Crimen y castigo. Федор Достоевский
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Читать онлайн книгу Crimen y castigo - Федор Достоевский страница 21
Raskolnikof se levantó con un gran esfuerzo. Le dolía la cabeza. Dio una vuelta por el cuarto y volvió a echarse en el diván.
‑¿Otra vez a dormir? ‑exclamó Nastasia‑. ¿Es que estás enfermo?
Raskolnikof no contestó.
‑¿Quieres té?
‑Más tarde ‑repuso el joven penosamente. Luego cerró los ojos y se volvió de cara a la pared.
Nastasia estuvo un momento contemplándolo.
‑A lo mejor está enfermo de verdad -murmuró mientras se marchaba.
A las dos volvió a aparecer con la sopa. Él estaba todavía acostado y no había probado el té. Nastasia se sintió incluso ofendida y empezó a zarandearlo.
‑¿A qué viene tanta modorra? ‑gruñó, mirándole con desprecio.
Él se sentó en el diván, pero no pronunció ni una palabra. Permaneció con la mirada fija en el suelo.
‑¡Bueno! Pero ¿estás enfermo o qué? ‑preguntó Nastasia.
Esta segunda pregunta quedó tan sin respuesta como la primera.
‑Debes salir ‑dijo Nastasia tras un silencio‑. Te conviene tomar un poco el aire. Comerás, ¿verdad?
‑Más tarde ‑balbuceó débilmente Raskolnikof‑. Ahora vete.
Y reforzó estas palabras con un ademán.
Ella permaneció todavía un momento en el cuarto, mirándolo con un gesto de compasión. Luego se fue.
Minutos después, Raskolnikof abrió los ojos, contempló largamente la sopa y el té, cogió la cuchara y empezó a comer.
Dio tres o cuatro cucharadas, sin apetito, maquinalmente. Se le había calmado el dolor de cabeza. Cuando terminó de comer se echó de nuevo en el diván. Pero no pudo dormir y se quedó inmóvil, de bruces, con la cabeza hundida en la almohada. Soñaba, y su sueño era extraño. Se imaginaba estar en África, en Egipto… La caravana con la que iba se había detenido en un oasis. Los camellos estaban echados, descansando. Las palmeras que los rodeaban balanceaban sus tupidos penachos. Los viajeros se disponían a comer, pero Raskolnikof prefería beber agua de un riachuelo que corría cerca de él con un rumoreo cantarín. El aire era deliciosamente fresco. El agua, fría y de un azul maravilloso, corría sobre un lecho de piedras multicolores y arena blanca con reflejos dorados…
De súbito, las campanadas de un reloj resonaron claramente en su oído. Se estremeció, volvió a la realidad, levantó la cabeza y miró hacia la ventana. Entonces recobró por completo la lucidez y se levantó precipitadamente, como si lo arrancaran del diván. Se acercó a la puerta de puntillas, la entreabrió cautelosamente y aguzó el oído, tratando de percibir cualquier ruido que pudiera llegar de la escalera.
