ya había tomado una decisión irrevocable: «Ese matrimonio no se llevará a cabo mientras yo viva. ¡Al diablo ese señor Lujine!»
«La cosa no puede estar más clara ‑pensaba, sonriendo con aire triunfal y malicioso, como si estuviese seguro de su éxito‑. No, mamá; no, Dunia; no conseguiréis engañarme… Y todavía se disculpan de haber decidido la cosa por su propia cuenta y sin pedirme consejo. ¡Claro que no me lo han pedido! Creen que es demasiado tarde para romper el compromiso. Ya veremos si se puede romper o no. ¡Buen pretexto alegan! Piotr Petrovitch está siempre tan ocupado, que sólo puede casarse a toda velocidad, como un ferrocarril en marcha. No, Dunetchka, lo veo todo claro; sé muy bien qué cosas son esas que me tienes que decir, y también lo que pensabas aquella noche en que ibas y venias por la habitación, y lo que confiaste, arrodillada ante la imagen que siempre ha estado en el dormitorio de mamá: la de la Virgen de Kazán. La subida del Gólgota es dura, muy dura… Decís que el asunto está definitivamente concertado. Tú, Avdotia Romanovna, has decidido casarte con un hombre de negocios, un hombre práctico que posee cierto capital (que ha amasado ya cierta fortuna: esto suena mejor e impone más respeto). Trabaja en dos departamentos del Estado y comparte