Su corazón latía con violencia. En la escalera reinaba la calma más absoluta; la casa entera parecía dormir… La idea de que había estado sumido desde el día anterior en un profundo sueño, sin haber hecho nada, sin haber preparado nada, le sorprendió: su proceder era absurdo, incomprensible. Sin duda, eran las campanadas de las seis las que acababa de oír… Súbitamente, a su embotamiento y a su inercia sucedió una actividad extraordinaria, desatinada y febril. Sin embargo, los preparativos eran fáciles y no exigían mucho tiempo. Raskolnikof procuraba pensar en todo, no olvidarse de nada. Su corazón seguía latiendo con tal violencia, que dificultaba su respiración. Ante todo, había que preparar un nudo corredizo y coserlo en el forro del gabán. Trabajo de un minuto. Introdujo la mano debajo de la almohada, sacó la ropa interior que había puesto allí y eligió una camisa sucia y hecha jirones. Con varias tiras formó un cordón de unos cinco centímetros de ancho y treinta y cinco de largo. Lo dobló en dos, se quitó el gabán de verano, de un tejido de algodón tupido y sólido (el único sobretodo que tenía) y empezó a coser el extremo del cordón debajo del sobaco izquierdo. Sus manos temblaban. Sin embargo, su trabajo resultó tan perfecto, que cuando volvió a ponerse el gabán no se veía por la parte exterior el menor indicio de costura. El hilo y la aguja se los había procurado hacía tiempo y los guardaba, envueltos en un papel, en el cajón de su mesa. Aquel nudo corredizo, destinado a sostener el hacha, constituía un ingenioso detalle de su plan. No era cosa de ir por la calle con un hacha en la mano. Por otra parte, si se hubiese limitado a esconder el hacha debajo del gabán, sosteniéndola por fuera, se habría visto obligado a mantener continuamente la mano en el mismo sitio, lo cual habría llamado la atención. El nudo corredizo le permitía llevar colgada el hacha y recorrer así todo el camino, sin riesgo alguno de que se le cayera. Además, llevando la mano en el bolsillo del gabán, podría sujetar por un extremo el mango del hacha e impedir su balanceo. Dada la amplitud de la prenda, que era un verdadero saco, no había peligro de que desde el exterior se viera lo que estaba haciendo aquella mano.
Terminada esta operación, Raskolnikof introdujo los dedos en una pequeña hendidura que había entre el diván turco y el entarimado y extrajo un menudo objeto que desde hacía tiempo tenía allí escondido. No se trataba de ningún objeto de valor, sino simplemente de un trocito de madera pulida del tamaño de una pitillera. Lo había encontrado casualmente un día, durante uno de sus paseos, en un patio contiguo a un taller. Después le añadió una planchita de hierro, delgada y pulida de tamaño un poco menor, que también, y aquel mismo día, se había encontrado en la calle. Juntó ambas cosas, las ató firmemente con un hilo y las envolvió en un papel blanco, dando al paquetito el aspecto más elegante posible y procurando que las ligaduras no se pudieran deshacer sin dificultad. Así apartaría la atención de la vieja de su persona por unos instantes, y él podría aprovechar la ocasión. La planchita de hierro no tenía más misión que aumentar el peso del envoltorio, de modo que la usurera no pudiera sospechar, aunque sólo fuera por unos momentos, que la supuesta prenda de empeño era un simple trozo de madera. Raskolnikof lo había guardado todo debajo del diván, diciéndose que ya lo retiraría cuando lo necesitara.
Poco después oyó voces en el patio.
‑¡Ya son más de las seis!
‑¡Dios mío, cómo pasa el tiempo!
Corrió a la puerta, escuchó, cogió su sombrero y empezó a bajar la escalera cautelosamente, con paso silencioso, felino… Le faltaba la operación más importante: robar el hacha de la cocina. Hacía ya tiempo que había elegido el hacha como instrumento. Él tenía una especie de podadera, pero esta herramienta no le inspiraba confianza, y todavía desconfiaba más de sus fuerzas. Por eso había escogido definitivamente el hacha.
Respecto a estas resoluciones, hemos de observar un hecho sorprendente: a medida que se afirmaban, le parecían más absurdas y monstruosas. A pesar de la lucha espantosa que se estaba librando en su alma, Raskolnikof no podía admitir en modo alguno que sus proyectos llegaran a realizarse.
Es más, si todo hubiese quedado de pronto resuelto, si todas las dudas se hubiesen desvanecido y todas las dificultades se hubiesen allanado, él, seguramente, habría renunciado en el acto a su proyecto, por considerarlo disparatado, monstruoso. Pero quedaban aún infinidad de puntos por dilucidar, numerosos problemas por resolver. Procurarse el hacha era un detalle insignificante que no le inquietaba lo más mínimo. ¡Si todo fuera tan fácil! Al atardecer, Nastasia no estaba nunca en casa: o pasaba a la de algún vecino o bajaba a las tiendas. Y siempre se dejaba la puerta abierta. Estas ausencias eran la causa de las continuas amonestaciones que recibía de su dueña. Así, bastaría entrar silenciosamente en la cocina y coger el hacha; y después, una hora más tarde, cuando